El ensayo de Marina van Zuylen
nos habla de la mediocridad, pero no en el sentido peyorativo que posee en la
sociedad actual, sino en el “muy honorable sentido de la palabra”, es decir en
lo que los antiguos llamaban “aurea mediocritas”, ese territorio que guardaba
las distancias entre los excesos, y convertía la mesura y el equilibrio en
signo de virtud. La autora es consciente del peligro que conlleva optar por el
término medio porque semejante planteamiento supone haber alcanzado cierto
éxito, sin el cual “es muy difícil detenerse a pensar en los pros y contras de
la vida suficiente”. Este concepto de “vida suficiente” es el que quiere la
autora convertir en referente de una vida que sabe salir del engreído yo y
presta atención al punto de convergencia con el otro.
El anuncio del fracaso relaja
la lectura. Conscientes del “síndrome de la insuficiencia” al que en buena
medida se refería Schopenhauer (es decir, el ciclo
carencia-gratificación-hastío que se repite continuamente), la autora busca
potenciar cualidades más discretas, como la honestidad y la dignidad. Tarea
nada sencilla porque exige suspender los juicios de valor “y observar la vida
mientras sucede, atentos al proceso más que al resultado”. Comenta
a este respecto Marina la sutileza del artista belga Jacques Lizène (1946-2021)
que practicaba una estética de la mediocridad, un arte en el que el talento
carecía de relevancia, actitud fundamental para la búsqueda de la importancia
de lo que no tiene importancia. Algo así como el arte sin arrogancia.
La vida suficiente abre los
ojos a la belleza y la brillantez, y relega la envidia y la rivalidad. Se
centra en las menudencias, en los comentarios pasajeros, en las emociones
sencillas para acercarse a otra forma posible de pensamiento que no es el que
emana de nuestra interioridad, siempre solipsista y etiquetadora, sino el que
pone de manifiesto la opacidad que preside las interacciones con los demás.
Aceptar la opacidad, dice Marina, “es una forma de interpretación íntima”. La
filósofa canadiense E. Manning, que dirige un laboratorio de pensamiento en
movimiento relacionado con el espectro autista, dice: “La suspensión del
juicio… es un estado infinitamente más difícil de mantener y de trasladar a un
activo. Si no convertimos a alguien en un tipo, en un símbolo, entonces no
tendremos la capacidad de valorar su actuación y por extensión, la nuestra. Esta
suspensión deshace el nudo competitivo que obstaculiza el diálogo… menospreciar
a personalidades en apariencia nada excepcionales (ya formen parte de la
ficción o de la vida real) podría indicar que solo sabemos relacionarnos con
ellos si ya se encuentran dentro de nuestras preexistentes categorías de éxito
y fracaso”. La opacidad es concepto clave de transformación que fuerza a
desproteger aquello que nos separa para, como dijo, Judit Butler “ser
reconfigurados por la existencia de los otros”.
Comparto las dificultades de
las pretensiones que persigue la ensayista, pero admiro su trabajado intento de
hacernos comprender algo que puede ser revolucionario: “Qué diferentes serían
nuestras interacciones con los otros si tuviéramos la paciencia de esperar a
que se manifieste lo que no resulta enseguida evidente y, sin embargo, está a
punto de aparecer”. Lectura exigente, pero iluminadora porque nos muestra la
invisibilidad de lo evidente.
La información que tenemos de
esta profesora de Filología Francesa y Literatura Comparada en el Bard College (universidad
privada de las artes liberales) en el estado de Nueva York, es escasa. En una
entrevista para una revista francesa dijo: “Dejemos de buscar a las personas
que nos hacen quedar bien”.