Dios, Moisés y el pueblo de
Israel. Tres fuerzas extraordinarias: el primero ha decidido cumplir la promesa
dada a los patriarcas, el segundo ha de servir de instrumento a la acción
divina y el tercero al salir de la esclavitud se hace responsable de su propia
libertad ante Dios y los hombres. Ningún texto en la historia humana posee
tanta universalidad como este.
Aquellos setenta y cinco
descendientes de Jacob que en unión de sus once hijos entraron en Egipto, José
ya estaba allí, se multiplicaron y la tierra se llenó de ellos. Y cuando subió
al trono un faraón que ya no conocía a José, desconfió de los hijos de Israel y
los esclavizó. Como pese al duro trabajo al que los hebreos eran sometidos
continuaban en aumento, se ordenó que los varones recién nacidos fueran
arrojados al río y solo a las hembras se las dejara con vida. Uno de estos
recién nacidos fue abandonado en el río sobre una cesta embreada, la cual fue a
parar a un juncal donde se bañaba la hija del faraón. Sabiendo que era un
hebreo abandonado se compadeció de él y lo dio a criar para ella a la madre del
niño. Cuando creció y la hija del faraón pudo disfrutar del niño le puso por
nombre: Moisés, diciendo: “Del agua lo he recogido”. El niño creció y hasta los
oídos del faraón llegó la noticia de la muerte de un egipcio a manos del hebreo
Moisés que ha de exilarse a la región de Madián para evitar el castigo. Allí
conoció a Sepfora con la que tuvo un hijo, Gersam. Un día en el monte Khoreb
(el monte Sinaí) Moisés observa una zarza o arbusto que arde sin consumirse y
se acerca para admirar el prodigio. Es Dios que se manifiesta bajo esta poética
forma. Moisés es el instrumento divino para liberar al pueblo hebreo de la
opresión egipcia. Pero Moisés pregunta a Dios una y otra vez, le pone mil y una
pegas, hasta de forma velada le pregunta: ¿Pero, bueno, tú quién eres? Y
entonces Dios da la famosa respuesta: “Yo soy el que soy”, el único, por tanto,
que tiene existencia por sí mismo. La igualdad antigua de un Dios que trata
primero de convencer y se enfada ante las reticencias continuas de un Moisés
pusilánime.
El faraón suprime la entrega de
la paja sin aminorar el número de ladrillos; esa es la respuesta a la demanda
de libertad: “Vayan ellos y cojan la paja”. Los hijos de Israel son ahora más
esclavos que antes porque han de procurarse la paja. Lleva razón Moisés: en
tales condiciones cómo van a escucharle. Tan importante es la genealogía que se
nos da cuenta de la procedencia de Moisés y su hermano Aarón: Leví, Kaath y
Amram serían respectivamente bisabuelo, abuelo y padre. Y el duro corazón del
faraón hizo que el Señor mandara las sucesivas plagas sobre el pueblo de
Egipto: la sangre, las ranas, los mosquitos (Casiodoro de Reina habla de piojos),
el tábano (“mosca de perro” aclara la Septuaginta), la mortandad del ganado, las
llagas, el granizo… ¿Hasta cuándo el faraón va a negarse a dejar que Dios lo
conmueva? ¿Por qué Dios no se decide a actuar directamente en el corazón del
faraón en lugar de obrar prodigios en el exterior? Hizo subir la langosta, la
octava plaga, para que devorara cuanto había dejado tras de sí el granizo y
después que descendiera la oscuridad durante tres días el faraón continuaba
negándose a dejar salir a los hebreos. La última de las plagas enlaza la
pascua, la fiesta de los ázimos y la muerte de los primogénitos, preludios de
la salida definitiva de la esclavitud. El Pésaj judío. “Guardaréis los días de
los ácimos, porque en aquel mismo días saqué vuestros ejércitos de la tierra de
Egipto; por tanto guardaréis este día por todas vuestras edades, por costumbre
perpetua. En el primero, a los catorce días del mes, a la tarde, comeréis los
panes sin levadura, hasta el veintiuno del mes, a la tarde”. (Versión de
Casiodoro de Reina).
Pero no bien los hebreos se
hubieron adentrado en el desierto (la enorme distancia entre la esclavitud y la
libertad exige de un aprendizaje), corrió el faraón en pos de ellos al mando de
seiscientos carros y frente al mar Rojo los encontró. Al ver al faraón, los
hijos de Israel dudaron: mejor esclavos en Egipto que muertos en el desierto.
Por mandato del Señor, Moisés separó las aguas, abrió el camino de la libertad
para los hebreos y cerró el féretro del faraón. Y Moisés arrojó un palo y el
agua amarga de Merra (Mará) en el desierto se endulzó. Pero como el pueblo
continuaba dirigiendo sus quejas contra Moisés y Aarón, el Señor envió el maná
y el precepto del descanso sabático. Al llegar a Rafidín, de nuevo la sed hizo
a los israelitas quejarse e injuriaron a Moisés que se preguntaba: “¿Qué voy a
hacer con este pueblo?”. El Señor le dijo que se pusiera delante del pueblo y con
el mismo cayado que Moisés apartó el mar, hizo brotar agua de la piedra. Puso
como nombre a aquel lugar Massah y Meribah, prueba e injuria. Allí, en Rafidín,
Amalek, que el Génesis presenta como hijo de Elifaz, esto es nieto de Esaú,
combate a los hijos de Israel y es derrotado por Iesoús (Josué). Moisés,
aconsejado por su suegro, elige hombres capaces que pone al frente de diez, de
cincuenta, de cien y de mil. Y estando en el Sinaí, Dios llamó a Moisés y este
subió al monte. El pueblo elegido, la nación santa, aceptó la alianza con Dios.
Tres días después Dios bajó del monte Sinaí y habló directamente al pueblo
mostrándole las leyes del Decálogo. Con sangre de novillos que Moisés asperjó
sobre el pueblo quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Regresó Moisés
al monte Sinaí a recoger las tablas de piedra y allí estuvo en lo alto cuarenta
días y cuarenta noches. Ordena el Señor a Moisés la construcción de un arca
para guardar el Decálogo con un propiciatorio adornado de querubines y a
continuación le da normas muy precisas para la construcción del santuario
(tienda del testimonio donde guardar las tablas de piedra escritas por el dedo
de Dios) y el altar. Los preceptos se extienden a las vestiduras de Aarón y sus
hijos que han de ejercer el sacerdocio para Dios. Y tan pormenorizadas fueron
las instrucciones del Señor que mucho fue el tiempo que Moisés tardó en volver
con su pueblo y se encontró con que este había fundido un becerro de oro y se
había postrado ante él. Hizo Moisés pedazos las tablas y redujo a polvo el
becerro. Después hizo que tres mil cayeran a mano de los levitas y volvió a
suplicar a Dios, quien lo escuchó y le mandó regresar al monte Sinaí con nuevas
tablas donde volver a imprimir el Decálogo. Tan pronto como Moisés descendió se
comenzaron los trabajos para la construcción de la tienda del testimonio, del
arca donde guardar las tablas, del altar, de las vestiduras, del candelabro,
las lámparas, la mesa de la presentación, de los pilares, cortinas, pieles y
aparejos. Y cuando el santuario estuvo terminado el espíritu de Dios descendió
sobre él y los israelitas avanzaban por el desierto siguiendo la nube divina.
Por la Pascua, los judíos aún hoy
recuerdan la necesidad de sentirse como recién salidos de la esclavitud
egipcia, porque solo así cabe preguntarse por la identidad de un pueblo elegido
que vagó durante cuarenta años por el desierto de la mano de un Dios que parecía
perdido.
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