jueves, 19 de abril de 2012

La plenitud de la señorita Brodie.



La escuela se llama Marcia Blaine, Escocia, las bicicletas hacen las veces de barrera y hay una extraordinaria severidad sobre el adecuado uso del sombrero. Es el grupo de la señorita Brodie, muy bien instruido en materias (talladas a su imagen y semejanza), tales como buchmanismo (iluminismo supongo), hamamelis (homeopatía), menstruaciones… Las adolescentes se refugian bajo el olmo donde la señorita Brodie imparte fingidas clases de historia, debido a la proximidad, quizás excesiva, de los muchachos. Aprovechemos el tiempo para echarles un vistazo:
  • Mónica Douglas es una matemática irascible, llega el sombrero de forma grotesca.
  • Rose Stanley, rubia, sensual (lo de aura sexual suena a escabeche en lata) y discreta con el panamá.
  • Eunice Gardiner, pequeña, pero dotada de admirable vigor gimnástico, elegante nadadora, llega el sombrero como un vaquero cansado.
  • Sandy Stranger, en este caso el vaquero cansado monta a caballo y el sombrero adquiere otra prestancia. Ojos pequeños, recita poemas con peculiaridad en las vocales. Años después se convertirá en sor Helena de la Transfiguración y triunfará escribiendo ensayos psicológicos.
  • Jenny Gray, clases de declamación, futura actriz, la más guapa y elegante, amiga de Sandy. Utiliza hábilmente el sombrero para mostrar lo que oculta. Acabará por convertirse en una famosa actriz.
  • Mary Macgregor, bulto silencioso e inútil sobre el que todo el mundo podía descargar su mal humor.


La señorita Brodie no es como el resto de los profesores. Es peculiar. Conserva aún la capacidad de aprender y el anhelo de transmitir el proceso mismo del aprendizaje. Así su admiración por las tropas de Mussolini, lo es en la medida en que este es considerado como un profesor de gimnasia, no como un dictador. No es el aspecto público de las cosas, sino el proceso de selección de los individuos, lo que la señorita Brodie trata de poner de manifiesto. El grupo de los elegidos no es la finalidad, sino el medio para bucear en la diferenciación individual. Sandy es la elegida. Sandy tiene impulsos propios, aquellos que le mueven a contravenir las reglas del grupo, pero el miedo y la admiración hacia la señorita Brodie son más fuertes. No es casualidad que Sandy esté leyendo la novela Secuestrado de Stevenson y que su interlocutor sea Alan Breck, el amigo del protagonista, un proscrito y desertor. Sandy ahondará en la tiranía del líder y sacará sus propias conclusiones.

Las vacaciones de verano de 1931 marcan el primer aniversario de la plenitud de la señorita Brodie. Aquel año las niñas del grupo tienen entre once y doce años y lo sexual será el centro de su curiosidad. Eso lo sabe la señorita Brodie y comienza su primera clase resumiendo sus vacaciones: Italia y Londres, Giovanni Cimabue y Boticelli, el Papa y Mussolini, un vestido negro largo y otro de seda estampado y… la señorita Mackay, la directora. De pronto la señorita Brodie vestida con un traje marrón e imitando el saludo de los gladiadores sobre la arena del coliseo, descubre que alguien ha abierto la ventana, que la ha abierto demasiado, eso quiere decir que está abierta más de veinte centímetros, lo cual es una vulgaridad, y como tal algo imperdonable. Fin de la clase.

Hay desde luego escenas magníficamente hilvanadas, como aquella en la que la narradora pasa de la contemplación de los cisnes en los que se inspiraba la Pavlova al lecho de muerte de la señorita Brodie donde lamenta la decisión de Sandy de profesar y se pegunta si acaso ella había sido quien le había traicionado. El canto del cisne. O cuando las niñas deducen que la señorita Brodie está tratando de contar su nueva historia de amor a través de la antigua, momento en el que queda al descubierto el componente de ficción sobre el que la vida elabora su propia riqueza. La metáfora de las niñas escondiendo la carta redactada en el interior de un cueva, posee evidente rasgos de la infancia que concluye con un acto de confesión y de abandono, el olvido que exige la vida que continúa. Pero enseguida estamos ya en secundaria, donde las profesoras no parecen prestan atención a la personalidad de nadie y se centran exclusivamente en su especialidad.


Teddy Lloyd, el pintor, el profesor de dibujo, el frustrado amor de la señorita Brodie, luego amante de Sandy…, pone en el rostro de cada una de las niñas aquella parte que su peculiar naturaleza ha absorbido de la propia señorita Brodie. Y si es en Rose donde con mayor evidencia queda reflejada la imagen de la señorita Brodie, la explicación no ha de buscarse sino en la propia individualidad de los protagonistas: Rose es un buen modelo para el talento de Lloyd. Y nadie puede poner en duda que aquello que se expresa en los cuadros de Teddy Lloyd es algo compartido, la obra conjunta de una plenitud, la de la señorita Brodie y de una habilidad, la de Teddy Lloyd.

La novela posee innegables virtudes. Las anticipaciones temporales que revelan con mucho oportunismo el destino que les espera a las muchachas, lo que contribuye eficazmente a redondear el personaje. El punto de vista que adopta el narrador para contarnos la historia, a saber el de una de las adolescentes, Sandy, es sin lugar a dudas el más apropiado, pues, en definitiva, estamos ante una novela de iniciación en su más estricto sentido de aprendizaje de los personajes, en las que la evolución de estos lo es todo. Pero es, tal vez, ese tono en el que la ironía recubre el fruto del ideal, donde radica la originalidad y destreza de la escritora. Naturalmente que me estoy refiriendo a la plenitud de la señorita Brodie. Esta se entrega en alma, pero también en cuerpo, a la tarea de convertir a su grupo de alumnas en la crème de la créme y para ello no duda en buscar modelos a seguir, viaja, experimenta y prepara caminos y encuentros. Su espíritu es ingenuo y al mismo tiempo hipócrita, pero también tiene dentro de sí la semilla de la libertad y esa es precisamente su grandeza. La traición de Sandy resulta desde este punto de vista perfectamente comprensible, es la acción de la araña que tras la fecundación se come a quien la hizo posible. Pero la semilla ya estaba en su interior y, ciertamente dio un fruto que a primera vista puede parecer extraño: convertirse en monja, que, al fin y al cabo, no es sino otra forma de profesar la plenitud.

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