Apolo y las musas habitan el monte Parnaso y a sus pies está el santuario de Delfos, el centro del mundo helénico. Allí iban todos a consultar el oráculo y a beber las aguas de la fuente Castalia que daba la terna juventud. El templo reclamaba mesura y conocimiento propio a los peregrinos, buenos presupuestos con los que romper las cadenas del destino. De un salto atravesamos el estrecho de Corinto y aterrizamos en Patras. Reverte llega calado hasta los huesos a la iglesia de San Spriridione en Missolonghi, donde dicen las guías turísticas que reposa el corazón de Lord Byron. Pero allí nadie sabía nada del corazón del poeta inglés y aunque Reverte se echa a la calle y le dan razón sobre el paradero de la reliquia, el viajero desiste: no le place al cielo detener la lluvia. Naturalmente que estamos junto al estrecho de Lepanto y se hace inevitable la referencia a Cervantes.
A la
pequeña isla del mar Jónico llamada Ítaca, le basta con ser la patria de
Ulises. Vathy, la capital de la isla, tiene “un aire amable [por] la sencillez
de sus casas bajas y cuadradas”. Reverte fue a Ítaca en busca de Ulises, pero
encontró a Dimitris, el dueño de la pensión Tsiribis, que tenía escritas en sus
ojos azules las palabras con las que comienza la Odisea. Descubre el viajero
que si ha llegado a Ítaca es para pisar la tierra volcánica de la isla, leer la
Odisea y conocer de propia mano la hospitalidad de un pueblo que ha viajado por
el mundo desde la antigüedad.
Camino ya del espíritu heleno de Alejandría, torna Reverte a maldecir al gran enemigo de la convivencia pacífica: el nacionalismo. Alejandría es tan vieja y decrépita como irreal. Difícil de imaginar nos resulta también el talento militar de Alejandro Magno que conquistó la totalidad del mundo hasta entonces conocido para mezclarlo todo, civilizaciones, pueblos, religiones, culturas… Alejandro, que nunca regresó a su patria, tenía siempre cerca sus armas y un ejemplar de la Iliada. Ciertamente su figura sigue fascinando y para cerciorarse no hay nada más que echar un vistazo a las mesas de novedades de las librerías: casi siempre se encuentra algo sobre Alejandro, el discípulo de Aristóteles y eterno lector de Homero. Erraríamos si pensásemos que su vida está exenta de hechos crueles: el asesinato de su madrastra Cleopatra, el de su hermanastro o de Amintas, el último pariente que podía entorpecer su ascenso al trono, nos muestran que el pecho del héroe es tan cruento como fecundo. En Alejandría la sombra que persigue Reverte es la de Cavafis. La encuentra en un café L’Elite que nunca pisó el poeta. La Alejandría que nos enseña Reverte se cae a pedazos, vive a la espera de mejores tiempos, aquellos en los que los griegos formaban una cuajada muchedumbre de hombres empeñados en fundir lo ilustre con lo natural. Posiblemente por eso el dato de que el gobierno egipcio niegue a los griegos nacidos en Alejandría su condición de nacionales sea la mejor muestra de su decrépito existir actual. Con todo, Alejandría es una ciudad literaria, no en vano dispuso de la mayor biblioteca del orbe y alrededor del Mouseion se concentró un ingente número de sabios. Hasta aquí llegaron manuscritos de los cuatro rincones del mundo, que se estudiaron, interpretaron, clasificaron y copiaron hasta alcanzar más de medio millón de obras. Este gran tesoro del saber universal se conservó durante más de seis siglos y sabemos con certeza que al menos una parte de culpa de su desaparición se debe al fanatismo religioso cristiano.
Javier
Reverte es un tipo peculiar cuando se disfraza de Ulises y sale a recorrer el
mundo. Las mujeres le chistan en las cafeterías o terrazas, curiosonas ante su
aspecto de escritor, le persiguen ciertas maldiciones con lord Byron de fondo,
se muestra ansioso por los restaurantes de pescado fresco, se mete en una
barbería y le sale no un amigo cualquiera, sino uno reidor y charlatán. Tal vez
Reverte goza de ese favor que muy pocas veces los dioses griegos conceden a un
mortal: la infantil intensidad de un alma profundamente mediterránea.
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