Don Evaristo González de Feijoo,
la autoridad del militar retirado, y don Basilio Andrés de la Caña, el vulgo
recostado en el diván, son quienes más sobresalen en la tertulia de Juan Pablo
Rubín. Pero señores contertulios, hagan ustedes el favor de servirse todo lo
abundante que quieran de estos dos platos galdosianos: de primero, socialismo
sin libertad y de segundo, absolutismo sin religión. Lo apreciable del caso es
que si en la época de nuestra Primera República no era posible comer de ambos
platos sin que se le formara a uno un “revoltijo de mil demonios”, resulta que en
la actualidad semejantes viandas no forman ya parte de nuestra insulsa dieta
política. Pero pocas cosas había más igualitarias que estas tertulias de café
donde lo mismo era aceptada la viuda con mantón de borrego que el carnicero de
la plaza de San Ildefonso. Universidad popular que educó y cultivó a más
españoles que el conjunto de universidades y colegios.
La llegada de la Restauración les
dio a don Baldomero y doña Barbarita el nieto que no tenía: el joven Alfonso
XII. Pero España sigue siendo la misma, incluso para quienes no la visitan a
menudo. Tal es el caso de don Manuel Moreno que no transige con la patria
porque cuanto más la mira, menos le gusta. Está uno tentado a preguntarse por
las tres cosas que el señor Moreno dice haber buenas en España, pero es
preferible no hacerlo no vaya a ser que nos contagie su desamor patriótico. Sin
embargo, si se piensa con mayor cuidado, tal vez haya un efecto de llamada en
la voz de Manolo Moreno: piense cada uno las tres cosas buenas que tiene
España. Esa sí sería una buena encuesta para el Centro de Investigaciones
Sociológicas. Tampoco estaría mal esa otra que se propusiera analizar los
entresijos sociales de la ingratitud del pueblo español. Nada mal, pero que
nada mal. A todo esto, que el señorito Santa Cruz se ha cansado de Fortunata y
regresa con su mujer, Jacinta, igualito que los españoles alternan la república
y la monarquía. Claro que a rey muerto, rey puesto, y por ese resquicio se
cuela don Evaristo González de Feijoo que se convierte en interesado tutor de
los encantos de Fortunata que, madrileña neta de la Cava de San Miguel,
pegadita a la plaza Mayor, sabe lo que a cada estación le es propio.
Un preparado de peptona le ofrece
el boticario Maximiliano a don Evaristo para remediar la indisciplina de su
estómago. Ignora el primero que el ex coronel está a punto de ofrecerle en pago
a la mismísima Fortunata, porque es esta, que no los males estomacales, el
verdadero interés de don Evaristo con su aproximación a Maximiliano. A
Lavapiés, al ladito justo de la botica de Samaniego, en la calle del Ave María,
se traslada, abandonando el barrió de Chamberí, allá por marzo del 75, doña
Lupe la de los pavos con su sobrino Maximiliano. Y allí es adonde regresa
Fortunata, tras el perdón conseguido, a base de tesón y mucho sentido práctico,
por el ex coronel. La muerte de Mauricia la Dura es el inicio de las
complicaciones que desembocan en el incidente del gabinete de doña Guillermina,
lástima es que no se atreviera don Benito a representarlas agarrándose del moño
por un tonto a las tres como Juanito Santa Cruz.
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