jueves, 29 de noviembre de 2012

Epístolas morales a Lucilio (2). Séneca.




Octava.-
No es la indolencia lo que le lleva a Séneca a aconsejar separarse de los hombres, sino el cuidado del alma, pues “nada, excepto el alma, es digno de admiración, para la cual, si es grande, nada hay que sea grande.” Séneca se siente más útil en su retiro, ocupándose de las enseñanzas que han de preparar el futuro de los hombres, que en medio del senado o prestando su sello para legitimar un testamento.


Nona.-
Séneca nos habla de la interpretación que la escuela de la Estoa debe dar a la afirmación de que el sabio se basta a sí mismo. Igual que su sabiduría le lleva a no desear los miembros que le faltan (por amputación o pérdida), pero prefiere que no le falten; así este mismo sabio se basta a sí mismo, no porque desee estar sin amigo, sino porque puede estarlo. A pesar de todo, el sabio anhela tener un amigo “para tener por quién poder morir, para tener a quién acompañar al destierro, oponiéndome a su muerte y sacrificándome por él.”  “Sólo al sabio complacen sus bienes”, porque el necio no sabe usarlos y aún teniéndolos carece de ellos. El sabio sabe que todos sus bienes “están conmigo” y ha preparado su espíritu para “no considerar como un bien nada que se nos pueda arrebatar.” Una preciosa carta.


Décima.-
Insiste Séneca en lo acertado de huir de la multitud. “No encuentro a nadie con quien preferiría que estuvieras antes que contigo”, le manifiesta a Lucilio. La soledad aprovecha a quienes buscan la sabiduría y traiciona a los necios. Cuida de que nada te deprima y renueva tus votos a los dioses. Aquí Séneca se detiene para hablar de la plegaria a los dioses y condensa su pensamiento en una bella máxima: “Vive de tal suerte con los hombres como si Dios te contemplara, habla de tal suerte con Dios cual si los hombres te escuchasen.”

Undécima.-
No puede la sabiduría más que atemperar aquellas cualidades que dependen de la naturaleza. En todo caso elegir a alguien como modelo ayuda a corregir defectos y evitar vicios.


Duodécima.-
Séneca ha cumplido sesenta y dos años, una edad avanzada para aquella época. El estado de la quinta que posee en las afueras de Roma, le muestra, como un espejo, su propio reflejo. Comenta a Lucilio las ventajas de la vejez y ante la interpelación de la muerte afirma que “nadie hay tan anciano como para no aguardar razonablemente un día más”.


Decimotercia.-
Alaba Séneca a Lucilio que ha dado muestras de entereza: “ya te lisonjeabas bastante ante la fortuna”. Como buen estoico Séneca no se atemoriza ante la muerte, conoce su difícil situación en los círculos del emperador con Tigelino conspirando en su contra y sabe de la debilidad de Nerón. “Son más, Lucilio, las cosas que nos atemorizan que las que nos atormentan, y sufrimos más a menudo por lo que imaginamos que por lo que sucede en la realidad.” Conviene examinar si las “cosas tienen peso por sí mismas o a causa de nuestra debilidad.”  ¡Cuánto debía de saber Séneca del mal que ronda! Y pese a ello dice: “Aun cuando alguno tenga que venir, ¿de qué sirve adelantarse al propio dolor? Con suficiente prontitud te dolerás, cuando llegue; mientras tanto augúrate una suerte mejor.” Y para el peor de los casos cuando el miedo esté justificado, entonces es cuando hay que acudir al vigor del alma que sabe moderar el miedo con la esperanza. Impresionante epístola a la vista de la cierta situación de peligro en la que se encontraba Séneca.


Decimocuarta.-
“De esta manera debemos comportarnos: no como si tuviéramos que vivir para el cuerpo, sino como quienes no pueden hacerlo sin el cuerpo.” Un simple ejemplo de la actualidad del pensamiento de Séneca. Pero los hay también de la profundidad de su sabiduría. De los tres temores que puede sufrir el hombre, a saber, la enfermedad, la escasez y la violencia del más poderoso, es este último es el más temible, porque nos somete con “su sola exhibición y dispositivo”.  Por eso el sabio no debe provocar la cólera de los poderosos y esquivar “el poder político que podría perjudicarle, evitando ante todo el parecer rehuirlo”. La fina observación de Séneca es encomiable, pues inmediatamente aclara que “uno condena aquello que rehúye”, y a buen seguro que acaba por trasmitírselo al rehuido.
Más difícil parece protegerse del vulgo. El consejo es absoluto: “que tu vida represente el mínimo botín posible.” Porque “son más numerosos los que echan cuentas que los que odian.” Para lo demás, y la envidia es motivo de clara preocupación para Séneca, “acojámonos a la venerable y sagrada filosofía” que “no menos perjudica ser despreciados que ser admirados”.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Adiós a Berlin. Christopher Isherwood.



Christopher Isherwood nacido en 1904 en el norte de Inglaterra, cerca de Manchester, adquirió en 1946 la nacionalidad estadounidense y murió en enero de 1986 en su casa de Santa Mónica, California. Hijo de familia acomodada, pero distante, muy pronto construyó un mundo imaginario en unión de amigos como el novelista Edward Upward. En 1930 viajó a Berlín donde trabajó dando clase de inglés. Aspectos como la homosexualidad y el comunismo están presentes en sus trabajos literarios. En 1938 viajó a China con su amigo, el poeta W.H. Auden y posteriormente emigraron juntos a Estados Unidos. A partir de ese momento Isherwood profesó el hinduismo, llevando a cabo una nueva traducción al inglés del Bhagavad Gita.


Diario berlinés (Otoño 1930)
Eso que siempre hay. Aquello que logra desnudar el sentimiento que un día dejamos prendido de la percha de un probador. Estoy hablando de lo perturbador que resulta que a uno le recuerden que está en una “ciudad extraña, lejos de casa, solo”. Herr Issyhvoo, un inglés triste, vive en la casa de huéspedes de Fräudelin Schroeder, un viejo piso berlinés, donde ahora su dueña vacía orinales en lugar de tazas de té. El cuarto de Herr Issyhvoo conserva en la alfombra y en el papel pintado el recuerdo de otros moradores, cuyas historias desgrana Fräudelin Schroeder con detenida cadencia. Ella habla del pasado. Él enferma de futuro. Ella todas las mañanas echa las cartas con Fräulelin Mayr. Él necesita un sombrero para salir a la calle con dignidad. Fräudelin Mayr es de Baviera, artista de variedades y nazi convencida. Odia a la vecina de abajo, una tal Frau Glanterneck, judía de Galitzia. Herr Issyhvoo da clases de inglés a Hippi Bernstein. La familia es rica y parece judía. A veces Herr Issyhvoo recibe una moneda de oro de cinco marcos, no un billete, no, sino una moneda de oro. Parece significativa esa unión del oro y los judíos.

Sally Bowles.
Chris, Fritz y Sally. Fritz se porta como un héroe y le presta diez marcos a Sally. Pero a Chris (Issyhvoo) el café puro de Fritz le sienta como si fuera veneno. Sally canta en el Lady Windermere, aunque tiene una voz baja y bronca y un aspecto extraño, la indiferencia de su sonrisa le da un aire que resulta impresionante. Es Liza Minneli en Cabaret. A Chris no le gustó. Sally come criadillas (huevos crudos con salsa inglesa), tiene diecinueve años, las manos de una vieja y las uñas pintadas de verde. Sally ya sabe que “los hombres de este país…, todos, quieren llevarte a la cama por un caja de bombones” y que el dinero hace que mires a la gente de otra manera. Esta enamorada de Klaus Linke, el pianista que acompaña las canciones de Sally en el Lady Windermere. Pero él se va a Londres y le envía una carta de ruptura. Chris la consuela y entretiene. Juntos sueñan: ella, actriz; él, escritor. Conocen a Clive un tipo “que se bebía media botella de whisky antes del desayuno”, alguien que siempre se estaba preguntando si entraba o salía de los sitios. Era rico e inconsecuente. En unas pocas semanas, voló; y Chris y Sally discutieron sobre la huida de Clive: Sally dice que los hombres no le duran y Chris que está equivocada que él es el ejemplo. Clive les deja trescientos marcos que servirán para pagar la clínica donde Sally va a abortar. Es hijo de Klaus, pero Chris hará de padre de un niño que no va a nacer. Sally y Chris se separan sin haber llegado nunca realmente a estar juntos. Quedan un par de postales en seis años. Y en medio la historia de un timador que resultó ser un loco tranquilo.

En la isla de Ruegen.-
Fue durante la época nazi cuando se inició la construcción del puente que une la isla al continente. “El Báltico tibio y poco profundo”, en la isla de Ruegen. Allí está Chris, de nuevo en una pensión. Hay un chico alemán que usa extensores y un inglés de marcadas venas en las sienes: Otto y Peter. La historia de Peter, tan anodina como una discusión en el interior de un pajar. Otto es capaz de sacar el acoso de la mirada de Peter y aunque nada tenga que ver con el universo del inconsciente, Otto es el nuevo analista del maníaco-depresivo Peter. La playa está llena de “verdaderos tipos nórdicos”, de sillas con gallardetes. Peter se siente un poco fuera de lugar, “una de mis abuelas era medio española”. La llegada de un cirujano nazi (del tipo que conoce la maldad humana por el estado de las amígdalas), precipita las rencillas entre Peter y Otto que concluye en riña de la que Chris es mero espectador: “Era divertido y a la vez desagradable, porque la ira les afeaba las caras…” Las escaramuzas entre Peter y Otto proliferan. Chris hace compañía a Peter de la misma forma que si fuera una luz encendida.

Los Nowak.-
Herr Christoph acude a visitar a Otto en Berlín, en la Hallesches Tor. Otto le convence para que viva con su familia y Christoph se convierte en huésped de los Nowak. A este inglés lo que le gusta es husmear en las pensiones. Los Nowak son cinco. Además de Otto, está Lothar, el hijo mayor, que trabaja en un garaje, estudia para ingeniero y simpatiza con los nazis. Frau Nowak añora los tiempos del Kaiser. Grete la hija menor colecciona cromos de flores. Otto aboga por la revolución comunista, parece que secundado por su padre, Herr Nowak. A los dos les gusta contar historias. La casa la visitan un inspector y una enfermera que reprochan a Frau Nowak las condiciones de habitabilidad de la buhardilla y el hacinamiento. También acude un sastre judío que vende ropa a plazos. Frau Nowak confían en que Hitler le ajuste las cuentas al judío trapero, pero sin meterse con ellos (un sentimiento que debía de estar muy extendido en la época). Había allí un estrépito de selva y los domingos eran los días más largos.  Frau Nowak acaba por ingresar en un sanatorio y Herr Christoph toma distancia de su experimento abandonando la casa que queda en manos de Herr Nowak y la niña Grete. Otto y Christoph acuden al sanatorio a visitar a Frau Nowak. Es un lugar donde las mujeres, violentadas por los hombres y la sociedad, descansan. Las mujeres enardecidas por la visita de los hombres, embotan los sentidos de Christoph.

Los Landauer.-
Los nazis persiguen judíos en las noches del otoño de 1930 en Berlín. Christoph recuerda que posee una carta de recomendación para la familia judía de los Landauer. Natalia Landauer tiene dieciocho años y habla como un cotorra, una sabelotodo que quiere ajustarle las tuercas a la vida. Bernhard es el primo de Natalia y vive en un piso protegido por cinco puertas y cubierto de estatuas griegas, indochinas y un buda a los pies de la cama. A Christoph le parece un hombre fatigado, quizás cansado de la vida. En la oficina Bernhard es una luz azul: el mejor modo de ocultarse. La mezcla de sangres de la que es portador Bernhard le aconseja la disciplina como única salida. La pureza que proporciona los siglos en libertad de Gran Bretaña, predisponen a Christop a los experimentos: Sally versus Natalia. Bernhard y Christop: el sentimentalismo judío que da la espalda al mundo y la flema inglesa que no puede reprimir su hostilidad hacia cualquier manifestación de debilidad. Hasta cierto punto es la misma canción, como en el final de Los maestros cantores, Die Meistersinger, la ópera wagneriana. Ahora sabemos que la relación de Christop con los Landauer se remonta a la época en la que vivía en la pensión de Fräudelin Schroeder y que se mantuvo con altibajos en el período Nowak. Un poco después de mayo de 1933 Bernhard muere de un infarto al corazón que le causa una bala seguramente fabricada en Alemania.

Diario berlinés (Invierno 1932-1933).-
Fräudelin Schroeder odia el frío y en infierno se pega a la estufa de azulejos. Un carnicero que se permite el lujo de humillar a una señora. La inmensa credulidad de la gente estúpida. Un comunista que aspira a cambiar el color de la estrella de navidad al año que viene, un nazi borracho que pide sangre y otro que agita la hucha recaudadora antes de dejarla caer sobre las cabezas. El berlinés comienza a acomodarse a los nazis como un “animal que pelecha en invierno” y el inglés piensa en el gran parecido que la cúpula de la estación de Nollendorfplatz, tiene con una tetera. Hitler gobierna y Christop se marcha.


jueves, 8 de noviembre de 2012

Don Juan Tenorio. José Zorrilla.

PRIMERA PARTE.-
ACTO PRIMERO.-
Hostería de Cristófano Butarelli. Sevilla. Don Juan escribe una carta, a una mujer será. Buttarelli y Cuitti, el criado de don Juan, hablan de dinero. Los primeros versos: “¡Cuán gritan esos malditos!...”, se han hecho famosos por mucho que a Pérez de Ayala de parecieran de muy dudoso gusto estético.  Estamos a martes, de carnaval por más señas, aunque inmediatamente Ciutti hable de agosto, provocando así una evidente dislocación temporal que en el último acto llega a su cénit. Muy mentiroso parece el criado Ciutti que afirma no conocer el nombre de su amo y ser el padre a quien escribe.
Don Juan pregunta por don Luis Mejía. No es un día cualquiera, es “el fin del plazo”. Butarelli parece solazarse con la inminente reunión. Llega don Gonzalo y pregunta al tabernero por la cita, tiene en interés en asistir a la entrevista. Butarelli le señala la mesa donde les servirá la cena y le indica a don Gonzalo “esotra… [desde donde ver la] escena”, pero don Gonzalo quiere mirar sin ser visto. A falta de aposento (contiguo), antifaz al momento. Don Gonzalo murmura y Butarelli trajina. Se “cierra el plazo”. Aparece otro embozado, don Diego, que también se sienta a esperar la aparición de Tenorio. Ambos, don Gonzalo y don Diego, son guardadores de altos linajes. Llegan más: el capitán Centellas, un tal Avellaneda y otros dos caballeros; en este caso nada tienen que ocultar pues ni se embozan ni usan antifaz; vienen al amor de la apuesta que se dice cruzada entre Mejía y Tenorio. Apuestan encomiando empresas, fortunas y amistades. Comparecen por fin los esperados.
Todos arriman sillas, don Diego y don Gonzalo quedan retirados. ¿Por quién estarán allí, por don Luis o por don Juan? La apuesta versaba sobre “quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna”. Don Juan se definirá como “gallardo y calavera” y relata sus aventuras de espadas y haldas por Nápoles y Roma. Flandes y París para don Luis. Guarismos pide don Juan, y cuentan conquistas y muertos. La victoria exalta a don Juan que arriesga el resto: la conquista será esta vez doña Ana de Pantoja, prometida de don Luis, y el muerto uno u otro. Inmediatamente conocemos la identidad de los dos enmascarados que han presenciado la escena: don Gonzalo es el padre de doña Inés, prometida de don Juan,  y don Diego no es sino el padre del mismo Tenorio. Ambos repudian el comportamiento de yerno e hijo. Repudio por repudio y siga la fiesta que siendo tan alta la nueva apuesta, todo vale. Presos son don Juan y don Luis. Es evidente, y así lo ha puesto de manifiesto la crítica, la simetría que Zorrilla establece entre don Juan y don Luis, da la impresión de que Tenorio necesita de un doble como única posibilidad que tiene a su alcance para trascenderse.

ACTO SEGUNDO.-
Don Luis, libertado por las influencias de un primo, sale en libertad y acude presuroso a guardar la casa de doña Ana de Pantoja. Allí encuentra a Pascual, criado de confianza de la familia Pantoja, con quien sostiene un enjundioso diálogo. Merece la pena detenerse en dos puntos que, muy posiblemente, guardan conexión. Aparece la alusión al ingrediente satánico de la figura donjuanesca con una adjetivación ciertamente ambigua: “Mas lleve ese hombre [Tenorio] consigo/algún diablo familiar” (versos 906 y 907). Y, en segundo lugar, la desesperada situación en la que queda don Luis que se ve forzado a deshonrarse para defender su honor, pues no ve otra salida para proteger a doña Ana que pasar la noche dentro de su casa: “Que de esta casa, Pascual,/quede yo esta noche dentro/Mirad que así de doña Ana/tenéis el honor vendido” (versos 966 a 969). La misoginia es la levadura de tan ardiente masa: “Mas yo fío en las mujeres/mucho menos que en don Juan” (versos 986 y 987). El monólogo de don Juan después de haber neutralizado, de forma muy poco caballeresca, la presencia de don Luis en la ventana de doña Ana, es prelación de intereses o deseos donde la fama va antes que la dama. Llega Brígida, en celestina dación de cuenta, poniendo a don Juan “el alma ardiente”, fuego que “me quema el corazón” y reta a continuación a Satanás (“¡al mismo infierno bajara,/y a estocadas la arrancara/de los brazos de Satán!” Versos 1315 a 1317): es el principio del fin. Pero todavía no, que el tiempo en manos de Tenorio da mucho de sí: “A las nueve en el convento/a las diez en esta calle”. ¿Cómo diablos supo don Juan que don Luis y doña Ana para las diez habían fijado su encuentro?

ACTO TERCERO.-
Tampoco sabemos cómo, pero la abadesa ya conoce la decisión de don Gonzalo de la ruptura del compromiso matrimonial, y así se lo dice a doña Inés, la cual responde con un “no sé qué tengo…” aún antes de leer la carta de don Juan, introducida por Brígida en el interior de su libro de oraciones. En la carta don Juan se confiesa enamorado de doña Inés a la que muy probablemente no ha visto nunca y comienza por invocar a “nuestros padres de consuno/nuestra bodas acordaron”. Conviene advertir que aquel compromiso que era cierto en el momento de escribir la carta, es la única verdad que contiene la misiva, el resto no son más que dulces palabras cuya finalidad es “enamorar de oídas”.
Pero nada más concluida la lectura de la carta, suenan las ánimas, e inmediatamente don Juan aparece como si se tratara de un fantasma, de un demonio, aunque “con llave”. La aparición precipita el desmayo que antecede al rapto. El comendador de la orden de Calatrava, que no es otro que don Gonzalo, llega tarde para proteger su honor y la clausura del convento.

ACTO CUARTO.-
“Desde un convento de monjas/a una quinta de don Juan”. Brígida inventa un incendio que doña Inés toma como real, sin captar el sentido figurado con el que la dueña se expresa. Viene a continuación la famosa escena del sofá, que arranca con la mentira de don Juan sobre el aviso que a don Gonzalo ha enviado y culmina con su transformación brusca: de burlador a enamorado. Don Juan se humaniza tras la apelación que doña Inés hace a la “hidalga compasión”. Sea así o no lo sea, parece todo un acierto la llamada de atención que la crítica actual hace a que en el Tenorio todo ocurre en un instante: los personajes son apariciones instantáneas y sus cambios también lo son. Llega don Luis a batirse y, al punto, don Gonzalo acompañado de gente armada. Don Juan logra aplazar el duelo y captar la atención de don Gonzalo al que recibe de rodillas. “¿Qué puede en tu lengua haber/que borre lo que tu mano/escribió en este papel?” (2451-2453), pregunta el comendador seguro de que nada puede cambiar los hechos. Pero Tenorio insiste y saca de su chistera de embaucador la flor de la virtud. Todos dudamos. Parece excesiva esa ofrenda de inocencia celestial de la que reviste a doña Inés: “que el cielo/nos la quiso conceder/para enderezar mis pasos.” Dudamos aún más. ¿Es este un Tenorio nuevo en el que la virtud ha sustituido al vicio, o es el mismísimo Satán quien se ha colado bajo su piel?, “os mofáis de mi virtud […] venza el infierno, pues” (2595, 2603). Don Gonzalo recibe un pistoletazo y don Luis una estocada.
“Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo.” (2623).

PARTE SEGUNDA.-
ESCENA PRIMERA.-
Don Juan regresa años después y encuentra “el palacio [de don Diego] hecho panteón”. La historia que le cuenta el escultor a don Juan no puede ser más triste. Muertos todos: don Gonzalo y don Luis por la mano de quien ahora regresa y las de su padre don Diego y su prometida doña Inés, por los disgustos de sus acciones. Pero don Juan parece el mismo que se fue y al escultor le exige la llave del panteón con graves apercibimientos: “Y si no me satisfaces,/compañía juro que haces/ a tus estatuas desde hoy” (2889-2691) El soliloquio de don Juan ha sido muy comentado por la crítica. Da la impresión de que es la hermosura de doña Inés la que le ha hecho regresar, “y hoy que en pos de su hermosura/vuelve el infeliz don Juan”. Pero al hacerlo recuerda la inocencia y la virtud que en ella amó, “por ti pensé en la virtud,/ adoré su excelsitud” (2955-2956). Y sin embargo, queda la esperanza, “mi esperanza se asegura,/que oigo una voz que murmura”: don Juan hablando con las estatuas. La de doña Inés se disuelve en el aire y le advierte a don Juan que su alma tiene su “purgatorio/en este mármol mortuorio” (2996). Lo sorprendente es que sea el mismo Dios quien ponga a don Juan ante su última aventura, en este caso de ultratumba: la suerte del alma de doña Inés depende de la de don Juan. Pero ni en esta ocasión le falta el descaro que a los muertos les dice: “No os podéis quejar de mí,/vosotros a quien maté;/si buena vida os quité,/buena sepultura os di” (2900-2903). Máximo cinismo, pues fue don Diego y don Juan quien así obró en la buena sepultura. Y a las sombras o espíritus, inmediatamente después de oír a doña Inés, les lanza fanfarrón: “¡Hasta los muertos así/dejan sus tumbas por mí¡” (3035-3036). Es de resaltar que en el monólogo que sigue a la aparición, don Juan pasa del descaro a la razón y de esta a la desazón hasta bordear la locura de desafiar a las sombras de las piedras. Pero la llegada del capitán Centellas hace a don Juan volver por sus fueros: “Si volvieran a salir/de las tumbas en que están/a las manos de don Juan/volverían a morir” (3157-3160). Siempre don Juan.

ACTO SEGUNDO.-
Cenan el capitán Centellas, Avellaneda, don Juan y…, el mismísimo comendador a cuyo espíritu don Juan invitó en el final del acto anterior. Se burlan de las galanterías que don Juan brinda al sitio vacío y que simulan estar ocupado por el comendador. A base de burlas y desafíos la estatua del comendador acaba por entrar en la estancia y poner a don Juan en antecedentes de que un día de vida sólo le aguarda. Poco plazo parece veinticuatro horas para alma cubierta de tantas culpas. El desatino, cruel destino, le lleva a don Juan a porfiar con el capitán Centellas y Avellaneda que durante la aparición han quedado privados de sentido. Se retan y marchan hacia el exterior.

ACTO TERCERO.-
Este último acto transcurre en un tiempo que parece confuso, entre el humano y el ultramundano. En una especie de antesala donde se decide el futuro de los que agonizan, cual es el caso de don Juan Tenorio. Y no es hasta el último instante cuando don Juan se decide por pedir piedad a Dios y abandonar la mano del Comendador por la de doña Inés. Pero no sin antes conocer todas y cada una de las cartas que sobre la mesa, o balanza, están repartidas. Si el Dios de la clemencia es el Dios de don Juan Tenorio, más merece aquel la alabanza por la paciencia que este por el jolgorio. No me fío de este Tenorio.