miércoles, 31 de octubre de 2012

Epístolas morales a Lucilio (1) Séneca.



Unas breves notas antes de abordar el comentario de cada una de las epístolas.
La fecha de su redacción se sitúa entre el verano del año 62 y los últimos meses del 64, la etapa en la que Nerón inició su rivalidad con el Senado y ordenó múltiples ejecuciones.
Es una afirmación bastante común en los tratados, que Séneca dice siempre lo mismo usando palabras distintas, creo que Ismael Roca (véase su magnífica introducción a las epístolas en la edición de Gredos), lleva mucha razón cuando indica que el estilo un tanto entrecortado de Séneca, construido a base de máximas, busca una cuidadosa matización de sus ideas y exige del lector una atenta lectura. Esta es una idea fundamental para cogerle el gusto a Séneca: leer muy despacio, pararse al acabar cada párrafo y retornar al principio con asiduidad. Es decir, nada que ver con la forma actual de leer. Es curioso que Séneca nos permita descubrir lo placentero que puede resultar un rincón tranquilo y apartado, donde no haya más objetos que una silla y este libro cuya lectura ahora comentamos.
Como quiera que Séneca cita muy frecuentemente a Epicuro, puede ser de utilidad un pequeño esquema de la relación entre el epicureismo y el estoicismo. Nuevamente, el esquema se ha tomado de la introducción de Ismael Roca:

Lo que Séneca comparte con Epicuro:
a.- El aprecio por la pobreza.
b.- El retiro e independencia del sabio.
c.- La búsqueda de un modelo ideal.
d.- El imitar o secundar la naturaleza y limitar los deseos.
e.- Aprender a morir.

Lo que Séneca añade a Epicuro:
a.- Que la pobreza ha de ser voluntaria, fruto de una elección no de una necesidad.
b.- La muerte como tránsito.
c.- El retiro espiritual estoico vigoriza el espíritu.
d.- La búsqueda de la felicidad en la virtud y no en el placer.

Un último apunte. La crítica moderna considera falsa con seguridad la presunta correspondencia entre Séneca y Pablo de Tarso, e improbable la conversión de Séneca al cristianismo. Pero, en cualquier caso, es cierto que nuestro filósofo fue la mente pagana que más se acercó al mensaje evangélico.

Puede ser buena idea que leamos una epístola diaria y que las agrupemos por semanas. 


Primera.-
Que mejor modo de comenzar que hablando del tiempo, pues todo “es ajeno a nosotros, tan sólo el tiempo es nuestro”.

Segunda.-
La inquietud por cambiar de lugar el cuerpo, hace enfermiza al alma. Así ocurre también a los que no seleccionan en sus lecturas a los grandes escritores y se pierden por tratar de manejar “todos al vuelo y con precipitación”. Séneca elige una máxima de Epicuro, pero no sin antes advertir que su elección corresponde a la costumbre de pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como explorador. La cita de Séneca no es exacta, advierte Roca, y dice: “Cosa honesta es la pobreza llevada con alegría”. Honestidad, pobreza y alegría. Deja para el final una de esas frases que Séneca escribe como si fuera una ola rompiendo a la orilla del mar. Ahí va: “Primero tener lo necesario, luego lo suficiente.” La virtud está por allí en medio, que cada uno inicie su propia búsqueda.

Tercera.-   
Rechaza Séneca el amigo a medias que parece presentarle Lucilio como enviado de una misiva. Y aprovecha esta circunstancia para recordar a Teofrasto (un discípulo de Aristóteles), quien amonestaba a los que juzgan después de haberse encariñado. Séneca insiste en juzgar antes de amistar, pero no después. Esta es la idea central de la amistad para el de Córdoba.

Cuarta.-
Séneca instruye a Lucilio sobre la conveniencia de liberarse del temor a la muerte y del no menor de la pobreza. En ambos casos la vida tranquila y el espíritu sereno deben ser nuestros aliados. “La mayoría fluctúa miserablemente entre el miedo a la muerte y las penas de la vida, y no quiere vivir, pero no sabe morir” Esa contradicción que se encierra en ni vivir ni morir, es similar al hecho de que tanta muerte den los poderosos como los siervos. “Lo superfluo nos hace sudar”, basta la conformidad con lo necesario para que el temor de la pobreza quede espantado.

Quinta.-
Comienza con una exhortación a la perseverancia, al esfuerzo por alcanzar la sabiduría y mejorar el alma. ¡Qué lejos aquellos tiempos de los actuales! Discreción y filosofía son hermanas que han de caminar juntas. A un lugar situado en la lejanía se dirigen el deseo y el temor, aunque en este caso no caminan juntos: delante va la esperanza, detrás el miedo. Deliciosa carta.

Sexta.-
“Sin compañía no es grata la posesión de bien alguno”. Y la sabiduría no es una excepción. La separación de su amigo Lucilio, obliga a Séneca a enviarle sus propios libros anotados, pero le indica de la conveniencia de su presencia física “porque el camino es largo a través de los preceptos, breve y eficaz a través de los ejemplos”.

Séptima.-
Rehuir la multitud es la primera obligación de quien aspira a la sabiduría. Todos los comentaristas han destacado, con Scarpat a la cabeza, que la carta está redactada pensando en Nerón y sus excesos. “Dad gracias a los dioses inmortales de que el hombre a quien tratáis de enseñar la crueldad no pueda aprenderla.” El vulgo es tal, que se impone: o lo imitas o lo odias. Séneca aconseja a Lucilio que no haga ni una cosa ni la otra, es preferible “recógete en tu interior cuanto te sea posible”.

miércoles, 17 de octubre de 2012

El alienista. Joaquín María Machado de Assis.

Simão Bacamarte, hijo de nobles, es un científico, doctor en medicina,  que construye en Itaguaí su universo. Allí se entrega al estudio de la ciencia, a cuyos criterios consagra todo, hasta la elección de esposa: buena salud y postergable belleza. La elegida es doña Evarista da Costa y Mascareñas de veinticinco años y viuda, ya, de un juez de fora. Pero la dama negó el fruto de los hijos y Simão Bacamarte se afana en su trabajo. Nace así una idea: la de reunir en una casa común a todos los locos de Itaguaí y sus contornos. Casa Verde: casa de orates.

Falcao era un loco que se creía estrella y preguntaba por el sol para saber si debía retirarse o permanecer con las piernas y los brazos separados. Más profunda es la locura de García que guarda silencio por temor a que una sola palabra suya baste para desprender todas las estrellas del cielo. Simão Bacamarte a todos los investiga, apenas si le da de sí el día para tanto trabajo, ¡tanto por saber de cada loco! El ambiente de laboratorio amustió a doña Evarista. Río de Janeiro parecía el mejor tonificante. Ya sin mujer en casa, Simão Bacamarte alumbró un gran pensamiento. Quizás fue el vicario Lopes quien mejor lo sintétizo: el alienista quería transponer la valla de la locura y la razón, es decir situarla un poco más cerca de la realidad. El primero que ingresó en la Casa Verde fue Costa, uno de los ciudadanos más estimados de Itaguaí, afectado de una extraña forma de prodigalidad que se alimentaba de desagradecimiento. La ciencia era la ciencia y el alienista no podía dejar en la calle a un perfecto mentecato. Una prima quiso interceder por el pobre Costa, pero al hacerlo arguyó el poder de una maldición que ponía en duda que la “la ciencia era la ciencia”. Ella fue la primera víctima de la herejía científica, que paga con el encierro la disidencia. La gente inventó mil historias para justificar el proceder del alienista, pero tras el ingreso de un alabardero rico que se hacía contemplar por las tardes asomándose al balcón de su suntuosa mansión, alguien exclamó: “La Casa Verde es una cárcel privada.” Cuando regresó doña Evarista, el alienista henchido de diagnósticos, extendió los brazos para que ella consumiera los dos minutos de desmayo. Doña Evarista era la esperanza de la población y el pueblo entero se volcó en su recibimiento, incurriendo en excesos. La consecuencia fue un nuevo ingreso en la Casa Verde: Martim Brito, “un caso de lesión cerebral; fenómeno no muy grave, pero digno de estudio…” A estas alturas ya “no se sabía quien estaba sano ni quién estaba loco.” Y “el terror crecía [y] se avecinaba la rebelión”.

Aunque al principio no es sino “un torbellino de átomos dispersos”, la revuelta toma los altos vuelos de una “nueva Bastilla” a cuyo frente se pondrá un barbero, Porfirio Caetano das Neves. La revuelta de los Canjicas triunfa y el barbero cambia la navaja por la espada de “Protector” de la villa. Sorprendentemente el nuevo gobierno barberil contemporiza con el alienista, la ciencia intimida, y en cinco días, cincuenta aclamadores del nuevo gobierno son encerrados en la Casa Verde. Otro barbero derroca al pusilánime Porfirio, antes de que fuerzas mandadas por el virrey, repusieran el orden. El barbero Porfirio y cincuenta mentecatos más le son entregados al alienista. Y el alcalde y la propia doña Evarista, las últimas víctimas de la codicia cientificista de  Simão Bacamarte. A estas alturas, los cuatro quintos de los habitantes de Itaguaí residen ya en la Casa Verde.

Es entonces cuando la población entera, la de dentro y la de fuera, se ve sorprendida por la decisión del alienista: devolver la libertad a todos los alienados y pedir, a cambio, el ingreso de la quinta parte que había dado muestras de un “cerebro bien organizado”. El ayuntamiento accede a la petición del nuevo Hipócrates, incluyendo una cláusula de inmunidad para los concejales, solo uno de ellos, por lo atinado de sus reparos, fue recluido en la Casa Verde. Allí los nuevos internos son cuidadosamente clasificados atendiendo a la virtud que los hace equilibristas razonables y se instaura una terapia que neutralice la descollante cualidad. A los modestos, se les aplica remedios de profunda significación: para unos es suficiente la matraca, otros no ceden hasta admirar la placa de oro que adorna su sombrero. En poco menos de año y medio, el alienista logra la ruptura del equilibrio de todos los internos. Así las cosas no quedaba más loco que el propio Simão Bacamarte, quien en un acto de auténtica entereza científica, decide recluirse en la Casa Verde para su estudio: era un caso excepcional pues reunían en una sola persona teoría y práctica.

La parodia está escrita en 1882 y por tanto es anterior al descubrimiento freudiano de que los hombres no son dueños de sí mismos. Simão Bacamarte es un nuevo Quijote de la ciencia que se echa a los caminos de la cordura para remediar la mentecatez de sus vecinos y acabará muriendo solo y loco. El reverso del héroe cervantino esgrime las modernas armas de la ciencia y como aquel, pretende restituir al mundo la cordura, o por mejor decir, sacar a los habitantes de Itaguaí de su pacífica locura. Curas, barberos y cronistas no aparecen en la obra de Machado por casualidad. Son una exacta referencia al quehacer cervantino. Pero la locura de Simão Bacamarte es la locura de la frustración, de aquella frustración que sale de comprobar la absoluta imposibilidad por restablecer el equilibrio mental de los mentecatos y la aparente facilidad con la que la virtud retrocede. Generalizar la neurosis parece la única posibilidad al alcance del hombre moderno. La feroz crítica se acompaña con un tono descaradamente irónico y una prosa que fluye como río donde han de acontecer las batallas humanas venideras. 

jueves, 4 de octubre de 2012

Juegos de la edad tardía. Luis Landero.


Gregorio Olías, el nombre y el inicio nos traen a la memoria La metamorfosis de Kafka, se despierta de un sueño absurdo, mezcla de imágenes circundante y vivencias interiores, para caer en la realidad, en una vida de cuarenta y seis años que le corre “como una araña por la piel”. El recurso de echar la vista atrás para saber cómo hemos llegado a esto se hace irresistible. Casi siempre funciona.

Gregorio es un oficinista que se atisba de un gris subido, habitante de una pensión galdosiana y aspirante a colgar puentes en la selva amazónica. Conoce a Angelina con quien inicia una relación sentimental y de cuya mano se sirve el narrador para remontarse aún más atrás. A los nueve o diez años Gregorio, huérfano, llega a la ciudad al encuentro de su único pariente vivo, su tío Félix Olías, propietario de quiosco bajo acacia, que decide convertir a su sobrino en un gran hombre. Para ello cuenta con un diccionario, un atlas y una enciclopedia que un oscuro personaje pone a su disposición. Pero la obsesión del aprendizaje no es sino una sublimación freudiana, túneles que el inconsciente escarba en la conciencia para expiar la culpa. Poco a poco Félix se retira a su interior y acaba por enloquecer. Gregorio, entre la infancia y la adolescencia,  palpa el hierro caliente de la soledad y se aferra a la melodía de una habanera que gira sobre sí misma, como la noche buscando el día.

Gregorio ha de hacerse cargo del quiosco y por allí desfilan las aspiraciones de un tipo duro, Elicio Renón, dispuesto a todo con tal de ascender en la vida, la última barrita de regaliz y la novela de amor de Alicia, cuya aparición eliminará la neutralidad de las cosas, y su marcha, liberará el recuerdo de un abuelo “afanoso”. El amor, el recuerdo infantil, el pasado y la soledad son veredas muy transitadas por la poesía. Y Gregorio se pregunta si acaso las aves migratorias sabrían si las rosas había ya florecido en Corfú. Gregorio se hace poeta. “Era elegante ser poeta…, pero de poeta se folla poco y no se sale de pobre.” De esta forma completa su comentario Elicio cuando Gregorio le confiesa su nuevo afán. Pero es el propio Elicio quien bautiza al poeta: Augusto Faroni, poco antes de comprarse una moto y llevarse a Alicia en el asiento de atrás. Gregorio se despide de su tío Félix, que al final había encontrado, en posar de muerto, un quehacer idóneo para su ambición, y del quiosco, y con un traje nuevo de franela y unos zapatos de charol, entra de botones en la misma empresa en la que su tío había servido de conserje durante largos años.


Desaparecidos los testigos de su vida anterior, Gregorio saltó de la lírica a la ciencia, entreteniéndose mientras llegaba el momento de ir hasta el Amazonas, añadió cinco años de películas que le dieron un aire impenetrable y le permitieron conservar “su antiguo relumbre de poeta”. Se inventó una novia y un gato y ensayaba con una navaja multiusos por puro gusto. Gregorio se iba convirtiendo en un hombre vulgar que entretenía sus frustraciones con sueños escritos en el dorso de las entradas de cine que guarda en el interior de los libros. Fue entonces cuando conoció a Angelina. Ante ella y su madre se presentó Gregorio con el marchamo de ingeniero en ciernes y recibó el ofrecimiento de un reloj estropeado, un pasado esplendoroso dormido entre reliquias y “una bandeja de pastelería que ofrecía a la madre con media reverencia”. Los versos acabaron en el interior de una caja de zapatos que se perdió en el fondo de un armario. Oscuro sobre oscuro. La dicha no aparece sino cuando la memoria se retira.

La firma “Productos R. y Belson, vinos y aceitunas”, carga con los treinta y dos años de Gregorio y su corta experiencia. El ambiente es, de nuevo, kafkiano. Son nueve empleados, pero Gregorio durante catorce años no conoció a ninguno de sus compañeros. Cada mañana Gregorio se encontraba el trabajo que debía  realizar encima de la mesa y después veía salir, a eso de las siete, a las personas que trabajaban en el sótano. El teléfono tardó seis años en sonar. Ocho más transcurrieron hasta que Gregorio volvió a ver al hombre con el que se entrevistó el primer día, el hombre de negro que hacía muchas preguntas y hablaba con latinismos. Gil, el viajante de la firma comercial R. y Belson, es quien comienza a telefonear regularmente para hacer los pedidos y quejarse de sus miserias de comerciales.

Gregorio se lleva a su mujer y a su suegra a la verbena para que el fantasma de Faroni reaparezca. Este hombre que no sirve ni para tener hijos, que ha hecho del matrimonio una prolongación del noviazgo y que entretiene su vida rastreando los silencios de un comercial feriante, vuelve sobre sus pasos. Comenzó por robarle los suspiros a su suegra y permitió que Gil sacara el hurgón todos los lunes y jueves desde el otro extremo del teléfono. Pequeñas exigencias: un cuento, una invención, la crónica de lo que el progreso había construido en la ciudad durante su ausencia… En este forcejeo Puro forcejeo rupturista, donde Gregorio expone para ponerse de manifiesto, reinventándose a sí mismo. Ingeniero, poeta, artista de café…, y veinte años más joven. ¿Quién, sino Faroni, podía ser?  Pero es que ambos lo necesitan para salir del aislamiento en el que la vida los ha sumergido. Es todo un acierto que la impostura sólo lo sea a medias, el antifaz desnuda la idea, y Faroni se muestra tan real como la socrática necesidad  de Gil exige. El autor se sirve del teléfono para enmascarar la trama, un invento que el progreso ha puesto ya en manos de todo el mundo (son los años sesenta de la centuria pasada). Este progreso, al que constantemente se refiere Gil y del cual Gregorio le transmite una versión idealizada y hasta absurda en mucha ocasiones, sirve como valor de cambio con el profundizar en la transformación interna de los personajes, para los cuales crecer es crear.


Faroni anda suelto, dicen que lo han visto atravesar las columnas del Café de los Ensayistas agradeciendo los aplausos y exponiendo los renovadores pensamientos de un químico del páramo llamado Gil Gil Gil. Sí, tres veces Gil, pues su padre quiso reducirlo a la unidad, como un dios. Las páginas en las que Gil relata su vida probablemente sean de las más conmovedoras de la novela. Y no tanto por la historia en sí, como por el hecho de que cada vez que termina de relatar un episodio se pregunte, sin solución de continuidad, si acaso esa hubiera sido la mejor forma de comenzar a contar la historia de su vida, de una vida lastrada por la inseguridad que le ha conducido al abatimiento metafísico. A partir de este punto y una vez que Gregorio recibe el regalo que, como muestra de agradecimiento, le remite Gil (miel y membrillo, regalo de provincias), comienza aquel a descubrir la completa indefensión de la posición en la que se encuentra: en puridad no hay argumentos suficientes ni para reprocharse su conducta, ni para justificarla. Porque si “descontadas las apariencias, yo soy Faroni”, la mentira es un “señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco” que busca siempre una víctima propiciatoria: “¿No fue usted, desgraciado, quien removió mi vida con preguntas inoportunas y tramposas?”, crisol en el que forjar el ardor del abandono y, claro está, también el de la creatividad. Y es que nada hay más creativo que la mentira, la farsa, la impostura: la vida imaginaria que Gregorio tenía la necesidad de inventar. Tras el desmesurado del relato fantástico de Gregorio, haya, quizás, un último intento de retornar a la realidad, pero ya era demasiado tarde: había dado a Gil una justificación para soportar su propio exilio, le había hecho confidente de un hombre que era todo lo que Gil había querido ser. Y no era, no eran, ninguno de los dos eran, otra cosa que mera cáscara de nuez, “nueces en primavera”, la habanera. La crisis en la que se sumerge Gregorio a la vista del cadáver de su propia adolescencia, es una crisis de identidad que le conduce a plantearse el suicidio como única vía de escape. Sí, el suicidio era una buena solución, así Gregorio convertía en héroe a Faroni y evitaba tener que rendir cuentas ante Gil. Pero llegó la navidad y en la nochevieja Gregorio bailó, bebió, se emborrachó y acabó por confesarle a todo el mundo que su verdadero nombre era Faroni. Y transitó por la locura del aislamiento, arrastró fuera de sí la corporeidad de Faroni, atribuyéndosela a un maniquí de escaparate y tras revelarse el delirio como una garantía de conquista, desnudó al maniquí y se vistió él. Angelina, la esposa, asintió a la petición de Gregorio de arreglar el disfraz de Faroni, sabe que su marido es poeta porque tiene una caja de zapatos llena de poesías. Es la imagen del más puro estoicismo femenino, alguien que sabe que los hijos también mueren y que los locos hacen sufrir. El poeta-sonajero llamado Faroni ha conquistado el suficiente poder como para forzar a Gregorio a escribir y, en la certeza de que el único error “consistía en no haberlo hecho” antes, comienza por dictar el resumen de las obras que aunque estando por escribir se han perdido Cuatro meses le bastan a Gregorio para escribirle a Faroni el resumen, al parecer ilustrado, de sus obras completas y una carta que es remitida a un diario, alertando al mundo sobre el escandaloso olvido en el que se haya inmerso el maestro Faroni. Ya nada puede detener a Gregorio/Faroni: Gil servirá de instrumento para dar a conocer a Faroni en la tertulia y en clave cervantina pasará a redactarse un prólogo para su libro de poemas, al que añade el nombre de Ernest Hemingway. Gregorio Olías, biógrafo de Faroni.


¡Gil regresa a la ciudad! El poeta-sonajero escapa raudo de su guarida y se refugia en una pensión para “caballeros honrados y estables”, tiene un plan y necesita un par de meses. El poeta-sonajero, antes Faroni y aún antes Gregorio, se presenta como viajante de aceitunas y vinos, es decir como Gil. Inmediatamente después escribe a su mujer, Angelina, contándole una sarta de mentiras y cuyo único propósito es ganar tiempo. En un bar aparece un tal Requejo y le dispara al poeta-sonajero su desventura de testa coronada. Por su parte Gil se subroga en el puesto de trabajo del poeta-sonajero que a estas alturas es poeta-náufrago, pues se ha convertido en un mendigo que come latas de anchoas en bancos de glorietas y su propia mujer se ha negado a que retorne  a casa. Gregorio está acorralado por sus propias mentiras. Si “Gil no se quiere ir y Angelina no le deja entrar”, Gregorio tiene motivos para sentirse víctima de ambos. La aparición, nuevamente en escena, del tal Requejo le ofrece una salida inesperada: bastará con la invención de ser “testa coronada” para recabar su apoyo. Requejo se hace pasar por policía e intimida a Gil para que abandone la ciudad. Pero la garrapata-Gil no se marcha y el poeta-naúfrago acaba de aprendiz en una tienda de ultramarinos. Llega la carta de despido (de R. y Belson) y Angelina se cuadra: o se entrega y regresa a casa con el perdón firmado por la policía o adiós. Gregorio, Angelina no puede dirigirse a otro, comprende que está perdiendo la batalla, que la mentira se ha  vuelto contra él como si fuera una espada. Y entonces…, entonces Gil-Dacio decide acceder a la machacona exigencia de Faroni de que se vaya. Gregorio-sonajero asiste al sepelio de Faroni y tiene la gran idea de esconderse en la trastienda de un negocio que ha decidido montar con el producto de la venta del piso familiar. Pero tan pronto como en su imaginación se ve sentado justo a la estufa y el gato en la trastienda, resucita Faroni. Resulta complejo señalar la posición del embrollo cuando tiene lugar el trágico incidente en la pensión. Probablemente en ese punto donde Faroni es motor inmóvil. El caso es que Gregorio mientras huye de la pensión porque no tiene dinero, golpea con una palmatoria la cabeza de Paquita y a su espalda escucha el grito: “¡Al asesino!”. Y después de todo, si Faroni había muerto, ¿qué pintaba en el mundo Gregorio el asesino? Nada. El camino del suicidio se vuelve a abrir como la senda más natural para salir del embrollo. Tan seguro está de que no lo consumará que decide antes despedirse de Angelina. Y dispuesto a huir con dos tubos de pastillas en el bolsillo…, aparece en escena Isaías, un vecino, que nos revela que se miente para tener razón.


La mentira como respuesta. Hagamos una teoría que nos caliente en la vejez.
Uno quemaba y otro venía corriendo a apagar el fuego. Y como al pirómano le gusta contemplar las llamas y no tolera que se las apaguen, lo mejor es que arda en el infierno. Allí reposará Faroni, que aquí Gregorio Olías y Gil, biógrafo y prosélito de Faroni respectivamente, están en disposición de escabechar unas perdices abatidas en surco propio. ¡Buen provecho¡