“…los días felices… la
hora triste…”
El Ramalhete, en la Rua de Sao
Francisco de Paula, es el nombre con el que era conocida la casa que en el
otoño de 1875 ocupan los Maia. Muchos años llevaba la casa deshabitada, cuando
Afonso da Maia, hombre ya mayor, decidió regresar. El arquitecto inglés llevado
por Carlos, el nieto de Afonso, hizo buen trabajo con mármoles blancos y rojos,
cerámicas de Quimper y bancos catedralicios de España. De su estancia en Inglaterra le había quedado a Afonso el gusto por los ocios
juntos al fuego. El gusto por la vista y el sonido del agua se lo debía, sin
duda, a Lisboa.
Afonso da Maia había sido lo suficientemente
jacobino como para enfadar a su padre y enmendarse en Inglaterra de la mano de
la aristocracia tory. Pero, ironías del destino, a su regreso y ya con el puño
lleno de moderación política, le sobrevino el registro domiciliario. Se exilió
en Inglaterra, ese remanso isleño de paz y orden bajo cielo encapotado que poco
a poco fue hundiéndose como una espada en el alma de la condesa de Runa, su esposa.
El regreso a Benfica se imponía. El hijo, Pedro, no daba muestras de colmar los
deseos paternos y tras la muerte de su madre alternaba períodos de misal y de
farra. La aparición del viejo Monforte y su rubia hija puso término a la
chirriante conducta del Maia. El ducado de oro nuevo, según la expresión del
poeta Alencar, habitaba en el palacete de Arroios.
Sin embargo, aquella relación no
era del agrado de Afonso. Matrimonio y separación en el mismo acto. Los novios
se fueron a Nápoles y a Paris, el viejo don Fuas, tal fue el apelativo que
Maria puso a su suegro, a su retiro en Santa Olávia. El abuelo se negó en
redondo a conocer a su nieta. Las fiestas se sucedían con rapidez en el
palacete completamente renovado, lleno ahora de espejos de cuatrocientos mil
reis y de admiradores alrededor de los hombros desnudos de Maria. Con uno de
ellos, con un napolitano, huye llevándose consigo a la pequeña y dejando el
niño recién nacido con el padre. El suicidio de Pedro dejó a Carlos a solas con
su abuelo, el Maia.
“El primer deber del hombre es
vivir… Y el alma no es más que un lujo”. Así, bajo esta modernísima visión de
la educación es instruido el joven Carlos. Las Silveiras muy pronto le consideraron un
libertino. Este krausismo educacional llevó a Carlos a inclinarse por la
anatomía en lugar de por la retórica. El rumbo que enseguida tomó nuestro
protagonista no puede ser más nostálgico: “uno de esos médicos literarios que
se inventan enfermedades de las que la crédula humanidad se apresta a morir”. El famoso ayuda de cámara de Carlos, de nombre
Baptista, y su primera entretenida, una exiliada política de la Primera
República española, confirmarían ese refinamiento que tan bien le sienta a la
cultura. A nosotros, los lectores, nos queda una nostalgia infinita.
Y ahí, en el Ramalhete, está
Afonso da Maia, esperando en el otoño de 1875 a que su nieto regrese de su
viaje por Europa. El riesgo del diletantismo se corta en el aire de tantos
bultos como Carlos ha atraído del extranjero. Y Vilaça, el administrador,
comienza a murmurar que a los Maia el dinero se les derrite. El conde de
Gouvarinho, uno de los pilares del Centro Progresista, ha tomado el palco
vecino al de los Maia en el Sao Carlos. Ega, muy ocupado en destruir la paz
familiar del banquero judío Cohen, se ausentaba cada vez con más frecuencia de
las reuniones en el Ramalhete. El marqués de Souselas amenizaba el resopón,
pollo frito y lonchas de salami, con música religiosa y triste. Víctima de un
bric-à-brac espiritual, Carlos no lograba centrar su atención en nada concreto.
Regresemos al refinamiento: frac
de botones amarillos sobre chaleco de satén blanco, calesa azul con caballos
negros, ojos caedizos con un toque de quebranto, guantes negros de doce botones,
una herradura de diamantes en el satén negro de la corbata, sedas anaranjadas
de la India y terciopelos blancos de Génova, intentos de suicidio con la
ingesta de una caja de fósforos, arreglarse las uñas usando un canivete de
madreperla. Ega le había puesto a su casa en las afueras de Penha de França el
nombre de Villa Balzac, humilde tugurio de filósofo donde el poeta se encierra
a escribir. Alencar reaparece para explicarle a Carlos cómo era la vida en los
tiempos de su padre. Craft, un gentleman de pura raza inglesa que sentía
finamente y pensaba con rectitud, se hizo íntimo de los habitantes del
Ramalhete. Menos querido resultó el pelmazo de Dámaso Cándido de Salcede en
cuyas camisas una ese enorme se cobijaba bajo la corona de conde. Ega,
socialmente triturado a cuenta de su affaire con Raquel Cohen. ¡Qué elegancia
la de esta sociedad! Da gusto observar con qué delicadeza se deja a
salvo el honor de una mujer casada. No es hipocresía. No, no lo es; es
elegancia. ¡¿Quién diablos quiere una verdad de letrina?! Tampoco Queirós,
aunque no duda en utilizarla para exhalar sobre sus personajes una bocanada de
nihilismo.
Es absurdo renunciar. El boudoir
color de rosa de madame Cohen. Sintra en abril. Carlos y Cruges recorren las
calles buscando a una mujer bella y enigmática, la esposa de Castro Gomes. Más
tarde se les une Alencar, pero de ella no hay rastro. En lugar de pasar la
página, Carlos cambia de libro y tres semanas después el hartazgo: la condesa
de Gouvarinho quiere huir con el Maia. En el país de los fados, las navajas
salen hasta en el hipódromo, pero la toilette inglesa de la Gouvarinho devuelve
las cosas a su estado civilizatorio.
¿Herencia o aventura? ¡Ah, las
cartas! La cena a las siete y media. Al día siguiente, en la casa de María
Eduarda, la señora de Castro Gomes, un sello de ágata sobre un viejo libro de
cuentas, un abrecartas de marfil con monograma de plata, un poco de bronquitis
en la institutriz inglesa y un florero amarillo de la India. Un mundo donde las
cosas todavía poseían un valor y un significado. Es allí donde vemos a nuestro
querido Carlos charlando con la bella María Eduarda. En realidad, nadie hace
otra cosa distinta, lo que hace exclamar a Afonso: “Por el amor de Dios, ¡Haced
algo!”. No hay por qué mientras uno se disponga a comer en una mesa con un
espléndido centro de rosas entre dos candelabros dorados.
La declaración de su amor por
María Eduarda, convierte a esta en un objeto mucho más siniestro de lo que
pudiera parecer. Carlos alquila la quinta de su amigo Craft y allí instala a su
adorada María Eduarda. Esta, que duda en aceptar semejante ofrecimiento, muy
pronto comienza a disponer cretonas, muros y muebles a su gusto y
comodidad.
No es cuestión de que las
personas separadas por desavenencias no puedan vivir en la misma ciudad, pues
entonces las sociedades estaban abocadas a su disolución. Contrariamente a lo
anunciado por Alencar, el tiempo ha ido vigorizando la corporeidad de la
desavenencia y justificando lo que parecía locura. Pero aún quedan resquicios
de decencia en la persona de Afonso y justamente eso es lo que le causa
pesadumbre a Carlos, cuya pretensión es huir llevándose consigo a María
Eduarda, lejos del Ramalhete. Est modus in rebus, todas las cosas tiene un
límite. Un límite que cuando se traspasa le obliga a uno a arrojar su alma al
sumiero.
Pero si de irresponsabilidad se
trata, la de Dámaso Salcede sobresale por encima del resto, pues no duda en
tildarse sobre hoja de “gran papel, monograma de oro y corona de conde” de
cobarde y borracho con tal de conservar su muelle vida. No hay moral ni
carácter. Y la ausencia de ideas parece tan absoluta que se necesitan cinco
días para escribir cinco líneas sobre un libro nuevo. En los colegios se
pretende sustituir la cruz por los trapecios y los periódicos se han convertido
en “hojas rastreras de información doméstica”. Todo es un parlotear sin
sentido, es decir, sin ideas. Hay, sin embargo, una cierta compostura que tira
más hacia el salvajismo que a la sofisticación.
Andamos descuidados en medio de
un sarao cuando de pronto la sospecha que desde hace muchas páginas llevamos
pegada a nuestro paciente costado, cobra certeza, aunque la realidad es,
quizás, demasiado corpórea. Tanto, que inmediatamente nos unimos a Carlos en su
absurda petición. La muerte, como casi siempre, viene a poner una cierto orden
en medio del caos y la desesperación. Luego, claro está, hay que distraerse y
qué hay mejor para eso que viajar. ¿Qué otra cosa le queda al hombre rico por
hacer con su tristeza? Volver, claro, para sentir que el tiempo en verdad ha
pasado.
El decadentismo de una familia de
la burguesía portuguesa, como Mann hiciera en los Buddenbrooks, hace que la
novela se lea con una mezcla de emociones que es propia de la novela del
modernismo. Hay una estética y una moral indefinible, incoherente,
contradictoria. La elegancia, las buenas maneras, el diletantismo, el elitismo
inoperante encubren la ansiedad del fracaso personal, el absurdo de la
existencia. No hay más salida que el abandono de una realidad que se ha tornado
incomprensible.
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