Como muy acertadamente señala López Eire solo una mínima parte del canto XX habla de la teomaquia o batalla de dioses, pues la mayor parte hace referencia a las proezas de Aquiles. Su primer enfrentamiento es con Eneas, del cual Homero nos da una pormenorizada razón de su descendencia: Zeus, Dárdano, Erictonio. Tros, Asáraco, Capis y Anquises. Poseidón lo salva de una muerte segura, de la misma forma que Apolo hace lo propio con Héctor. Una violentísima furia ha sustituido a la cólera y Aquiles despedaza uno tras otro a los caudillos troyanos. En un intento de convertir el retraso en un arte, dilata Homero más de seiscientos versos el inevitable encuentro entre el Priámida y el Pelida. La espera se ameniza con un combate entre el río Escamandro y Aquiles, donde es este último quien se lleva la peor parte hasta el punto de tener que reclamar la intervención divina para no acabar muriendo en mitad del barro como un “niño porquerizo”.
A la muerte de Héctor le siguen unas muy singulares exequias por Patroclo, cuyo cadáver se ahoga en sangre antes de prender fuego a la pira funeraria. “Los blancos huesos del dulce amigo… en una urna de oro”. Juegos fúnebres que no sirven para que Aquiles olvide un dolor cada vez cercano de la locura. Doce días después de haber dado muerte a Héctor, aún su cadáver es arrastrado por el carro de su ejecutor y los dioses, sobrecogidos por tanta infamia, deciden ponerle fin. Hay una extraordinaria grandeza en Príamo que toma suplicante la mano del asesino de su hijo para obtener el rescate del cadáver. Pero es el llanto de Andrómaca, la esposa del héroe troyano, lo que mayor aflicción provoca. Su destino es tan negro como el de Troya.
Tal y como dice Caroline Alexander, La guerra que mató a Aquiles, los hombres y las mujeres de la Ilíada no cuentan más que con el débil recurso de rogar a los dioses y seguir en el campo de batalla, justamente allí donde la necesidad de no sentirse abandonado es mayor. Una y otra vez Homero golpea con el martillo de la muerte sobre el yunque del horror. Y es que el hombre homérico depende de las circunstancias tanto como el actual y para entender esto no hace falta recurrir a ninguna reconstrucción histórica de la ética.
Tras la cólera llega la culpa por la muerte de Patroclo y a esta le sucede la venganza. Solo la compasión de Aquiles por Príamo en el último canto parece redimirlo. ¿Qué es lo que quiere el hijo de Peleo? No es fácil aventurar una respuesta. ¿Justicia, gloria, vida? Es muy probable que se pueda hablar de un inmenso acto de rebeldía por la imposibilidad de escapar a su destino. Pero eso no es decir mucho. Es casi nada. Aquiles es, sin duda, un héroe, el mejor de los argivos, y es muy probable que su visión de la realidad sea distinta de la del resto de los mortales porque lo que de verdad define a un héroe es que tiene a los dioses de su parte y para conseguirlo igualar esta difícil ecuación debe buscar los términos entre las razones de lo imposible.
Para Hermann Fränkel la criatura homérica no tiene otro punto de referencia que la sociedad en la que se incrusta. Es un hombre velero, botado hacia el exterior, que apenas si reconoce una personalidad propia. Acepta esta tesis como punto de partida James M. Redfield, para desarrollar la idea de que Aquiles es un hombre de carencias, simple y esquemático, en el que las experiencias no dejan más poso que su corta historia. Héctor tiene planes de futuro. Aquiles se agota en su cólera.
Hay suficientes datos históricos y arqueológicos para afirmar que el ataque a Troya fue real. Quien tenga curiosidad por este tema puede comenzar por el texto de Carlos Moreu La guerra de Troya que no solo hace un magnífico recorrido por cuanto se sabe, sino que lleva a cabo una propuesta interesante acerca de la posibilidad de que la guerra de Troya esté vinculada a la invasión de los conocidos como Pueblos del Mar. El libro de Eric H. Cline, 1177 a.C. El año en que la civilización se derrumbó, es idóneo para seguir la pista a estos enigmáticos emigrantes. Simultanear ambas lecturas con el soberbio texto de Caroline Alexander antes citado, proporciona una comprensión global suficiente para emprender la lectura del libro del filólogo alemán Joachim Lacatz, Troya y Homero, que es un poco más exigente. Complementarios son los textos de Michael Wood, En busca de la guerra de Troya, el de James M. Redfield, La Ilíada: naturaleza y cultura y el Barry Strauss, La guerra de Troya.
Esa relación especial que une al lector con alguno de los libros a la que se refiere Antonio Muñoz Molina en su artículo en el Babelia del sábado, 6 de febrero de 2016, se comprende mal sin la inclusión de los textos de Homero.