lunes, 26 de agosto de 2013

Viajes de Alí Bey por África y Asia (y IV).


 



El Ramadán ha terminado y Alí sale hacia La Meca el 15 de diciembre de 1806, pero ha de esperar a las afueras de El Cairo a que se reúna la caravana con la que atravesará en desierto hacia el este, buscando el canal de Suez. No lleva consigo más catorce, pues buena parte de su equipo ha quedado El Cairo en poder del cónsul español. “En Suez no hay más artistas que los calafates”, allí el mar Rojo es estrecho, no tiene más que cuatro kilómetros de ancho. El viernes 26 de diciembre Alí embarca en un dhaw, que es una nave de una sola vela, con destino a Yedda. El año nuevo lo recibe en las islas Naaman o de los Avestruces que están al sur de Duba. La navegación en el mar Rojo es extremadamente fatigosa por la multitud de escollos que hay que salvar. El 13 de enero tocan por fin puerto en Yedda. Alí llega enfermo y nos cuenta lo que le sucedió en la mezquita con el gobernador. En Yedda un día sopla el viento del norte que es como salido de “la boca de un horno” y al día siguiente sopla el viento del sur y “el aire y todo lo que uno toca quedan impregnados de una humedad pastosa”.




El 21 de enero parte hacia La Meca, no le quedan más que unos pocos kilómetros después de quince meses de viaje desde que salió de Marruecos. Siete vueltas han de darse alrededor de la Caaba en dirección contraria a las agujas del reloj y siete veces se ha de recorrer la distancia entre las dos colinas: Safa y Marua para conmemorar la gesta de Agar. Después, beber agua del pozo de Zemzem, el que Dios abrió para atender los ruegos de Agar. Todo el mundo sabe que “los sultanes jerifes de La Meca tienen un envenenador en su corte” y la cosa es conocida desde “Egipto a Constantinopla”, el mecanismo es sencillo: nadie puede rechazar el agua del pozo de Zemzem sin caer en un acto impío. La estancia de Alí en La Meca coincide con la revolución wahhabí. Relata la llegada de unos seis hombres sin más vestimenta que la propia del peregrino (una toalla o tela enrollada en la cintura y otra que cubre el hombro izquierdo y se anuda bajo la axila derecha), pero portando las armas de los beduinos. El peregrino está obligado a acampar en la explanada de Mina, lugar donde los musulmanes señalan como el escenario del fallido sacrificio de Abraham en la persona de Ismael (los judíos-cristianos afirman que la víctima del sacrificio fue Isaac y no Ismael, y el lugar la roca de Jerusalén). En lo alto del monte Arafat, Jebel Nur, donde el ángel Gabriel entregó a Mahoma el primer capítulo del Corán, hay una pequeña ermita que los wahhabíes han comenzado a derribar cuando llegó Alí, por considerar que esa creencia no es más que mera superstición.




Se ocupa Alí de describir minuciosamente el templo de La Meca tal y como él lo conoció en aquella época, y del cual nada queda en la actualidad. Por eso nos hallamos ante un testimonio de singular importancia. La piedra negra contaba con quince “músculos”, la actual tan solo con ocho. Frente al muro donde está la puerta de la Caaba se hallaba el lugar donde de forma milagrosa salían las piedras que Ismael entregaba a su padre Abraham y con las cuales este construía la Caaba. Las dos colinas sagradas, Safa y Marua que estaban fuera del templo, hoy están incorporadas al mismo. La primera esta señalada con tres arcos, la segunda con tres muros. La gran calle central de La Meca es un mercado continuo donde circulan todas las monedas y productos venidos de la India y de Persia. En La Meca, comenta Alí, no se puede hacer ni encontrar nada, no es un lugar de paso ni tampoco para quedarse, los extranjeros que no dejan de afluir a ella cumplen los ritos religiosos y se van. En La Meca no se puede comprar ni un Corán ni, tampoco, un par de zapatos. No hay ni ciencia ni arte. Alí se muestra muy pesimista con el futuro de la ciudad. Las mujeres mecanas tienen más libertad que cualquier otra dentro de la comunidad musulmana y portan una prenda muy singular en la parte superior del cuerpo: se trata de una enorme camisa de más de dos metros de ancho por unos setenta centímetros de largo que está casi completamente abierta a ambos lados. Hace a continuación Domingo Badía una interesante reflexión sobre el destino del árabe cuyas propiedades se limitan a un camello, una escudilla de madera y un odre, que vive en un país de desiertos, esta sujeto a la superstición y la ignorancia y escribe sin vocales una lengua que se pronuncia de mil maneras. El 26 de febrero de 1807 el sultán Saud, líder de los wahabíes, expulsa de La Meca a turcos y magrebíes y se hace con el poder. Es una revolución religiosa que trata de volver al sentido original y simple del mensaje contenido en el Corán.




El 2 de marzo de 1807 Alí abandona La Meca. Desde Yedda embarca para Yanbu el 21 de marzo. Quiere desde allí viajar a Medina para visitar la tumba del Profeta, pese a la prohibición expresa de los wahabíes. La caravana en la que viaja Alí es interceptada y obligada a regresar a Yanbu. Alí reembarca con destino a Suez, pero unos días después, el 19  de abril, el buque encalla y tripulantes y pasajeros han de pasar varios días en un islote compuesto por “detritus de conchas, crustáceos y zoófitos”. No es este el único incidente, el Mar Rojo está lleno de escollos y pasadizos, poblado por malos vientos y surcado por los más negligentes capitanes que los mares hayan visto. El 10 de mayo Alí llega a la isla Tirán: al norte, el mar del golfo de Aqaba; al este, Arabia y al oeste, la “Tierra de Tur”, la península del Sinaí. En mitad de una espantosa borrasca el buque de Alí dobla el cabo de Ras Abu Mohamed para internarse en el golfo de Suez. Es el 14 de mayo cuando llegan a un fondeadero. Al día siguiente Alí abandona el barco y se sube a un camello: el resto del viaje hasta Suez lo hará por tierra.




En Tur, Alí conoce a un cura cristiano que dice la misa por el rito griego en árabe. El sacerdote depende del arzobispo del monte Sinaí que junto con los de Rusia, Angora y Chipre, y los cuatro patriarcas, a saber, el de Constantinopla, el de Alejandría, el de Jerusalén y el de Antioquia, constituyen los ocho dignatarios independientes del rito ortodoxo. El 23 de mayo entra en Suez, pero sólo unos días después y estando preparada una caravana de ochocientos camellos para El Cairo, el incansable Alí, se une a ella. Por fin el 14 de junio, Alí regresa a El Cairo de donde había partido en diciembre de 1806 y los amigos salen a recibirlo. Pero el 3 de julio Alí ya se ha unido a otra caravana para dirigirse a Jerusalén. El 14 julio ha atravesado el desierto y entra en Gaza. La ciudad está gobernada por un agá turco que depende del agá de Jaffa y ambos obedecen al pachá de San Juan de Acre. A las ocho menos cuarto de la mañana del 23 de julio de 1807 Alí entra en la ciudad santa.




El Haram, el templo, de Jerusalén es un lugar “consagrado por la presencia particular de la divinidad” y, por tanto, “prohibida a los profanos, a los infieles”. Los dos templos sagrados musulmanes son La Meca y Jerusalén. Naturalmente que Alí se está refiriendo a la explanada de las mezquitas, el gran templo erigido sobre el de Salomón y que comprende la Mezquita de la Roca y la Mezquita de Al-Aksa. Esta última es conocida como la “mezquita lejana” por su vinculación con un versículo del Corán. Mahoma se detuvo en Al-Sakhara, la roca, la cual recibió la huella de su sagrado pie. La roca de Al-Sakhara es el peñasco sobre el cual Abraham ofreció el sacrificio de su hijo Isaac, para la tradición judeo-cristiana, o de su hijo Ismael, para los musulmanes. Alí asegura que la roca está custodiada por setenta mil ángeles que se relevan cada día y que a la entrada de esta mezquita de Al-Sakhara está colgada el Mizán, “la balanza eterna, en la que serán pesadas las acciones buenas y malas de los hombre en el día del juicio final”. Pero no es este el único elemento invisible, también lo es el puente de Sirat por donde “los fieles creyentes pasarán con la rapidez del rayo para entrar en el Paraíso, mientras los infieles caerán al profundo abismo del Infierno”. El Sirat está señalado con una columna que sobresale en el exterior del templo.


En el monte Sión está la tumba del Rey David, lugar donde se dice tuvo lugar la última cena de Jesucristo y el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles. En este lugar también han de rezar los musulmanes, desde aquí Alí fue a beber el agua de la fuente de Nehemías, cuya agua los musulmanes aseguran procede directamente del pozo de Zemzem de la La Meca. Alí la encontró distinta. En el Monte de los Olivos, el Jebel Tur para los musulmanes, donde se dice están enterrados setenta y dos mil profetas, Alí encontró una iglesia cristiana donde “se venera un mármol con la huella del pie de Cristo”, es la conocida como Capilla de la Ascensión. Camino de Belén, Alí contempla sobrecogido el resplandor de un meteorito y todos se arrojan al suelo exclamando: “¡Min Alah!”. Entra en Hebrón para visitar la Tumba de los Patriarcas: Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Jacob y Lía. Tapices rojos para ellas y verdes para ellos. El templo que la alberga era mezquita en los años de Alí, antes había sido iglesia y después fue sinagoga. ¡Qué despacio avanzan los hombres! En Belén un monje ortodoxo griego cuida del sagrado lugar de nacimiento de Jesús. De vuelta a Jerusalén, más tumbas, la de la Virgen María y sus padres y esposo y la visita a la Iglesia del Santo Sepulcro. “Los musulmanes rezan oraciones en todos los lugares santos consagrados a la memoria de Jesucristo y de la Virgen, excepto en esta tumba… Consideran que Cristo no murió, que ascendió al Cielo en vida dejando la huella de su rostro a Judas, quien fue condenado a morir en su lugar”.

Alí regresa a Jaffa embarcando con destino a la famosa capital del reino cristiano en la época de las cruzadas, San Juan de Arce, a la que los musulmanes llaman Akka. Es el 31 de julio de 1807. En 1781 el pachá Jezzar había levantado sobre los resto de una antigua iglesia cristiana, la mezquita que lleva su nombre, sorprendente por estar rodeada de un jardín con templetes y animales y por el rico colorido de su interior que la hacen más semejante a una casa de campo que a un templo. Enfrente, al otro lado del golfo, en Haifa, se contempla el monte Carmelo, en el interior de sus cuevas vivió el profeta Elías y dio nombre a la orden Carmelita. Otra orden, en este caso la de los franciscanos, es la que regenta el monasterio enclavado en el lugar donde la Virgen recibió la visita del ángel Gabriel, en Nazaret de Galilea. A la iglesia acuden con regularidad a rezar los musulmanes que reconocen la virginidad de María y la encarnación milagrosa de Jesús.

El 19 de agosto Alí abandona Nazaret y parte hacia Damasco. Bordea el Mar de Galilea, también llamado lago de Tiberíades que está a más de doscientos metros bajo el nivel de mar. Por sus orillas la historia y el mito menudea. Las ruinas de Magdala de donde era originaria María Magdalena, el pozo donde se dice que los hijos de Jacob escondieron a su hermano José antes de venderlo a unos comerciantes egipcios, los tres ojos del puente romano sobre el río Jordán. El 22, Alí llega a la capital de los Omeya, llamada Sham por los árabes. En la inmensa mezquita de los Omeya que se alza apoyada en cuarenta y cuatro columnas, sobre los restos de una catedral y los anteriores de un templo romano, se encuentra enterrada la cabeza de San Juan Bautista. Asegura Alí que en Damasco hay más de cuatro mil fábricas de de paños de seda y de algodón. El zoco está lleno de telas y artículos de guarnicionería y un gentío inmenso recorre bazares, barberías, baños, cafés, mercados…, pero a medida que uno se retira de estos lugares, se aspira el silencio de las calles sin tiendas. Aunque en Damasco hay iglesias y sinagogas, el extremismo del pueblo parece mayor que en Egipto, pues un “cristiano o un judío no puede montar a caballo por la ciudad, ni siquiera ir en burro.” A Damasco llegan tres grandes caravanas: la de la Meca, suspendida en la época que es visitada por Alí, debido a la revolución de los wahabíes; la de Bagdad y la de Alepo. Asegura nuestro viajero que la población damascena posee buena salud y que la media de vida  está entre los setenta y los ochenta años, altísima para la época.

El sábado 29 de agosto de 1807, Alí se une a una caravana que viaja hacia Alepo, atravesando tierras en las que se habla el arameo, probablemente la lengua de Jesucristo. Homs es la primera ciudad importante en la ruta, allí todo está hecho con basalto, lo que le da una aspecto lúgubre a la antigua Emesa, famosa por haber tenido lugar una gran batalla entre las tropas de la reina Zenobia de Palmira y las tropas romanas de Aureliano en el siglo III. En las tierras siríacas donde nos encontramos, Alí describe con mucha asiduidad colinas aisladas con aspecto de escombros, se trata de lo que en arqueología se denomina teles que son acumulaciones de depósitos provocados por la ocupación humana. Evidentemente Alí no podía darse cuenta de su importancia. Hama “es una ciudad considerable…, su población es el doble que la de Homs.” El río Orestes a su paso por la ciudad, mueve una multitud de ruedas hidráulicas, algunas de hasta 20 metros de diámetro, que sirven para elevar el agua hasta los acueductos que la conducen y distribuyen. En los meses de calor la gente duerme en las terrazas o en la misma calle, y allí se viste y asea. El miércoles 9 de septiembre a las tres de la tarde, Alí entra en Alepo, Haleb para los árabes. Alepo no es cualquier lugar y no lo es porque al inicio de nuestro libro Alí dice ser esta su patria chica. De ahí que la aclaración de Roger Mimó sea atinadísima y ella nos remitimos.


Hasta las cinco de la madrugada del sábado 26 de septiembre de 1807, Alí no sale de Alepo. Dos días después llega a Antioquía, Antakya para los turcos, que en aquella época se situaba en el margen izquierdo del río Orentes; aunque había llegado a ser tercera ciudad más importante del imperio Romano, tras Roma y Alejandría, cuando la visita Alí sus dimensiones son muy reducidas. El 29 de septiembre, desciende por el río Orentes hasta el mar Mediterráneo para embarcar hacia Turquia atravesando el golfo de Iskenderun (de donde parece haber salido hace miles de años la isla de Chipre). El 2 de octubre está en Tarso, famosa por ser la patria del apostol San Pablo y por haber tenido lugar en sus cercanía la batalla de Issos entre el ejército persa y el de Alejandro Magno en el siglo IV a. C. Alí parece llevar prisa y no hace más paradas que las que exige el descanso. En tres días atraviesa los montes Tauros y se adentra en la meseta de Anatolia. Atraviesa la provincia de Karamania y se detiene en Konya, la antigua Iconium que aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles como Iconio. Sabemos de la prisa de Alí, pero ignoramos la razón, dice a uno de los tártaros que le acompaña que el 18 tiene que estar en Constantinopla. Pero el 20 aún está en Nicea, famosa por haberse celebrado allí el primer concilio ecuménico de la cristiandad, hasta el día siguiente no llega al mar de Mármara. El marqués de Alenara, embajador de España en Constantinopla, manda a Alí unas barcas y criados para atravesar el Bósforo.

Este brazo de mar que se adentra en la tierra da forma al mejor puerto del mundo, el famoso Cuerno de Oro. Alí visita y describe las mezquitas, pero tienen mayor interés otros detalles que nos ofrece. Las casas están construidas con madera y los repetidos incendios no les disuaden de seguir empleando este material. Hay una calle de orfebres-joyeros y un barrio entero de caldereros. El obelisco que Teodosio mandó trae desde Egipto para colocarlo en el hipódromo de Constantinopla, tenía a unos pocos metros una réplica hecha por los griegos y entre ambos se hallaba la columna Serpentina que Constantino había hecho traer desde el templo de Apolo en Delfos. La cisterna de Filoxeno fue construida para abastecer de agua a la ciudad, pero cuando la visita Alí es ya una hilatura de seda y hoy un restaurante. Hay, dice Alí, un mercado que no pudo visitar donde se “venden a las mujeres blancas y negras”, un barrio para los cristianos griegos, llamado Fanar, y cuyas casas no pueden ser pintadas más que de colores oscuros.Antes de salir hacia la capital del Principado de Valaquia, Alí nos deja unas deliciosas páginas sobre la cuchara de madera que cuelga del bonete de ceremonia de los jenízaros, el sultán turco, Gran Señor, y la situación del Imperio Turco.

Cuatro años ha durado el viaje. Muchas cosas nos han contado Domingo Badía y Roger Mimó, pero lo mejor es quizás que esto no acaba aquí, que hay otro par de viajeros españoles que durante el siglo XIX recorrieron África: Caid Ismail y el Moro Vizcaíno. Nos dejaremos guiar por ellos.

martes, 13 de agosto de 2013

El mundo que vivió Cervantes. Catálogo del IV centenario de la publicación del Quijote.




La historiadora Carmen Iglesias, actual cronista oficial de la villa de Madrid, nos introduce en la exposición que conmemoraba el cuarto centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote. Por supuesto que corrían tiempos mejores y el impresionante catálogo de la exposición celebrada entre el 11 de octubre de 2005 y el 8 de enero de 2006 bajo el lema El mundo que vivió Cervantes, confirma la necesidad de vivir anclados al pasado, vale tanto del remoto y como del reciente, pues evocación ambos son.

Para Carlos Fuentes la tradición cervantina del Quijote bebe en las fuentes erasmistas de la verdad plural. Hay en su artículo un cierto lamento porque la tradición mágica del Quijote desembocara, a causa de la Revolución Francesa, en los personajes burgueses de la Comedia Humana y en el crimen de Raskolnikov. Todo parece más difícil después de la invención cervantina.


Jean Canavaggio, el otro gran cervantista de nuestra época que hace sombra a Francisco Rico, traza una semblanza de Cervantes realmente exquisita. El debut de la mano de su maestro, el humanista Juan de López de Hoyos allá por el año de la muerte de Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II. El precipitado viaje a Italia donde sirve al joven cardenal Acquaviva y su inmediato paso a la carrera de armas donde se distingue por su valor pues nada menos que tres arcabuzazos recibe en la batalla de Lepanto el 7 de octubre de 1571. Esquivias, después del largo cautiverio, es su lugar de residencia tras casarse con Catalina de Salazar. En 1585 publica la primera –y única-, parte de La Galatea. Comisiones en Sevilla y Granada consecuencia del “busque por acá en que se le haga merced” que el relator del Consejo de Indias anotó en la petición de Miguel de Cervantes para pasar al Nuevo Mundo, y que le conducirán en dos ocasiones a las cárceles de Castro del Río y de Sevilla, parece que en esta última es donde se gesta el Quijote. En 1600 Cervantes abandona Sevilla, reina ya Felipe III. A punto estuvo el nombramiento del conde de Lemos, protector de Miguel de Cervantes, en 1610 como virrey de Nápoles, de suponer un cambio de rumbo para el complutense. Al final de su vida Cervantes ingresa en la Orden Tercera de San Francisco y con el sayal de los franciscanos es enterrado. Su testamento se perdió, también sus restos, queda la obra del ingenio.


El académico e historiador Gonzalo Anes Álvarez nos habla de caballeros, hidalgos y pecheros. Resalta la crítica contenida en Noticia general para la estimación de las artes, publicada en 1600 por Gaspar Gutiérrez de los Ríos, dirigida a la ociosidad de hidalgos y caballeros, pues tal era “el menosprecio del trabajo y descomedimiento de la ociosidad que, a algunos hombres de bajos principios, les parecía que para ganar nobleza e hidalguía sus hijos”, lo mejor es que estos permanecieran ociosos. Si Gaspar Gutiérrez exponía con largueza sus pensamientos, cabe suponer con bastante certeza que la noticia se daba más para el pueblo llano que para nobles e hidalgos, los cuales mostraban ya una actitud al inicio del XVII muy favorable a los negocios fabriles y mercantiles, lo que pone de manifiesto que don Quijote añadía al anacronismo de hidalguías ociosas, el de caballerías andantes. Con expresividad Cervantes por boca de Sancho expone: “El vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco… Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante”.


El catedrático y lamentablemente desaparecido Ignacio González Tascón, nos introduce en las artes liberales y las mecánicas, ingenios y máquinas. Vemos al mismo rey Felipe II sufragando de su peculio privado la creación de la Academia Real Matemática de Madrid, a San Juan de Ávila (1499-1596) obteniendo privilegio real para explotar sus cuatro ingenios de sacar aguas, a Mateo Alemán –estricto contemporáneo de Cervantes-, convertido en juez visitador de las minas de mercurio de Almacén hacia 1593. Asegura Tascón que cuando Alemán llegó a San Juan de Ulúa en México, el 9 de agosto de 1608, llevaba consigo uno de los primeros ejemplares del Quijote que desembarco en el Nuevo Mundo. Negará don Quijote conocer batanes y hasta refugiarse de la lluvia en ellos, solo por tratarse de artes mecánicas, muy ajenas a las propias de un caballero. Sí conoce estas artes Sancho, hasta el punto de comparar la rueda de la fortuna a la de los molinos, la más rápida, como nos advierte Tascón, de todas las máquinas de la época. El magnífico relato que hace nuestro autor del enfrentamiento entre navegantes y molineros incluye la navegabilidad del Tajo en tiempos de Felipe II y, como no, la aventura del barco encantado. Atalayas en el Mediterráneo que servían a fines distintos de las existentes en el Cantábrico; las primeras para avisar de la presencia de corsarios, las segundas de ballenas de donde sacar el saín.

Quijotistas y cervantistas, la criatura y el autor. Algo que no interesa a los historiadores que prefieren mover la novela cervantina entre el Renacimiento y el Barroco, anudarla a la mudanza de la corte, forjarla sobre el yunque de la decadencia y la corrupción del valido de Felipe III, el duque de Lerma. Es la visión de Ricardo García Cárcel, el último Premio Nacional de Historia de España.

¿Quién mejor para hablar de caminos y viajes que un geógrafo? El profesor Ortega Cantero no puede tener mejor inicio: cita a Rafael Altamira, a Juan Facundo Riaño y su mujer Emilia Gayangos. Famosos estos dos últimos, del primero no parece necesario dar referencial alguna, por su pasión por los libros de viajes. Complicado era viajar por España en los tiempos de Cervantes; los caminos eran rudos, “trazados con las huellas de sus pies [del hombre] y con los cascos de las caballerías”, tal y como afirmaba Fermín Caballero el insigne geógrafo del siglo XIX y la ausencia de puentes obligaba a vadear los ríos; las posadas, muy espaciadas, mal servidas y caras, no ofrecían más que cama y pienso para las cabalgaduras, de forma que el viajero se veía obligado a proporcionarse su propia comida para ser cocinada por la ventera. Estas eran las condiciones que tuvo que afrontar Cervantes antes de sacar por los caminos a don Quijote y Sancho.


El jurista Feliciano Barrios Pintado nos lleva de la mano por la Casa del Rey (Felipe II), nos presenta a los dos sumilleres, el de boca y el de casa, nos hace la advertencia de que la llamada Cámara son las estancia privadas del monarca y quien allí manda es otro sumiller, el de corps. Si el Rey sale de palacio, todo depende del caballerizo mayor que ha de velar por la correcta formación de la comitiva. A la cabeza de la Real Capilla estaba el capellán mayor que de iure correspondía al arzobispo de Santiago de Compostela. La estructura gubernativa es la propia de un régimen polisinodial, esto es, a través de consejos y juntas tanto de carácter temático como territorial. Naturalmente que todo el aparato burocrático quedaba en manos de una curia conciliar dirigida por el secretario, casi siempre de origen vizcaíno, razón por la cual Barrios trae a colación la tal condición del secretario de Sancho durante su mandato en la isla Barataria. Fueron tanto los que zumbaban alrededor de la Corte que un auto del 6 de enero de 1588 de la Real Cámara de Castilla indicaba a los postulantes a cargos que procedieran a abandonar la corte, pues en otro caso no serían atendidas sus propuestas y se podía llegar a desterrarlos. Barrios indica que no debió de ser muy observada porque en 1610 Felipe III transforma en Real Cédula el auto intimidatorio.

Un experto en economía y sociedad en los siglos XVI y XVII, el palentino Marcos Martín, nos introduce en el florecimiento urbano que vivió España y fundamentalmente Castilla en la época de Cervantes. Sin embargo, antes incluso de la aparición de la peste de 1596-1602, advierte Marcos Martín, que causó más de medio millón de muertos, y del decreto de expulsión de los moriscos de 1609, ya había aparecido las primeras señales de un cambio. Los vaivenes de los tiempos que acabaron por sepultar el atisbo de un crecimiento económico basado en el mundo urbano, fueron consecuencia, como muy acertadamente apunta Marcos Martín, en los excesos exteriores de los Habsburgos españoles “cuya financiación se había hecho recaer conscientemente, por la vía de la fiscalidad indirecta, sobre las actividades y los consumidores urbanos”. En el año de publicación de la primera parte del Quijote, ya se hace evidente el retroceso de la población urbana a favor de rural.

El polifacético Martínez Shaw se ocupa de las Indias. Dos veces, en 1582 y 1590, pidió Cervantes cargo público que servir en el Nuevo Mundo, y ambas veces le fue negado. Y por afortunado debe tenerse el rechazo de la solicitud cervantina, pues a buen seguro que de haberse aceptado no tendríamos Quijote.


Otro auténtico experto, el profesor Martínez Ruiz, llama la atención sobre el importante cambio que en la milicia se está produciendo en la época de Cervantes, la importancia que cobran las armas de fuego hacen que la caballería pesada pierda su primacía a favor de la infantería. Las armaduras había quedado obsoletas y en el mejor de los casos solo defendían el pecho y la cabeza, dejando libres brazos y piernas. El escudo desapareció porque la pica, el arcabuz y el mosquete exigían libres ambas manos.  Los hidalgos entraban en las llamadas guardas, esto es, la caballería, ahora ligera, que procedía de los Reyes Católicos. Para ello debían aportar todo el equipo completo, incluido el caballo. Eran las guardas un ejército que se ocupaba, fundamentalmente, de la seguridad interior del Estado.

Nadie mejor que Hugo O’Donell, que se hizo famoso por el caso Odyssey por identificar las singulares piezas de artillería de la fragata española, para hablar del mundo marítimo en Cervantes. Significativo ha de ser que un soldado de mar como Cervantes eligiera como héroe de su novela a un personaje tan terrestre como don Quijote que cuando contempla por primera vez el mar no le suscita más comentario de una breve comparación con las lagunas de Ruidera. Más aún si caemos en la cuenta de lo irónico de la aventura del barco encantado, en la que Cervantes convierte a su héroe en marinero de agua dulce y a Sancho, no lo olvidemos, en gobernador de una ínsula fluvial. Da la impresión de que Cervantes le da la espalda al mar a través de don Quijote.


Julio Albi de la Cuesta nos habla del Cervantes que nos falta, el arcabucero. En la compañía de Diego de Urbina del tercio de Moncada, con veintitrés años Cervantes tomó parte en la batalla de Lepanto, corría el año de 1571, le esperan cuatro años más de servicio y cinco de cautiverio. Hace bien Julio Albi en poner de manifiesto la extrema tenacidad de un hombre que se ve obligado a sufrir tan duras pruebas. Los tercios estaban constituidos por varias compañías, entre diez y quince, explica Julio Albi, de unos doscientos hombres cada una, pero lo característico era que en cada compañía estaban entremezclados los arcabuceros y los piqueros de forma que cada una de ellas podía tanto abatir al enemigo a distancia, como luchar cuerpo a cuerpo. El mosquete más pesado que el arcabuz permitía un mayor alcance. Además los tercios tenían carácter permanente y no se disolvían terminada la campaña, agrupando a sus integrantes en una camaradería que reforzaba su cohesión. El valor que se confundía con el honor, lo era casi todo, el valor los hombres hace decía Lope, razón por la cual eran precisamente las primeras filas del escuadrón las más deseadas. Incluso se vestían para la batalla con sus mejores galas para poder ser distinguidos y admirados. Las cuantiosas y bien traídas citas de Julio Albi, muestran los aguerridos ejemplos de batallas y “memorables ocasiones” que con seguridad hubiera querido librar el héroe cervantino, el cual advierte que siendo “mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el precio”.


Repite Jean Canavaggio repasando ahora el mundo de las letras. Indudable parece la importancia que tuvo para Cervantes el paso por Italia: Petrarca, Ariosto, Boccaccio… Se citan, poco más se puede hacer, la Arcadia de Sannazaro, la Aminta de Torcuato Tasso, la Diana de Jorge de Montemayor, los Diálogos de amor del mencionado en el Quijote, León Hebreo, como referencia inmediata de la Galatea. Después la senda es nueva: comedias que se dieron a la estampa en lugar de las tablas, novelas experimentales que se adjetivan con el ejemplo, las dos partes de un gigante y un final, el de Persiles, solo frente a su deseo.

El estupendo y prolífico Julio Valdeón Baruque que nos dejó hace unos años, se ocupa del mundo caballeresco. Nobleza, caballería e hidalguía, términos muy próximos y a la vez muy distantes. Precisamente fue en el siglo XVI cuando se gesta la expresión “grandes de España” que aludía a los más altos linajes de la nobleza. Eran los Mendoza, los Álvarez de Toledo, los Guzmán, los Ponce de León y otros muchos. Los dominios de estos linajes, advierte Valdeón, pasaban indivisos a los descendientes para mantener el señorío, cuyo rasgo fundamental era el abolengo, el recio origen, y la privanza, el desempeño de importantes cargos en la corte. Los caballeros era una especie de media nobleza que vivían de las rentas y solían ostentar el cargo de corregidor. Menciona Valdeón un manuscrito del siglo XVII que atribuye la condición de caballero a quien tenga doscientos mil maravedíes, porque “puede sustentar caballo y acudir con armas y salir a servir al rey”. Se aprecia en esta categoría social una cierta capacidad de acometer nuevos empeños. Así, aunque algunos caballeros no se dedicaban más que a la holganza, otros emprendieron negocios mercantiles y los hubo que se dedicaron a la labor intelectual, a este respecto Valdeón cita a Nicolás Antonio que gastó su dinero en comprar buenos libros en la ciudad de Roma. Los hidalgos, pobres la mayoría, quedaban definidos por su sentido del honor y por el refrán: “En la mesa del hidalgo mucho mantel y pocos platos”.


El siempre interesante Fernando Marías se ocupa de su especialidad, la imagen del Quijote. La primera imagen que se estampó de don Quijote es la famosa de Andreas Bretscheneider en 1614 con ocasión de la fiesta de bautizo celebrada en octubre de 1613 en Dessau del príncipe de Sajonia Johann Georg II von Sachsen. Se trata de una especie de cabalgata en la que aparecen además de don Quijote, retratado como caballero de la Triste Figura, Sancho, Dulcinera, Maritornes, el cura y el barbero, y abriendo y cerrando el desfile un enano. Acierta Marías al considerar la ilustración que figura en la edición de la segunda parte del Quijote vertida al francés en París en 1618 y se debe a los dibujantes Jacques Du Cocu y Dennos Moreu, como la primera específica al representar a don Quijote con la bacía de barbero en la cabeza y destacar al fondo un molino de viento. Vendría a continuación las cuatro estampas anónimas de la edición alemana de Frankfurt de 1648 y las treinta y ocho de excelente calidad debidas a Jèrôme David como dibujante y a Jacques Lagniet como grabador, publicadas en la edición francesa de 1650-1652. Ambas se adelantan a la que es considerada como la primera edición ilustrada, la de Jacob Savery que se publica en Dordrecht en 1657 y que se copiarán en las siguientes como la de Juan Mommarte de 1662 o la de Orleáns de 1665. Ahí lo dejamos, quien tenga interés no tiene más que consultar el impagable libro publicado por Lucía Megías Leer el Quijote en imágenes. Aunque de poco sirva ya a estas alturas, hace bien Marías en insistir en la falsedad absoluta del famoso retrato de Cervantes pintado por Jáuregui, que ni lo pintó don Juan ni pintó a don Miguel.    


El conocidísimo historiador hispano-francés Joseph Pérez concreta en el mundo de los marginados su aportación. La España rica del siglo XVI comienza a dar señales de cambio hacia 1580, un poco antes Felipe II había cedido a las exigencias de los banqueros genoveses y les había autorizado a exportar el metal precioso. Hasta entonces los prestamistas no podían sacar sus beneficios de España y se veían obligados a comprar productos españoles que luego exportaban. La situación del campo se complica a finales del XVI y las ciudades se llenan de pobres, enfermos, ancianos, necesitados en general, pero también de vagos y maleantes, es decir, de pobres fingidos. El caldo de cultivo idóneo para el nacimiento de la picaresca. Durante el final del siglo XVI y los principios del siglo XVII muchos vivían o de las rentas o del fraude, circunstancia que como indica Pérez creó “una desmoralización general”, pues eran pocos los que elegían “un trabajo manual cuando el holgazán medraba y el trabajador no tenía ninguna recompensa”. Víctimas también de la marginación social fueron los judíos conversos, los moriscos que fueron expulsados por Felipe III a principios del siglo XVII y los gitanos. Hay cierta incapacidad como advierte Pérez de asimilación en la sociedad española de aquella época.

Ya a finales del siglo XVI el número de pícaros, vagabundos y pobres que invadían las ciudades fue tema de las Cortes castellanas. Y tal y como indicada el profesor Manuel Rivero Rodríguez, la solución de la creación de casa de misericordia no tuvo ningún resultado práctico. Las mancebías que eran prostíbulos legales, perdían terreno frente a la prostitución callejera, lo que provocaba la pérdida de ingresos en las arcas municipales, la proliferación de la sífilis y el incremento de los niños expósitos. El hampa estaba organizada y la jurisdicción desordenada. Si se prendía al maleante, quedaba por conocer quién lo juzgaría: la Hermandad, el municipio, el Santo Oficio, la Casa de Contratación, el arzobispado… Había una clara incapacidad para perseguir el delito y también para ejecutar lo sentenciado, pues el perdón de la víctima o de la autoridad dejaba el castigo en nada y carecer de dinero o padrinos era en muchos casos un destino.

Un auténtico experto en farmacopea, el historiador Francisco Javier Puerto Sarmiento, se ocupa de la enfermedad y la medicina. Sea el padecimiento de don Quijote una nueva variante maníaco-depresiva, una locura imaginativa o un artificio literario erasmista, acierta Puerto al concluir que la locura de don Quijote fue la deseada por don Miguel, pues de haber contado la verdadera historia de un orate, pocas aventuras hubiera corriendo el protagonista. La medicina era puro galenismo, la sangría y la purga eran las terapias habituales. “Hacerse fuentes [por sangría] –dice don Quijote-, debe de ser cosa importante para la salud”. Azogados y perlerinos, la sífilis y la viruela, el secreto del bálsamo de Fierabrás y ¡no digo más!


Uno de los mejores conocedores de los archivos y fondos eclesiásticos, el profesor Maximiliano Barrio Gozalo, se ocupa de la vida religiosa. El catolicismo nacido después del Concilio de Trento y de la Reforma Protestante, pone el acento en la mediación como nota fundamental “instaurada por Cristo entre Dios y la humanidad”. Resultará así que el papel del sacerdocio se convierte en punta capital, al quedar obligado el cura a instruir a los fieles en la doctrina cristiana a través de la catequesis y del sermón dominical. Este último poseía un valor singular, pues no hay que olvidar que la misa era uno de los pocos espectáculos públicos que en la época podía presenciarse. Del padre Rebolledo, Francisco Pacheco decía que “sin quedar los oyentes ofendidos quedaban enseñados”. El santo se convierte en modelo a seguir y los libros hagiográficos proliferan siguiendo los dictados del concilio que hacía hincapié en que las vidas de santos se ajusten a la verdad. La crítica protestante llego hasta Roma y así alguna de las tradiciones fueron primero suprimidas y luego reestablecidas, como es el caso de la fiesta de la presentación de la Virgen en el templo o las propias de los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana. También las reliquias a las que se atribuía poderes mágicos, cobraron una notoria importancia y el propio rey Felipe II se convirtió en el mayor coleccionista de reliquias de su tiempo.

Enrique Villalba Pérez elige un tema del que ya se había ocupado con anterioridad: las mujeres y el orden social, más concretamente las mujeres en la vida y en el tiempo de Cervantes. Hubo de convivir Cervantes con dos de sus hermanas, Andrea y Magdalena, que tuvieron una vida “azarosa” en lo sentimental. Andrea mantuvo amores con un hombre de cierta alcurnia, Nicolás de Ovando, con quien tuvo una hija natural en 1565, llamada Constanza y posteriormente gozó de la protección de un buen número de galanteadores. Magdalena por su parte tuvo relaciones con el escribano de la reina Ana de Austria, Juan Pérez de Alcega el cual rompió su promesa de matrimonio y firmó compromiso de pago en compensación de trescientos ducados. También Constanza, la hija natural de Andrea, acudió al notario en, al menos, dos ocasiones para formalizar compensaciones. De la hija natural de Cervantes y Ana Franca, Isabel de Saavedra, sabemos con seguridad que tuvo como “protector” a Juan de Urbina, secretario del duque de Saboya, con el que muy probablemente tuvo una hija, Isabel Sanz del Águila y Cervantes, cuya muerte prematura dio lugar a un enrevesado proceso. Todo, como se ve, muy lejano a la compostura honesta de “hacer ventana”.


Puede sacarse del Quijote la conclusión de que resulta mejor la lectura en público o en común que la solitaria. La profesora Sanz Ayán nos habla de los juegos, la diversión, la fiesta en la época de Cervantes. Además del gozo intelectual de la lectura, debe mencionarse el baile, los juegos de pelota, incluidos los bolos, y los de azar donde el naipe era el rey. Por cierto que Felipe III parece haber sido un entusiasta jugador de naipes. También “la oca” causó furor en las cortes europeas a finales del siglo XVI. Pero por encima de todos los entretenimientos estaba el teatro. En Madrid había funciones diarias en los dos corrales, el de la Cruz y el del Príncipe. Las fiestas más importantes eran las de carnaval y la del Corpus Christi.

El catálogo es una maravilla, buen papel, magníficas ilustraciones y como puede apreciarse, textos de notable calidad. No sé que ganas quedarán de repetir el acontecimiento con los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes, allá para el 2016.

                 

domingo, 4 de agosto de 2013

Epístolas morales a Lucilio (8). Séneca.



Quincuagésima.-
Séneca confía en que Lucilio sepa lo que hace, que no se comporte como la esclava Harpaste que habiéndose quedado repentinamente ciega, lo achaque a la oscuridad de la casa. El hombre ha de saber que los defectos, los vicios, están dentro de uno mismo y no en las cosas. Si “nos avergüenza aprender la virtud” es porque en alguna ocasión nos hemos alejado de la naturaleza. Pero “nada hay que no conquiste un trabajo persistente y un cuidado atento y diligente”, más aun cuando se trata de la virtud que enseguida da los primeros frutos al contacto con la filosofía.

Quincuagésima primera.-
El hombre virtuoso ha de escoger un lugar saludable para el cuerpo y el espíritu. No lo son las ciudades de Bayas en la Campania, famosa por sus aguas termales y también por sus costumbres libertinas, ni la de Canopo en Egipto. La desidia que acompaña al placer acaba por traer la victoria de los vicios, así le ocurrió a Anibal tras la victoria de Cannas y su estancia en Capua. La libertad es la recompensa del trabajo, no de la molicie.

Quincuagésima segunda.-
No conocemos el sentido de nuestros deseos “nada queremos de forma libre, perfecta, constante”. Vacilamos y nos hundimos en la insensatez. Pocos son los hombres que sin ayuda de nadie, “ellos mismos se abrieron el camino”, la mayoría de ellos necesita alguien que los guíe. La ayuda puede proceder de los presentes y, también, de los que nos han precedido. A los primeros debemos elegirlos entre “los que aleccionan con su vida”. Séneca alerta contra los filósofos que buscan el aplauso de la multitud no “por la alteza de su pensamiento” sino por “las inflexiones del discurso”.

Quincuagésima tercera.-
Séneca ha viajado por mar desde Parténope (Nápoles) a Putéolos (actual Puzzuoli), ciudades muy próximas. De pronto estalla la tempestad y Séneca asustado y mareado le pide al timonel que le aproxime a cualquier lugar de la costa. Pero nada, dice el timonel, hay más peligroso en medio de la tormenta que la tierra. Pese a ello la “náusea marina” es tan intensa que Séneca se arroja al mar tan pronto como la nave se aproxima a la costa. Invita ello a reflexionar al estoico. El hombre reconoce enseguida la dolencia física. Lo contrario sucede “en las enfermedad que aquejan al espíritu: cuanto peor uno se encuentra, menos lo siente.” Es por ello que consagrarse a la “salud del alma” ha de considerarse como tarea principal y soberana. La filosofía aproxima el hombre a Dios, le hace compartir con Él la ausencia de temor, aunque el hombre deba a su esfuerzo la conquista de lo que reside en la naturaleza divina.

Quincuagésima cuarta.-
Cuántas veces el hombre se comporta como aquel “que juzga haber ganado el pleito porque aplazó la comparecencia”. Una crisis de disnea conduce a Séneca a reflexionar sobre la muerte. La lámpara alternativamente encendida y apagada se toma como un buen ejemplo del paréntesis vital. La muerte no viene a continuación de la vida sino que la ha precedido, la lámpara tan apagada estaba antes de ser encendida, como después de ser apagada. Al sabio “no le aflige la muerte, aunque le agrade la vida… ha escapado a la necesidad porque desea lo que ella le ha de imponer”.

Quincuagésima quinta.-
Séneca pasea en litera entre Cumas y el cabo Miseno, llegando hasta donde se encuentra la quinta de Servilio Vacia, un rico y holgazán ex-pretor de la época de Tiberio. Vacia vivía en la holganza, que no en el retiro. No vive sabiamente quien lo hace para el vientre. “No vive necesariamente para sí quien no vive para nadie”, esto es, que sólo quien vive para otro vive para sí.

Quincuagésima sexta.-
Séneca fuerza “el alma a concentrarse en sí misma”, abstraerse del ruido exterior “con tal que por dentro no haya turbación”. La tranquilidad que el espíritu necesita no es la de la sosegada noche, sino “aquella en la que se desarrolla la sabiduría”. Muchas veces la quietud del cuerpo provoca la inquietud del alma, de ahí la conveniencia de ocuparnos en el trabajo. El retiro que Séneca propone no es una reclusión en la apatía o la abstinencia –esa es precisamente una de las críticas que en general se ha reprochado a su pensamiento-, sino una renuncia a la ambición. Ciertamente abandonar el tumulto es lo más cómodo, pero ¿acaso no estuvo más acertado Ulises cuando tapó con cera los oídos de sus compañeros?