Trigésima sexta.-
Se hace necesaria una gran
energía para explicar a los hombres que “la prosperidad es cosa turbulenta” y
que es preferible “el sosiego a todas las cosas”. Para el joven serio que se ha
comprometido con la sabiduría ya no hay libertad, pues es tiempo de aprender,
de convertir la voluntad en conducta moral con la que llevar el alma a la
perfección. El alma ha de tornarse insensible a cuanto la fortuna pueda dar o
quitar y aprender a despreciar la muerte.
Trigésima séptima.-
Lucilio que se ha comprometido
con la sabiduría tiene por delante una tarea difícil. Séneca la compara con la
de “aquellos que trabajan a jornal para el circo”, esto es gladiadores, pues
como ellos, Lucilio se verá obligado a luchar hasta la muerte sin esperanza. Para
recorrer este difícil camino es necesaria la filosofía que nos aleja de las
“violentas pasiones” y de “la rastreara necedad”. La filosofía hace el camino,
la razón mide la zancada y el instinto pondrá en nuestro interior el germen de
la curiosidad. «Lo vergonzoso no es que uno vaya a su ritmo, sino que se vea
arrastrado y que, inmerso de repente en la vorágine de los acontecimientos,
pregunte con sorpresa: “¿Cómo he llegado yo aquí?” ».
Trigésima octava.-
La epístola posee la intimidad de
aquello que se dice al oído. Cuando de lo que se trata es de conseguir que
alguien “se decida a aprender”, puede resultar conveniente utilizar lenguaje de
“arengas”, mas si el tema es aprender, “hay que recurrir a este lenguaje
nuestro más sencillo”.
Trigésima nona.-
Séneca confirma que emprenderá la
redacción de unos compendios de filosofía para Lucilio, pero mientras tanto, le
recomienda que lea “el catálogo de los filósofos […] que han trabajado para
ti”. Así como “la llama se eleva en línea recta”, también el alma grande se
consagra “a los mejores ideales”: se desentiende de la fortuna y reduce la
adversidad. El deseo ha de ser contenido por la moderación natural, sólo así la
rama no será quebrada por el peso del fruto.
Cuadragésima.-
Ni el discurso que se destila
gota a gota, ni el precipitado en el que las palabras se agolpen
atropelladamente en los labios; el sabio ha de poder transmitir su discurso
apoyado en la verdad y con la misma armonía que impregna su alma. Séneca se
decanta por la soltura del discurso de su maestro Papirio Fabiano, en lugar de
la vehemencia de Quinto Haterio. Como el sabio ha de ser modesto en el porte y
comedido en el hablar, concluye Séneca: “Te ordeno que seas lento en el
hablar”.
Cuadragésima primera.-
Parece una carta de San Pablo.
“Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti […] en cada uno de los
hombres buenos”. Si el alma es aquello que no puede ser arrebatado ni tampoco
otorgado, esto es “lo que es propio del hombre”, “vivir conforme a [la] propia
naturaleza” es la esencial de la “razón perfecta”. Pero Séneca, consciente de
la dificultad de cuanto formula, se pregunta como podrá vencer el hombre “a la
turba [que le] empuja”.
Cuadragésima segunda.-
Muy pocos hombres pueden ser
considerados buenos, pues incluso aquellos que lo parecen se asemejan a una
“serpiente venenosa [que] se manosea sin peligro mientras está rígida por el
frío”. Sin embargo, la estupidez humana está muy extendida hasta el punto de
que considera gratuito aquello que se ha adquirido a “costa de inquietudes, de
peligros, de pérdida del honor, de la libertad y del tiempo”, sin reparar que
“con frecuencia tiene el máximo coste aquel por el que no se paga ninguno”. El
ingenioso razonamiento de Séneca nos va conduciendo de la mano a conclusiones
no por sencillas menos asombrosas. Así si has de desprenderte de algo, piensa
que si lo has poseído durante largo tiempo, “lo pierdes después de quedar
saciado”; y si lo has retenido en tu poder por un breve lapso, “lo pierdes
antes de acostumbrarte a ello”. He aquí la máxima senequista: “Quien es dueño
de sí, nada ha perdido”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario