domingo, 24 de enero de 2016

Fortunata y Jacinta. Parte cuarta.


Falto de lucidez, Maximiliano confunde las tinturas alcohólicas con los alcoholatos y el licenciado Segismundo Ballester no tiene más remedio que mandarlo a casa con unos derivativos. Vemos al sobrino Rubín colocándole etiquetas a los frasquitos de jarabe y a la tía registrando las pertenencias de Fortunata. Busca aquel la calma que pierde en casa por las sospechas de infidelidad de su esposa; y la tía, por su parte, el guano que está segura que Fortunata recibe de Santa Cruz. La Maxi-locura adquiere tintes de criminales venenos que no se consuman por su simplicidad de niño. El verano termina, los burgueses Santa Cruz regresan a Madrid, Fortuna recibe otra vez las esquelitas de su Juanito, pero la novedad está en otra parte: en el interés que el primo Moreno, don Manuel Moreno, el del desamor patriótico, viene mostrando en los últimos meses por Jacinta. En el fondo este solterón rico no busca más que un pretexto para despedirse de la vida y no hay nada mejor que este amor imposible.


Hasta la virtud se convierte en palo para Fortunata. En noviembre Juanito Santa Cruz busca ya un pretexto para romper por tercera vez su relación con Fortunata. Loco ya de remate el Rubín boticario, la tía pone de patitas en la calle a su sobrina política, tras conocer el embarazo de la misma. ¿Dónde podía ir la desdichada sino a casa del señor Feijoo? Ocurre, sin embargo, que el agravamiento del estado de Maxi ha sido paralelo al de don Evaristo. Si a aquel la locura lo ha conquistado por entero, a este la parálisis lo ha  convertido en una sombra. No hay más amparo que el de tornar al mismo lugar de donde salió Fortunata la primera vez que se tropezó con Juanito Santa Cruz, a la Cava junto a su tía Segunda Izquierdo, vecina, por cierto, de Estupiñá.


Muchos años llevan los españoles dándoles duro a los políticos. No hay más que leer a Galdós para darse cuenta de ello. Tan diestros eran los españoles de la época en ajustarles las cuentas a los políticos que sin dificultad calculaban a cuanto de cebada tocaba cada concejal por las mulas suprimidas en el ramo de jardines. Infinitamente más listos que los ciudadanos de ahora, los de antes sabían mantener la corrupción dentro del saco de cebada. Claro que todo eso no quita para que, de vez en cuando, una bomba caiga sobre la arena del circo político. Verbi gratia: Juan Pablo Rubín es nombrado gobernador y cinco minutos después en el café ya habla de espíritu de conciliación y de contemporizar lo necesario para armar el palo.


Casi simultáneamente, la mejoría de Maxi coincide con el nacimiento de Juan Evaristo Segismundo. El natalicio provoca un haz de reacciones en el mundo de los personajes galdosianos. Fortunata muere después de haber dado su merecido al serpentón que la había sustituido en las preferencias de Juanito Santa Cruz. Esclava  siempre de un destino en que mínimamente podía influir, la sangre de Fortunata, la del pueblo, acaba en el seno de la familia de los Santa Cruz. La piedra, la buena piedra de Novelda que adornará su tumba, se parece a la tela de los sastres y mercaderes de trapos que son siempre los primeros en agradecer un cambio político. 

domingo, 17 de enero de 2016

Fortunata y Jacinta. Parte tercera.


Don Evaristo González de Feijoo, la autoridad del militar retirado, y don Basilio Andrés de la Caña, el vulgo recostado en el diván, son quienes más sobresalen en la tertulia de Juan Pablo Rubín. Pero señores contertulios, hagan ustedes el favor de servirse todo lo abundante que quieran de estos dos platos galdosianos: de primero, socialismo sin libertad y de segundo, absolutismo sin religión. Lo apreciable del caso es que si en la época de nuestra Primera República no era posible comer de ambos platos sin que se le formara a uno un “revoltijo de mil demonios”, resulta que en la actualidad semejantes viandas no forman ya parte de nuestra insulsa dieta política. Pero pocas cosas había más igualitarias que estas tertulias de café donde lo mismo era aceptada la viuda con mantón de borrego que el carnicero de la plaza de San Ildefonso. Universidad popular que educó y cultivó a más españoles que el conjunto de universidades y colegios.


La llegada de la Restauración les dio a don Baldomero y doña Barbarita el nieto que no tenía: el joven Alfonso XII. Pero España sigue siendo la misma, incluso para quienes no la visitan a menudo. Tal es el caso de don Manuel Moreno que no transige con la patria porque cuanto más la mira, menos le gusta. Está uno tentado a preguntarse por las tres cosas que el señor Moreno dice haber buenas en España, pero es preferible no hacerlo no vaya a ser que nos contagie su desamor patriótico. Sin embargo, si se piensa con mayor cuidado, tal vez haya un efecto de llamada en la voz de Manolo Moreno: piense cada uno las tres cosas buenas que tiene España. Esa sí sería una buena encuesta para el Centro de Investigaciones Sociológicas. Tampoco estaría mal esa otra que se propusiera analizar los entresijos sociales de la ingratitud del pueblo español. Nada mal, pero que nada mal. A todo esto, que el señorito Santa Cruz se ha cansado de Fortunata y regresa con su mujer, Jacinta, igualito que los españoles alternan la república y la monarquía. Claro que a rey muerto, rey puesto, y por ese resquicio se cuela don Evaristo González de Feijoo que se convierte en interesado tutor de los encantos de Fortunata que, madrileña neta de la Cava de San Miguel, pegadita a la plaza Mayor, sabe lo que a cada estación le es propio.



Un preparado de peptona le ofrece el boticario Maximiliano a don Evaristo para remediar la indisciplina de su estómago. Ignora el primero que el ex coronel está a punto de ofrecerle en pago a la mismísima Fortunata, porque es esta, que no los males estomacales, el verdadero interés de don Evaristo con su aproximación a Maximiliano. A Lavapiés, al ladito justo de la botica de Samaniego, en la calle del Ave María, se traslada, abandonando el barrió de Chamberí, allá por marzo del 75, doña Lupe la de los pavos con su sobrino Maximiliano. Y allí es adonde regresa Fortunata, tras el perdón conseguido, a base de tesón y mucho sentido práctico, por el ex coronel. La muerte de Mauricia la Dura es el inicio de las complicaciones que desembocan en el incidente del gabinete de doña Guillermina, lástima es que no se atreviera don Benito a representarlas agarrándose del moño por un tonto a las tres como Juanito Santa Cruz. 

martes, 12 de enero de 2016

Fortunata y Jacinta. Parte segunda.


La Casa Rubín con establecimiento abierto en los soportales de Platerías cerró el mismo año que la monarquía parte para el exilio, esto es, en el 68. Buena parte de la culpa del punto y final del establecimiento, la tuvo doña Maximiliana Llorente, la esposa del último Rubín, don Nicolás. Tres vástagos tras el padre: Juan Pablo, el mayor (28) que era guapo y simpático; Nicolás, el mediano (25), peludo y vulgarote, que se fue a vivir con su tío don Mateo Zacarías Llorente, capellán de Doncellas Nobles en Toledo y con el tiempo se hizo sacerdote. Y Maxilimiano, el pequeño 19, raquítico y sin gracia, que estudió Farmacia ante la insistencia de Juan Pablo.


Vivía este Maxilimiano con una tía paterna conocida como Lupe la de los pavos. Era estudiante de mucho trajín y poco magín. Fue por mediación de otro estudiante como Maxilimiano conoció a Fortunata y se convirtió en su redentor. Alquiló con ahorros de hucha un piso interior en la calle de San Antón y un mes después el encanijado Maximiliano le pide matrimonio a Fortunata. La de los pavos se opuso, pero el muchacho, que no podía competir con la tía en lo tocante a palabrería, porfió con los hechos.


El hermano cura, Nicolás, propone a Fortunata el internamiento en el convento de las Micaelas a efectos reeducativos y depurativos de conductas pasadas. A todos les parece de perlas esta especie de lejía religiosa, aunque en el caso de doña Lupe su talante liberal le fuerza hacia una traducción más laica. Y es que la de los pavos reviste de humanismo lo que no es más que “la imperiosa necesidad que sienten los humanos de ejercitar y poner en funciones toda facultad grande que poseen”.



Pero ni los sermonazos del don León Pintado ni las apariciones que de Nuestra Señora tenía Mauricia la Dura son suficientes para que Fortunata abandone el mundo exterior. Y cuando a él retorna tras concluir el tratamiento conventual, la trampa urdida por un repuesto Juanito Santa Cruz no tarda en cerrarse alrededor del anillo de casada. Mucha hembra era Fortunata para la poquita cosa de su marido. Tras el adulterio Nicolás se empeño en sahumar.

jueves, 7 de enero de 2016

Fortuna y Jacinta. Parte primera.


La noche de San Daniel, la del 10 abril de 1865 es la primera referencia temporal que nos da Galdós. Juanito Santa Cruz no estuvo entre los muertos o los heridos, pero sí acabó con sus huesos en la cárcel de donde lo sacó su respetado padre don Baldomero Santa Cruz y su apenadísima madre doña Barbarita Arnaiz. Después el chico se volvió juicioso y empollón. Sacó Derecho con Filosofía y Letras a los veinticuatro años e inmediatamente después dejó de leer. Guapo de cara y porte, rico y simpático, doña Barbarita está loquita por su hijo. El hermano de esta, don Gumersindo Arnaiz, se casó con doña Isabel Cordero, que mucho más espabilada que su marido tuvo la gran idea de especializar la pañería de su suegro en ropa blanca, librándola así de una segura quiebra, sin que eso le quitase a la señora de Arnaiz tiempo para dar anualmente el correspondiente fruto matrimonial hasta un total de diecisiete partos. Aunque solo nueve sobrevivieron, tenía la familia Arnaiz en nada despreciable problema de que siete de los nueve fueran hembras. Sin embargo, nadie en Madrid sabía doblar esos pañuelotes grandes llamados mantones mejor que don Gumersindo Arnaiz. A las hijas se las fue casando. Unas, como Candelaria, hicieron boda modesta con un camisero llamado Pepe Samaniego; otras, como Benigna, la mayor, encontró mejor partido en Ramón Villuendas, hijo mayor de un adinerado cambiante; la tercera, Jacinta…


El reuma agudo de Estupiñá hace que Juanito Santa Cruz se tropiece con Fortunata en la escalera de Plácido. Tonteó Juanito unos meses, los suficientes para que Barbarita tomara cartas en el asunto y en el ejercicio de su mucho instinto maternal propusiera a su hijo matrimonio con la prima Jacinta. Se adivina en esta una espléndida, pero efímera, hermosura, que promete compensarse con cierta tenacidad de carácter. Unos pocos meses después del anuncio del noviazgo la feliz madre de la novia murió de repente, unos días antes de que también lo hiciera el general Prim.

En los años setenta de siglo XIX ya viajaba a Parías hasta el mismísimo Periquillo Redondo que poseía un bazar de corbatas al aire en la esquina de la casa de Correos, por eso nos sorprende un viaje de novios tan patriotero como el de los esposos primos. Ocupaban los matrimonios Santa Cruz una casa propia en la calle de Pontejos con doce balcones que daban a la plazuela. Hay que ver el gusto y la sutileza con la que don Benito se detiene en la descripción del pisazo santacrucero y la forma en que casi sin enterarnos nos revela la personalidad de cada uno de sus ocupantes. A estas alturas ya tenemos la impresión de que Jacinta parece poquita cosa, un espíritu monjil obsesionado por una maternidad que no llega.


Si Estupiñá le daba cuenta a doña Barbarita del estado del mercado entre los rezos de la tercera o la cuarta misa en san Ginés, Guillermina Pacheco, vecina, amiga y apasionada de la beneficencia, le administra las limosnas a la señora de Santa Cruz.Con la marcha del rey, Amadeo de Saboya, el marqués de Casa Muñoz anuncia, con cara muy parlamentaria, algún trastorno con un poco de república. Por aquel entonces hombres tenía el país que pensaba lo conveniente que resultaría castigar  y escarmentar “a todos los que van a la política a hacer chanchullos”. Rehostias y recontrahostia de república para quién se ha pasado en las barricadas desde la Vicalvarada hasta la Gloriosa. Quien así se expresa es José Izquierdo, alias Platón, el guardador del hijo abandonado de Juanito Santa Cruz y Fortunata. Jacinta llega a la casa de Izquierdo justo cuando el ataque del otro José, el de Ido del Sagrario, está en su cenit: las visiones que la carne en el estómago provoca en un cerebro reblandecido por el tifus y la miseria.


El Pituso tiene tres años, dice tacos y la mugre le cubre el cuello. Jacinta y Barbarita están convencidas de que es el vivo retrato de Juanito Santa Cruz, pero este lo desmiente asegurando sin lugar a dudas que su hijo, aquel retoño que nació de su aventura con Fortunata, murió de garrotillo un año antes. Estas navidades de 1873 que tanto juego le estaban dando a la familia Santa Cruz, culminan en el terreno político con el golpe del general Pavía que decidió meter a los guardiaciviles en las Cortes el día 3 de enero. Aunque este suceso no posee la trascendencia de un verdadero acontecimiento, como lo es el tropezón de los dos Joaquines, Villalonga y Pez, con una Fortunata tan cambiada que parece otra. Siguiendo su rastro Juanito Santa Cruz se echa a la calle una y otra vez hasta que un pulmonía...