miércoles, 25 de mayo de 2011

Primera memoria. Tertulia

  Ana María Matute Ausejo nació en Barcelona el 26 de julio de 1925 (alguno de los tertulianos apuntó que doña Ana María ha insistido varios veces que en realidad ella nació en 1926) en el seno de una familia burguesa, profesionalmente burguesa como diría Cela, su padre era propietario de una fábrica de paraguas. De su madre, una castellana muy severa, la propia escritora ha comentado que se las hizo pasar canutas y, sin embargo, cuando fue ella quien conservó los cuentos que Ana María había escrito siendo muy niña. Una auténtica señora de su época que debía conjugar la sensibilidad con cierta robustez espiritual. Comenzó, por tanto, a escribir muy pronto y con tan sólo 17 años, Ignacio Agustí, director de la editorial Destino, le ofreció la publicación de su primera obra, aunque no vio la luz hasta unos años después (¡cómo hemos cambiado!). Vivió la intransigencia y el horror de la guerra civil y también el de una educación religiosa, ella misma ha reconocido que las monjas la hicieron sufrir mucho. En 1949 queda finalista del premio Nadal, si bien tampoco en esta ocasión pudo ver publicada su obra por la censura. En 1952 contrae matrimonio -su primer matrimonio-, que dura once años y fruto del cual nace un hijo. La propia Ana María ha manifestado que sufrió tanto durante esta convivencia matrimonial que los recuerdos no le permitieron volver a Madrid hasta años después. En 1959 abordo la redacción de la trilogía Los mercaderes, de la que Primera memoria es su primera parte. A lo largo de su carrera literaria ha obtenido la práctica totalidad de los premios desde el premio Nadal o el Café de Gijón hasta el Nacional de las Letras o el mismo Cervantes, incluido, naturalmente, el Premio Nacional de Literatura Infantil.

Gorogó
  La novela Primera memoria está relatada en primera persona por Matia, una niña/adolescente de catorce años en los primeros meses del estallido de la guerra civil en alguna de las islas Baleares. Uno de los contertulio apuntó con mucho sentido que estaba casi seguro de que se trataba de Menorca por la referencia que se hace en la novela a la gran cantidad de hormigas, circunstancia que acontece en la citada isla. Es por tanto el tránsito de la infancia a la primera madurez lo que constituye el primer tema de la ficción. A su llegada a la isla, Matia, huérfana de madre e hija de un “rojo”, es acogida por la abuela, doña Práxedes, que convive con su otra hija, la tía Emilia, y el hijo de esta, Borja que tiene la misma edad que Matia. Nuestra protagonista llega al territorio gobernado por su abuela, una mujer de buena posición económica y que ejerce el caciquismo local, con las armas de la infancia: una cabeza poblada de las fantasías de los cuentos (Peter Pan, La reina de las nieves…) y el apoyo de su muñeco Gorogó. Este será el punto de vista que adopte la narradora y del que sirve para analizar la realidad, aparecen así un espacio en el que las hormigas parecen poblar una isla en la que da la impresión de que las hormigas se han bebidos los ríos. Muy especial es la constante presencia del sol que es usado como agente de maduración, la referencia a las uvas parece un claro indicio de ello, empleando un lenguaje cargado de lirismo. Es difícil sustraerse al poder de la constante descripción solar de Ana María: “El sol, allá arriba, una y otra vez; rojo, feroz, llameante contra las vidrieras de la colegiata de Santa María, contra el pelo rojo de Malene; el sol rabioso que se mezcla con el vino; el sol que daña los ojos; el sol que hacía temblar a las flores; el sol que atravesaba la niebla; el sol que llameaba como mil abejas zumbando en el balcón; el sol que se pega a la tela blanca y transparente; el sol que arroja cuadrados blancos sobre la cama; el sol como una espada de oro; el oro furioso y rojo del gran sol parecía acecharnos; un sol maduro, pleno; aquella tarde, un sol cálido como un vino antiguo; el velo rosado del sol lo bañaba todo.”

Ana María Matute
   Matia se ve obligada a enfrentarse a dos reinos, el de los adultos y el de los iguales. El primero, el mundo de los adultos, es tratado con mucha dureza por la escritora/narradora, ninguno de los retratados posee valores humanos: son hipócritas, egoístas, conformistas y construyen una realidad cargada de incomprensión, violencia y abulia. Da la impresión de que Ana María Matute quiso expresar su protesta ante tanta incomprensión o, quizá incluso, utilizar la escritura un arma de venganza hacia ese mundo de los adultos. Ese ambiente compartimentado de los adultos se traslada también al mundo de los adolescentes que se divide en ellos y nosotros, pero en el que a diferencia del primero ninguna puerta está cerrada y son posibles los cambios. El engranaje entre ambos mundos se hace a través de la figura del Chino: Lauro, el hijo de Antonia, el ama de llaves de la abuela, un cura rebotado por haber estudiado en el seminario y que tiene veinte años. Un buen ejemplo de las pretensiones que maneja la autora es el siguiente episodio. Matia y Borja, acompañados por el Chino, se dirigen a visitar a Guiem (un adolescente de 16 años que encabeza el grupo rival de Borja),  Matia y el Chino se quedan fuera. Este comienza a rogarle que se porten bien (pues en otro caso él mismo sufrirá las admoniciones de la abuela, lo que hará sufrir a su madre Antonia), Matia ante esa súplica siente vergüenza ajena, la cual enseguida se transmuta en hastío; la reacción furiosa del Chino, que interpreta el silencio de Matia como indiferencia, provoca en ésta una cascada de emociones: rabia, miedo, tristeza que oprimen tanto su corazón que acaba por  volver la vista hacia el recuerdo de su muñeco Gorogó, buscando una salida. La inmediata aparición de Guiem y Borja, sitúa a Matia en un segundo plano y se ve obligada en esa relación entre los iguales a probar que merece su respeto y para ello no duda en humillar al Chino, pero la amargura de su boca venenosa le hacer avergonzarse de sí misma, cerrando así el círculo de sentimientos de una forma magistral. Cabe destacar igualmente el episodio en el que los dos primos Matia y Borja tumbados por la noche en el suelo de la logia, fuman cigarrillos y comen caramelos de menta, mientras conservan en la cabeza sus recuerdos infantiles, sabiendo que ya no son niños y que aún el mundo de los adultos les resulta extraño. Entonces Borja repite varias veces “¡cuándo acabará todo esto…!” y como la misma narradora dice no se sabe muy bien si se refería a la guerra o a  esa edad.
 
y el gallo de Son Major
  Es quizás en el manejo del tiempo donde Ana María Matute demuestra su mejor talento narrativo. No duda en mostrar al lector las costuras que el pasado ha dejado en el presente de la narradora, y como si estuviera manejando una simple aguja enhebrada en el miedo que va del pasado al presente, dice: “El cuerpo del hombre seguía pegado como un marisco a la quilla de la Joven Simón. No recuerdo si tuvimos miedo. Es ahora, quizá, cuando lo siento como un soplo, al acordarme de cómo nos habló.”

  Según avanza el relato asistimos al proceso de madurez de Matia, su mundo inicial, el de la infancia, se queda en una orilla y a bordo de esa cáscara de nuez de la que Matia habla, vislumbra al otro lado el mundo de los hombres y de la mujeres y no puede evitar compararlo con el de los chiquillos malvados y caprichosos (la maldad de la infancia es otro de los leitmotiv de la novela), representado por su primo Borja. De golpe Matia se transforma cuando se acerca a Manuel de una forma distinta: el primer amor, indudablemente infantil, pero que le permite experimentar un sentimiento nuevo a caballo entre la ternura y el miedo.

  Ciertamente esa edad de los catorce años era, es una edad difícil, Matia -la narradora- lo expresa muy bien cuando tras la visita a la hacienda de Son Major, dice que él, Jorge, un hombre en los últimos días de su vida, ya no creía en nada y ella, Matia, aún no había comenzado a creer en algo; que él Jorge había recorrido el mundo a bordo de su barco, el Delfín, y Matia lo había hecho moviendo su dedo por encima del atlas.

   En definitiva una magnífica novela, cuajada de rincones íntimos y, por cierto, muy difícil de escribir. Muchas gracias a todos por vuestra asistencia y valiosas intervenciones.

viernes, 20 de mayo de 2011

¡Ah de las marionetas! (Cuento)

Santiago Domínguez López. Fotografía.
             
 A Santiago Domínguez, torero de quirófanos

            -Mira cómo están mis zapatos. ¡¿No te parece increíble?!
            -Sí Zaca, es increíble.
            -¡No! Fíjate bien en el izquierdo, está todo descarnado.
            -¿Descarnado? No entiendo lo que quieres decir. ¿Dónde has aprendido esa palabra tan sugerente?
            -¡Oh! Pues…, no sé; creo que se la oí decir a Gaspar el otro día. Pero dime, tú no crees que mi zapato esté descarnado.
            -Sí Zaca, lo está, pero no más que mi blusa.
            -¿Tu blusa? ¿Qué es una blusa?
            -¡Ay…! La camisa, ¡hombre!
            -¡Ah la camisa! ¿Por qué le llamas blusa?
            -Mi padre siempre decía: Jannette, mets ta blouse!
            -Olvidaba tu origen francés.
            -Esta ciudad es odiosa, ¿no te parece?
            -No sé… Jannette. ¡Quizás…!
            -¡Huele mal! ¿No te has fijado en la gente que come pipas a todas horas, y las escupe directamente de la boca? ¡Es asqueroso!
            -¿Pipas?
            -Sí, Zaca, pipas. Todos llevan en las manos esas bolsas amarillas llenas de pipas, meten los dedos en ellas y luego se los llevan a la boca...
            -Sé lo que son pipas, Jannette.
            -¡¿No te has fijado?!
            -Sí, creo que sí…, pero total, no nos queda más que un día para marcharnos.
            -¡Ay! Otra vez al carro ese…
-Bueno, tienes motivos para estar contenta, vamos a Francia.
-¿A Francia?
-Sí, se lo oí decir a Gaspar anoche…, a un pueblo que se llama algo así como tolos…
-¡¿Toulouse…?!
-Sí, eso es.
-Yo nací allí, en la rue de l’Echarpe, a la espalda de la place du Pont Neuf, donde brota el Garona, o al menos eso era lo que creía de niña, que el río nacía allí mismo y para mis ojos. Mi padre, un hombre corpulento y de mirada infantil, me subía a los árboles del paseo Quai de la Daurade, algo así como muelle dorado, y desde allí veía el sol cayendo sobre las aguas y las reposadas barcas. Los niños lanzaban sus hilos al río y las madres les gritaban desde los portales. Él se sentaba, extendía el periódico sobre la yerba y encendía su pipa. Todo era tan reposado, que más de una vez estuve a punto de caer, absorta en la quietud de un paisaje que no tenía fin. Algunos días mi padre tenía que limpiarme los ojos mientras me decía: “gamine, c’est que tu fait?” Pero todo aquello ya pasó…
-No te pongas triste Jannette, ahora tendrás la oportunidad de verlo de nuevo.
-¡Oh no! ¡No me hago ilusiones! Acabaremos en cualquier barrio o teatrillo de los alrededores. Además ya nada puede ser como entonces…
-Yo te llevaré hasta el río y nos sentaremos los dos en la yerba y contemplaremos el sol y las barcas y los chiquillos y…
-¡Oh calla, Zaca! ¡Calla!
-Pobre Jannette…
-¡Sois un par de memos! ¡Idiotas! ¡Vamos! Pobre Jannette, pobre Zaca…, ¡qué lástima me dais! ¡A trabajar! ¡Vagos! ¡Inútiles! Como sigáis así ya me encargaré yo de decirle a Gaspar que os abandone en cualquier camino para que el sol y los perros os devoren.
-¡Oh no! ¡Eso no! ¡Ten corazón, Elicer! El sol y los perros, no, ¡eso no!
-Pues basta de simplezas, que están todos esperando.
Gaspar tiró de los hilos, alzó el trapo del carro e impostando la voz hizo hablar a las marionetas. Los niños rieron. Algunos puestos en pie imitaban sus saltos, otros se tapaban los ojos con las manos y los más pequeños las señalaban con sus dedos girando la cabeza hacia sus madres. Después arrojaron las monedas y aplaudieron.
Por la noche antes de salir hacia Toulouse, Gaspar colocó a Zaca y a Jannette entre sus piernas. Elicer sentada sobre la tapa del baúl, lo contemplaba. Gaspar la miró y dijo:
-Estas dos ya están muy usadas. Habrá que ver si no conviene convertirlas en siluetas articuladas.

jueves, 19 de mayo de 2011

El árbol de la ciencia. Tertulia.


Tras refrescarnos con unas cervezas acompañadas de unas tapas, y ponernos al día en las novedades e incidencias semanales de los componentes del grupo, charlamos un rato sobre la obra barojiana que encabeza esta crónica.

Entorno familiar
Pío Baroja nace en San Sebastián en 1872. Su familia era de nivel cultural alto: su bisabuelo compró una pequeña imprenta que llevó a su farmacia de Oyarzun, y sus descendientes fueron impresores, periodistas y libreros de ideas liberales en el San Sebastián del s. XIX.
Su padre era ingeniero de minas, y debido a su profesión tuvo que viajar bastante por España, motivo que facilitó en sus hijos la adquisición de una amplia visión y comprensión de la sociedad de su época. Este conocimiento adquirido en su infancia y juventud, y en sus viajes posteriores por España y Europa, lo iría reflejando Baroja en sus obras.

La ciencia de la época
Los jóvenes de la época de Pío Baroja sentían veneración hacia la Ciencia, porque veían en ella el remedio para paliar todas las desgracias humanas. Otros temas que les apasionaban eran la Religión y la Filosofía, todos ello en un ambiente romántico, por el grado de idealización al que elevan estos temas. Era un optimismo absurdo: todo lo español era lo mejor.
Estos jóvenes, al igual que el protagonista de la novela, sufren una desilusión al profundizar y ver el nivel que tenía la ciencia española de la época: profesores farsantes, médicos codiciosos, una sociedad donde triunfa el mundo de la apariencia:
-         “En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, otro metió un perro vagabundo… (1ª Parte. Cap. II)
-         “El libro de texto era un libro estúpido, hecho con recortes de obras francesas, escrito sin claridad y sin entusiasmo…” (1ª Parte. Cap. VII)
-         “¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez!”. (4ª Parte. Cap. III)
-         “Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y bastante de protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria” (7ª Parte. Cap. II)
Varios tertulianos opinaban que poco ha cambiado la enseñanza desde entonces: aparte de algunos ordenadores, seguimos sin saber idiomas ni enseñar idiomas, con profesores desmotivados, con programas y métodos anquilosados, forzando a impartir programas bilingües a quienes no están preparados…
También se dijo que, aunque la enseñanza universitaria estaba atrasada, había algunas figuras destacables a las cuales atacaba Baroja para justificar sus mediocres notas.

Itzea. Vera de Bidasoa. Navarra.
Las inquietudes de la época
Pío Baroja plantea en esta obra muchas inquietudes científicas y filosóficas de esos años, valiéndose sobre todo de las conversaciones de Andrés Hurtado y su tío, el Dr. Iturrioz.
-         La opinión de Iturrioz: “La vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas , microbios, animales.”  (2ª Parte. Cap. IX).
-         Y Dios seguramente añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia…” (Parte 4ª. Cap. III)
-         Iturrioz expresa: “El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante” (4ª Parte. Cap. I).
-         Y en ese mismo capítulo Andrés expone: “Yo busco una hipótesis racional de la formación del mundo…” ; “¿Y en dónde has ido a buscar es síntesis?”; “Pues en Kant y Schopenhauer sobre todo.”; “Mal camino, lee a los ingleses. La ciencia en ellos va envuelta en sentido práctico”.
-         “Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la Ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia.” (4ª parte. Cap. III).

El árbol de la ciencia
Es casi una autobiografía de la juventud del autor. La novela está dividida en cuatro etapas, que se corresponden con cuatro periodos de su vida: estudiante de la facultad de medicina, viaje a Valencia, etapa de médico rural, y vuelta a Madrid. Tiene claros pasajes autobiográficos: la muerte de su hermano Darío de tuberculosis en Valencia cuidado por su hermana Carmen tiene su reflejo en la novela en la muerte del hermano de Andrés Hurtado, a pesar de los cuidados de su hermana Margarita; algunos episodios reales de la vida barojiana de médico en Cestona (la punción abdominal, o la bella Dorotea) se desarrollan en la estancia del protagonista en Alcolea.
Al igual que al protagonista de “El árbol de la ciencia” a Baroja no le cautivó la práctica de la medicina: “Le preocupaban más las ideas y sentimientos de los enfermos que los síntomas de las enfermedades” (2ª Parte. Cap. XI).
El personaje de Lulú va evolucionando: de ser una mujer insignificante al principio de su aparición, acaba como una mujer inteligente, sensible, y de belleza física que le ha ido transformando el amor y la felicidad. En ese momento Andrés y Lulú han alcanzado la plenitud, el recorrido de estos personajes ha quedado cerrado, y llega el drama de la vida: su muerte. Aparte de los personajes principales (Andrés, Aracil, Montaner, su tío Iturrioz, Lulú…) pululan por la novela un enjambre de personajes secundarios, que son descritos de forma magistral en unas líneas. La famosa técnica del “iceberg” tan comentada en nuestro foro.
Hubo un pequeño debate sobre si el protagonista tiene claro su objetivo, ¿qué busca?  Para algunos critica la enseñanza y la sociedad de su época con afán de mejora. Para otros está perdido y va dando tumbos.
A menudo se ha reprochado a Baroja su descuido en la forma de escribir. Eso se debe a su tendencia antirretórica, pues rechazaba los largos y ampulosos párrafos de los narradores del Realismo.


Las inquietudes de Baroja
El escepticismo barojiano, su idea de un mundo que carece de sentido, su falta de fe en el ser humano le llevan a rechazar cualquier posible solución vital, ya sea religiosa, política o filosófica y, por otro lado, le conducen a un marcado individualismo pesimista.
Baroja fue crítico con todos los aspectos de la sociedad que le rodeaba. La mayoría de sus personajes son seres inadaptados, que se oponen al ambiente y la sociedad en la que viven, pero que acaban frustrados, vencidos y destruidos, en ocasiones físicamente, en muchas otras moralmente, y, en consecuencia, condenados a someterse al sistema que han rechazado.
Junto a Maeztu y Azorín formó “el Grupo de los Tres” (noventayochista), cuyo Manifiesto publicaron en su revista “Juventud”: En este manifiesto se dice textualmente que se debe «aplicar los conocimientos de la ciencia en general en todas las llagas sociales». Según los Tres esas llagas eran: pobreza rural, hambre, alcoholismo y prostitución. Y las necesidades prioritarias: educación obligatoria, caja de crédito agrícola y legalización del divorcio.
Baroja fue un gran observador de la vida pública española del s. XIX, y un cronista en vivo de la época que le tocó vivir. Su principal aporte a la literatura, como él mismo confiesa es la observación y valoración objetiva, documental y psicológica de la realidad que le rodeó.
Una anécdota aportada en la tertulia contaba que Baroja fue muchas veces candidato a Premio Nobel sin conseguirlo, y que Hemingway al recibirlo dijo “que más que él se lo merecía Baroja”, pero se lo quedó. Un consuelo: su ataúd fue portado por dos premios Nobel, Hemingway y Cela.
Para acabar, un detalle: ¿cuál era el segundo apellido de Pío Baroja?

Autor: Efrén Arroyo

jueves, 12 de mayo de 2011

El gran Gatsby. Tertulia

El conjunto de la obra de Francis Scott Fitzgerald no es más que un pálido reflejo, un tímido acercamiento a lo que fue su vida. No tuvo suerte (o no supo tenerla) en prácticamente nada. Nació en Saint Paul (Minnesota) en 1896 y murió en Hollywood en 1940. Es decir, se extinguió a esa edad en que la mayoría de los grandes escritores comienzan a madurar. Su empeño por participar en la Primera Guerra Mundial se vio reiteradamente frustrado y, aunque finalmente fue llamado a filas, nunca salió de los campos de instrucción de los Estados Unidos, lo que generó en él un inconfesable complejo (y, cómo no, las burlas de Hemingway). Contrajo matrimonio con Zelda Sayre, típica rica sureña que, al principio (cuando él era pobre), lo rechazó y que sentía unos devastadores celos motivados por el talento de su marido, ya que ella también presumía (no se sabe bien por qué) de ser escritora. Por si esto fuera poco, la aristocrática dama del sur era esquizofrénica y alcohólica (si bien esto último gracias, en gran medida, al propio Scott). Su historial de ingresos psiquiátricos marcó inevitablemente el devenir de la pareja y configuró el final de Zelda como ni el más truculento guionista de Hollywood hubiera podido imaginar: murió abrasada en el incendio del sanatorio psiquiátrico donde estaba ingresada. A todo esto hay que añadir que las infidelidades entre ambos parece que eran el pan nuestro de cada día. Incluso, Zelda llegó a sospechar que Scott mantenía una relación sentimental… ¡con Hemingway! Este cóctel de complejos, celos, infidelidades, enfermedad mental y alcoholismo determinó que, aunque el escritor conociera pronto el éxito, la fama y la riqueza, su vida fuera un lento pero imparable descenso hacia los infiernos de la ruina, la degradación y, finalmente, la soledad y el olvido.

Fitzgerald fue encuadrado en la llamada Lost Generation (Generación Perdida), junto a Hemingway, Dos Passos, Thomas Wolfe, e. e. cummings y Hart Crane. Como recordó algún tertuliano, a veces también se incluye a Faulkner dentro del grupo, si bien no parece guardar demasiadas afinidades ni literarias ni existenciales con los demás.  Entre sus principales obras cabe destacar: A este lado del Paraíso (1920), su primera y exitosa novela; Hermosos y Malditos (1922); Suave es la noche (1934); El último magnate (1941), novela inconclusa, así como numerosos relatos cortos, recogidos, entre otros, en los títulos Flappers y filósofos; Cuentos de la edad del Jazz; Todos los hombres tristes y Toque de diana.   Y, por supuesto, la que para muchos es su obra maestra y para algunos una de las mejores novelas de la literatura norteamericana de todos los tiempos: El gran Gatsby (1925).

El argumento de la novela es, en apariencia, bastante simple: Jay Gatsby, joven de procedencia humilde, conoce a Daisy, una chica de la alta sociedad, y se enamoran. La guerra los separa y Daisy decide no esperar: entre la aventura del amor romántico, con sus riesgos e incomodidades,  o  su conocido y amable mundo de lujo y esplendor opta por este último, encarnado en el matrimonio con el inmensamente rico Tom Buchanan. Por su parte, Gatsby, obsesionado por el amor de Daisy, logra reunir una gran fortuna (por medios algo más que dudosos) y se lanza a la reconquista de aquella, tratando de deslumbrarla con su recientemente adquirida opulencia. Cuando parece que lo va a conseguir, una jugarreta del destino modificará el curso de los acontecimientos, derribando de manera violenta el castillo de naipes creado por Gatsby.

La obra admite diversos niveles de lectura y en la tertulia nos permitimos poner de manifiesto los múltiples y aparentemente heterogéneos perfiles que ofrece. Para unos es una historia de amor. Para otros,  una reflexión sobre el idealismo. Es también una brillante crónica de la era del Jazz. Es una crítica social, una acerada diatriba contra la frívola y amoral aristocracia del dinero.  Es una tragedia con celos, traiciones y violencia . Es la epopeya de una generación desencantada. Es igualmente un retrato del propio Fitzgerald. Es una premonición: el catastrófico final de casi todos los personajes parece estar presagiando el hundimiento de los felices 20. Hay quien piensa que es (¿por qué no?) un cuento de hadas. Pero eso sí, un cuento de hadas amargo y despiadado, donde las ranas son ranas y no hay varita mágica que las convierta en príncipes.  Y así podríamos seguir hasta cansarnos. Ahora bien,  ninguno de estos aspectos debería tener entidad suficiente para justificar la inmortalidad alcanzada por la novela. Ha de haber algo más: algo que, siendo la suma de todo lo expuesto, integre una categoría autónoma,  superior y distinta que otorgue a El Gran Gatsby esa singularidad de la que gozan las obras que perduran. Cuál sea ese factor de excepcionalidad es algo que no resulta fácil de determinar. En cualquier caso, el simple hecho de la presencia de una figura literaria tan deslumbrante como la de Gatsby y la recreación de un escenario igual de fascinante para las andanzas de esa criatura, es ya motivo más que suficiente para comprender  por qué esta breve novela, y no otras, ha salido vencedora y fortalecida de su enfrentamiento con el transcurso del tiempo.

Aun cuando hay autores que consideran a Nick Carraway el auténtico protagonista del relato, parece fuera de toda duda, y en este punto todos los contertulios estuvimos de acuerdo,  que la historia gira en torno al complejo, poliédrico e inolvidable personaje de Jay Gatsby sin desconocer, naturalmente,  el papel fundamental de Nick que, como narrador que es, define el punto de vista desde el que vamos a conocer los acontecimientos. De la misma forma, trascendentales son los personajes de  Daisy y Tom Buchanan que encarnan ese mundo próspero y despreocupado en que se desarrolla la acción. Pero, sea como fuere,  el alma de la novela es Gatsby. Jay Gatsby es un idealista. No importa que sea un tramposo o, incluso, un gangster. Su esencia, el rasgo que lo define y lo identifica, es el idealismo. No acepta la realidad: esa realidad gris, triste y fea. Por eso, decide modificarla. Y, como descubre Vargas Llosa,  lo hace al estilo de los grandes personajes literarios (Don Quijote, por ejemplo): sustituye la vida de verdad por la vida de ficción. Si a Don Quijote le sorbieron los sesos los Libros de Caballerías, Gatsby pierde el juicio por Daisy. Si Don Alonso Quijada o Quesada, cambió su prosaico nombre por el más aventurero de Don Quijote,  James Gatz hace lo propio, repudiando esa identidad con resabio a pobreza e inmigración y adoptando la de Jay Gatsby, con un inconfundible aroma a juventud, dinero y poder. Tanto el uno como el otro cabalgan por la vida a lomos de una utopía. Y ambos pagan con la muerte  el precio de su locura. De este modo, nuestro protagonista se reinventa a sí mismo y transforma todo lo que le rodea con la pretensión de alcanzar su ideal. Y crea un personaje que, según los parámetros de la sociedad en que se va a mover,  se aproxima bastante a la perfección. Así, dice Nick Carraway que Gatsby  “surgió de la idea platónica que se hacía de si mismo”. Cree posible una relación sensible y apasionada en un mundo de brillantes, fastos, fortunas incalculables, frivolidad sin límite y ausencia de valores morales. Y cree también que la única forma de conseguirla es entrando a formar parte de ese mundo y sometiéndolo desde arriba. Es decir, si lo que impide a un muchacho pobre conseguir a una chica rica es el dinero, se trata simplemente de tener más dinero que nadie.  Por eso, sus fiestas son las más ostentosas; su casa la más grande; sus coches los más elegantes; su ropa  la más cara. Pero, a diferencia de la gente que pulula por la novela, Gatsby no siente el más mínimo apego por todos esos bienes materiales, cuya única finalidad es la de estar al servicio de su quimera.  Sin embargo, la realidad, tozuda y prosaica, le atropella sin compasión: no sólo destruye sus sueños sino que, además, se cobra su vida. El ideal sucumbe una vez más ante la objetiva frialdad de los hechos: Daisy, que fuera de la imaginación de su amante no es más que una flapper voluble y superficial,  es incapaz de estar a la altura del amor que Gatsby le propone y el espejismo queda en evidencia (las ranas son ranas).  A pesar de todo, como le recuerda en alguna ocasión Nick, Gatsby es mejor que los demás. Y es mejor por que es el único que cree en la integridad como pauta de comportamiento; es el único capaz de tratar de cambiar el mundo con sus deseos, frente a todos esos hombres y mujeres convencionales que, ricos o no, se limitan a dejarse llevar por la corriente de la existencia que les ha correspondido en suerte, despreciando íntimamente a Gatsby porque saben que no es uno de los suyos (y por eso mismo le olvidan en el instante mismo en que deja de servirles). Es el único que despliega una actitud moral frente a la ausencia de valores que caracteriza a cuantos le rodean. Es el único que cree en la posibilidad del amor en una sociedad que solo cree en el dinero. Y esa capacidad de fantasía, esa aptitud para la ilusión,  patética en parte pero sublime en todo caso, hace pensar que tal vez, a fin de cuentas, Gatsby no fue derrotado; y no lo fue porque se mantuvo fiel a su código ético y supo asumir un final coherente, distinguido y honesto para una vida que, aun siendo una ficción dentro de la ficción, encierra verdades eternas.  

Autor: Javier Rojo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El difunto Matías Pascal. Tertulia

Luigi Pirandello nace en Agrigento en la isla italiana de Sicilia en 1867 y muere en la capital de Roma en 1936, dos años después de recibir el Premio Nobel de Literatura. Escribió teatro, novela y una buena cantidad de relatos cortos, por cierto magníficamente editados en traducción de José Ramón Monreal por la editorial El Acantilado, bajo el título “La tragedia de un personaje”. En 1904 publica “El difunto Matías Pascal” en un momento bastante difícil de su vida, su esposa María Antonietta Portulano padecía una grave enfermedad nerviosa y los negocios familiares habían sufrido un serio revés económico. Tenía por tanto Pirandello buenas razones para que por su cabeza pasara el acaecer de la muerte y el suicidio. La novela se convirtió rápidamente en un gran éxito. Pero también fue objeto de críticas consistentes en la poca verosimilitud de los acontecimientos narrados y de los personajes, los cuales parecen comportarse como meros títeres en manos de un destino impregnado de una contingencia manipulada.

Se nos presenta en la novela una vida, la de Matías Pascal, ciertamente anodina en la que los acontecimientos van acorralando al personaje hasta convertirlo en un triste bibliotecario sin otra compañía que las ratas y sin más aspiración que la obtención de un par de buenos gatos. Como consecuencia de uno de esos enredos tan típicamente pirandellianos, nuestro protagonista acaba por contraer matrimonio con Romilda que poco a poco se convierte en una pesadilla. Es aquí donde la suerte, el azar o los hados, intervienen por primera vez. Matías harto de su vida, marcha a Montecarlo en donde la ruleta del casino le favorece una y otra vez hasta ganar una suma considerable de liras. Se dispone a regresar a casa, y mientras piensa en convertirse en molinero para poder vivir en el regazo de la tierra, lee en el periódico su propia muerte: un cadáver aparecido en el río ha sido identificado por su mujer y su suegra como Matías Pascal. Aunque su primera reacción es la rebelión, “una intolerable e insidiosa mistificación”, enseguida se da cuenta de la oportunidad que se le ofrece, la de sobrevivirse a sí mismo, la de volver a empezar una vida completamente nueva y ¡claro!, libre, sin las ataduras del pasado.Así, sobre este salto inesperado en la narración, Pirandello construirá tres personajes que son uno mismo y diferentes.

En realidad ninguno de los tres personajes que crea Pirandello convenció a los tertulianos, pero es indudable que los tres poseen un enorme atractivo.

El primer Matías Pascal es un hombre que pasa por la vida como el río donde más tarde aparece el cadáver cuya identidad se le atribuye, este difunto anónimo es todo un reflejo del destino que le esperaba al primer Matías Pascal; sin embargo bajo esa inanidad que preside esta parte de la historia, hay un flujo creativo que cabe identificar con la biblioteca de la iglesia secular, una iglesia donde no se celebra, nadie sabe porqué y donde poco a poco Matías levanta un refugio que le sirve de consuelo. No en vano cuando vuelve a Miragno es su compañero Eligio Pellegrinotto quien primero lo reconoce.

Es, sin lugar a duda, Adriano Meis el más atractivo de los tres. Asistimos a la construcción de una nueva identidad, ciertamente lastrada por un pasado que es necesario olvidar, e incluso si se quiere izado sobre la mentira, pero, en todo caso, un hombre que se esfuerza en conocerse a sí mismo, presupuesto de la libertad que se quiere alcanzar. A raíz de mi suicidio en La Cabaña, yo no había visto delante de mí más que a la vida, se dice a sí mismo Matías, o, si se quiere, Matías se lo dice a Adriano; lo que es tanto como afirmar  el olvido de la muerte, o mejor que como ya estaba muerto quedaba por disfrutar la otra vida, aquella que está al otro lado de la muerte, confundiendo así realidad y más allá. Y con esa esperanza Adriano-Matías se lanza a recorre durante todo un año Italia, Austria y Alemania, hasta que de pronto se da cuenta un día de niebla, de mala meteorología, que está sólo y se acerca hasta un vendedor de cerillas al que pide precio por su perrillo. El coletazo de su libertad, que necesita estar sola para sentirse auténtica, espanta este indicio de ternura tan extraño a su nuevo espíritu. Pese a todo echa de menos un hogar, quizás sea por el invierno y la navidad, algo que no puede tener, tal vez por ello le resulté más atractiva su falta, porque sólo con las maletas en la mano puede ser libre, esa es la condena que recibe quien “es un extranjero en la vida”. La ausencia de esas señas de identidad le genera a Matías-Adriano una primera crisis de identtidad, frente a la que se defiende: “¡Bueno! Pues de ese modo estoy más suelto. ¿Qué no tengo amigos? Nadie me impide echármelos…”. Y de repente, un amigo. Tito Lenzi, corto de estatura, usa tarjeta de presentación, sabe latín y cita a Ciceron: Mea mihi conscientia pluris est quam hominum sermo. Y como todos los amigos es un preguntón.  Pero Adriano-Matías se da cuenta de que no puede aspirar a tener nunca un amigo porque para él la mentira es una necesidad y no cabe unir confianza con falsedad. Se lamenta Adriano-Matías de no poder tener ni casa ni amigos y será ese deseo insatisfecho lo que le lleve a Roma, a la pensión de la calle Rippeta. Allí surgirá el amor, y el talento de Pirandello desarrollará uno de sus típicos enredos ente el vodevil y el sainete que desembocará en la muerte de Adriano.

Si finalmente Matías Pascal acaba por darle muerte a Adriano Meis se plantearon dos alternativas: la búsqueda de la verdadera identidad, el deseo de despojarse de la máscara (tema muy pirandelliano) o bien, la cobardía ante el compromiso, o dicho en otros términos, una nueva huida. En todo caso cabe preguntarse ¿Por qué regresa Matías Pascal? ¿Hacen mal los muertos en volver? Es este un argumento que ya trató Balzac en su novela “El coronel Chabert” y sobre el cual construye su narrativa la muy reciente “Los enamoramientos” de Javier Marías, lo que cuando menos pone de manifiesto la dilatada trayectoria de un recurso narrativo tan intenso como universal (la obra de Balzac data de 1832 y la Marías del 2011). No, por supuesto que no hacen bien los muertos regresando, porque cuando lo hacen acaban convirtiendose en muertos vencidos por esa enfermedad de la realidad que infecta a los vivos. No hay escapatoria: los muertos que vuelven llegan a una realidad que se ha construido sin tenerlos en cuenta. Eso es lo que le sucede a Matías Pascal que acaba bendiciendo la unión conyugal posterior de su esposa y plegándose a la contundencia de los hechos. No le queda más que volver a su refugio-biblioteca y da la impresión que la única venganza que se toma  es la de burlarse de los hombres que con tanto anhelo se aferran a la vida. La furia de los muertos se desvanece al contacto con la realidad, algo así le ocurre al difunto Matías Pascal.

Ni que decir tiene que todo ese argumento lo desarrolla Pirandello cuajándolo de situaciones y actitudes cargadas de ironía, sacarmo y un sentido del humor que alguno de los tertulianos le pareció el único recurso posible para mostrar la contigencia humana: la última capa de pintura sobre la pared lisa de la incertidumbre.
Valgan unos cuantos ejemplos.
El señor Paleari, el teósofo, que le larga a nuestro Meis la teoría del pianista, diciéndole que el cerebro es el piano y el alma el pianista y no hay uno sin lo otro. A continuación le indica que lo malo que tiene la ciencia es que no ve más allá de la vida, lo que equivale a una respuesta incompleta porque no podemos atinar con el sentido de la vida si de algún modo no nos explicamos también la muerte. Y en realidad, ¡qué magnífica compañía es esa para Adriano Meis!, pues cuanto más alejada de la realidad sea la conversación de Paleari, menos necesidad tendrá Meis de mentir.
La maravillosa, espléndida, comparación que hace Luigi Pirandello de Roma, primero con una pila de agua bendita y luego con un cenicero.
El propósito de Adriano-Matías de mantenerse al pairo en las relaciones humanas, porque no debía acercarse demasiado a la vida ajena, sino, más bien, rehuir toda intimidad y contentarse con vivir en el margen, pero no al margen.
Tengo para mí que Matías Pascal vuelve a su pueblo sólo para poder visitar en vida, que no es poca cosa, su propia tumba y poder presentarse a los demás como el difunto Matías Pascal.

Como siempre un auténtico placer contar con vuestra compañía y opiniones. Gracias.