CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO.-
Llegados
a la venta, el hombre que viajaba cargado de lanzas y albardas cuenta a don
Quijote la historia de los dos regidores, la cual tendrá trascendencia
posterior. A continuación aparece un titerero conocido como maese Pedro que va
acompañado de un mono con dotes adivinatorias. Y debe efectivamente poseerlas pues
reconoce a don Quijote como el caballero andante de la Mancha. Algo sospecha el
lector cuando le oye decir a maese Pedro que la función de esa noche será
gratis “porque se lo debo” a don Quijote.
CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO.-
En parecida
esquina y con similares ropajes, se nos presenta la enigmática primera persona
que no quiso identificar el lugar de la Mancha donde vivía el hidalgo y de la
misma forma que aparece, se marcha. Maese Pedro representa el romance de Gaiteros,
también llamado retablo de Melisendra, la esposa de aquel, y don Quijote la
emprende contra tablados y títeres creyendo, sin duda por causa de encantadores,
cierto el peligro que corría la pareja. De forma intermitente don Quijote irá
dando razones y sinrazones, entrando en las figuras desportilladas y saliendo
al encuentro de Gaiteros y Melisendra en pos de su destino. Es la vuelta al
Quijote de 1605.
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Morin, Edmond dibujante y grabador. Arnauld de Vressem, impresor. París 1850. |
CAPÍTULO VIGÉSIMO SÉPTIMO.-
Descubre
Cide Hamete con nota al pie de página del traductor la identidad del titerero:
Ginés de Pasamonte, el galeote liberado por don Quijote, hurtador de rucios y
espadas. Decide don Quijote demorarse en las riberas del Ebro por sobrarle
tiempo para las justas de Zaragoza y desde una loma observa doscientos hombres
armados bajo un estandarte que representa a un burro rebuznando en inequívoca alusión
al cuento de los dos regidores en alcaldes convertidos. Y como entre burros
andaba el juego, resultó ser Sancho quien mejor remedaba la voz del asno, lo
que, como era previsible, provocó las iras del pueblo que tomó por mofa,
habilidad tan comprometida. Aquí el prudente fue don Quijote que eligió la
retirada como mejor estrategia. Es el conocido como episodio o aventura del
rebuzno.
CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO.-
Esta
vez los palos se los ha llevado Sancho por su “música de rebuznos” y como al
dolor le brota siempre el resquemor de la culpa, Sancho engarzará un reproche
con otro: la huída, la mala vida escuderil, la paga insatisfecha, la ínsula que
no llega… Y don Quijote se lamenta con profunda melancolía de este
“prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería”. Sancho
se reconoce asno y don Quijote perdona, pero queda un hueco que no se termina
de cerrar.
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John Vanderbank, dibujante y Claude du Bosc, grabador. Tonson. Londrés 1742. |
CAPÍTULO VIGÉSIMO NONO.-
Allí,
en las riberas del Ebro, los molinos son barcos y los gigantes, encantadores. No
se han apartado cuatro varas de la orilla donde han quedado el rucio y
Rocinante, y don Quijote estima ya muy probable que hayan atravesado el
ecuador. Y es que don Quijote ya no navega por el Ebro sino por entre las
esferas astrales y cuando de repente se topa con una aceña, la toma por ciudad,
fortaleza o castillo. De vuelta a las andadas, a ese Quijote que transmuta la
realidad al acomodo de sus entendederas. Pero aún así hay diferencias porque
“aunque parecen aceñas no lo son […] como lo mostró la experiencia en la
transformación de Dulcinea”. Grave conflicto es que un escudero se meta a
encantador. A todo esto el barco va ya en el raudal de las ruedas directo a
hacerse pedazos. Don Quijote esgrime la espalda, los molineros tratan de evitar
el desastre con sus largas varas y Sancho reza de hinojos. Si la barcaza gira y
arroja su contenido a las aguas es porque “en esta ventura se deben de haber
encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta:
el uno me deparó el barco y el otro dio conmigo al través”. Don Quijote
comprende que esta aventura le estaba reservada a otro caballero andante y no a
él, razón por la cual paga a los pescadores la barca perdida y grita perdones a
los cautivos que no podrá liberar. No puede más y la tristeza vuelve a ser la
compañera del Caballero de los Leones.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO.-
Es
el capítulo del encuentro con los duques, cuyo título, por cierto, nunca
llegamos a saber. Tan pronto como saben de la llegada de don Quijote, ya están
los duques concertándose no para seguirle la corriente al disparatado
protagonista de la novela que narra sus aventuras y que ellos conocen, sino para
recrear un mundo a su imagen y medida, aunque el lector acabe dudando sobre la
pertenencia de ese mundo. La torpeza de Sancho que conduce a su caída y a la de
su amo en presencia de la duquesa, es todo un presagio de futuro.
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Manuel Ángel Álvarez, dibujante. S. Calleja. Madrid 1904. |
CAPÍTULO TRIGÉSIMO PRIMERO.-
El
recibimiento que los duques dan a don Quijote es el que en los libros se cuenta
como propio de los caballeros andantes. “¡Bien sea venido la flor y nata de los
caballeros andantes!”. Sancho que aunque cosido a la duquesa parece postergado,
riñe con la dueña doña Rodríguez a quien tomando por zagal de cuadras encomienda
el cuidado de su rucio. La queja de la dueña hace intervenir a los duques
quedando todos contentos salvo el propio don Quijote, poco gustoso de la
torpeza del escudero. Lo que le está pidiendo don Quijote a Sancho es que no
descubra “quien ellos eran”, es decir, comportémonos como los personajes que
los duques conocen por la novela. Pero Sancho soporta mal el protagonismo que
los duques conceden a su amo y poco después vuelve a intervenir contando un
cuento o, por mejor decir, una historia pues es la veracidad de lo contado lo
que más parece interesarle a Sancho.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO.-
La
réplica de don Quijote a la invectiva del capellán en defensa de la andante
caballería, tiene más de bondadoso idealismo que de auténticos resortes de
acción. El eclesiástico abandona la casa de los duques para no ser cómplice de
burla alguna ya que los cuerdos “canonizan sus locuras [la de los locos]”. Las
enjabonadas barbas de don Quijote en cuyo manosear se han empeñado cuatro
doncellas, levantan la envidia de Sancho que reclama su lavatorio a la duquesa.
Aparta de este modo Cervantes a Sancho de la escena siguiente en la que don
Quijote se lamentará ante los duques del encantamiento que sufre su Dulcinea. Si
hay o no Dulcinea en el mundo solo Dios lo sabe, responde don Quijote a las sutilezas
literarias de la duquesa y acertada es la respuesta, pues que es la perfección
lo que justifica su existencia, de ahí que, perdida aquella, solamente
encantada pueda sobrevivir. Pero como todo hablar de Dulcinea conduce
inevitablemente a Sancho, este irrumpe en la sala “con un cernadero por
babador” y un pícaro de cocina que pretende manosearle la barba con agua de
fregar a quien es “gobernador electo” de una ínsula “de nones” que posee el
duque. “Perecida de risa” escuchaba la duquesa las razones de Sancho, que las
jabonaduras “más parecen burlas que agasajos de huéspedes”.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO TERCERO.-
Sancho
renuncia a la siesta por entretener a la duquesa que mucho gusta de su simplicidad
y agudeza. Le confiesa Sancho que el encantamiento de Dulcinea es una pura
invención suya, lo que hará que asistamos en los capítulos sucesivos a una
dilatada trama para procurar a Dulcinea el restablecimiento de su hermosura.
Tanto disfrute obtiene la duquesa de las tres o cuatro docenas de refranes que
Sancho inserta uno detrás de otro, que se muestra dispuesta a contradecir a
Sancho en su negativa a reconocer el encantamiento de Dulcinea y, contra lo
previsible, la propuesta de la duquesa es bien recibida. Ni Sancho es tan
discreto como para inventar cuento de encantamiento, ni don Quijote está tan
loco para ser persuadido con tan poco. El favoritismo que la duquesa expresa
por cuanto dice Sancho, provoca en este cierto enardecimiento llegando no ya a
expresar juicios muy desfavorables contra las dueñas: “…ser más propio y
natural [de ellas] pensar jumentos que autorizas las salas”, sino también a
encomendar el rucio a la propia duquesa y hasta a manifestar, con abierta
socarronería, que es mejor que el rucio quede en la caballeriza que en las
niñas de los ojos de la duquesa.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO CUARTO Y TRIGÉSIMO QUINTO.-
En
el transcurso de la montería que organizan los duques, Sancho, temeroso de que
la furia del jabalí termine por acometerlo, se encarama en una encina de donde
queda colgado cabeza abajo al quebrarse la rama. Discute luego Sancho el gusto
por la caza (“matar a un animal que no ha cometido delito alguno”), con el
duque hasta que llegada la noche el espectáculo preparado los huéspedes arranca
con la aparición de un postillón que dice ser el diablo que anuncia la llegada
de Montesino acompañando a la mismísima Dulcinea encantada. Don Quijote piensa
si no es ello la más clara prueba de la verdad de sus visiones en la cueva y
Sancho medita si acaso no estuviera ya encantada Dulcinea cuando él mismo la
señaló. Pero quien aparece entre luces, ruidos y músicas es Merlín para dar
cuenta de los “tres mil azotes y trescientos en ambas sus valientes posaderas”
que Sancho ha de propinarse para desencantar a Dulcinea. “Yo no sé qué tienen
que ver mis posas con los encantos”, es la negativa respuesta del escudero.
Para hacerle variar la opinión ha de intervenir una Dulcinea temporalmente
desencantada. Sancho acepta azotarse. Un bellísimo amanecer cervantino pone el
punto y final al capítulo.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO.-
Por
si hubiera alguna duda, el inicio del capítulo nos aclara que fue el mayordomo
del duque quien escribió y representó el papel de Merlín. La duquesa no se
muestra contrariada por la cicatería de Sancho con los azotes, pues ello permitirá
prolongar la burla. La fecha de la carta a Teresa Panza ha dado lugar a muchos
comentarios entre los cervantistas porque se acomoda mal a la cronología
interna de la obra y bien a la externa. Estando en el jardín y alzados los
manteles con mucha prosopopeya hace entrada Trifaldín el de la Barba Blanca, el
escudero de la condesa Trifaldi, la dueña Dolorida que “a pie y sin
desayunarse” desde lueñes tierras, ha llegado a la casa del duque para suplicar
a la ayuda de don Quijote: “… el remedio de las cuitas, el socorro de las
necesidades, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas…”.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO.-
Escuderos
y dueñas, tirios y troyanos. Es natural que Sancho aprecie el peligro que para
la consecución de su ínsula representa la llegada de la dueña Dolorida, pues si
don Quijote ha de marchar, lógicamente el escudero va detrás. Tanto ha
aprendido Sancho que hasta discute si los duques han de salir o no a recibir a
la Trifaldi que aún siendo condesa, como dueña sirve.
CAPÍTULO
TRIGÉSIMO OCTAVO.-
La
condesa de las tres faldas, es decir la Trifaldi, se dirige a los duques
haciendo un uso excesivo del superlativo –ísimo, lo que da pie a Sancho a
redondear la burla afirmando que ciertamente se encuentra en ese lugar el “don
Quijotísimo”. Cuenta la condesa los amores entre la heredera del reino de
Candaya, Antonomasia, y un bizarro caballero poeta, bailarín y guitarrista, el
cual primero enamoró a la condesa por ser guardiana de la infanta. El relato es
tan lento y tan centrado en su misma persona que el lector queda con Sancho que
pide “priesa, señora Trifaldi”.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO NONO.-
Los
amores entre Antonomasia y Clavijo hacen enfermar a la reina Magungia que
termina por morir. Si excesiva es la reacción de la reina, Sancho admite un
desmayo y ve desmedido que forzara su entierro,
la llegada del primo hermano de Magungia, el gigante Malambruno, lo
complica todo pues siendo además encantador y dispuesto a tomar venganza,
convierte en estatuas a Antonomasia y a Clavijo, y en barbadas a las dueñas del
reino.
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Salvador Tusell. Viuda de Luis Tasso. Barcelona 1905. |
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO.-
El
tal Malambruno resulta ser dueño de un caballo que ni “come ni duerme ni gasta
herraduras… que… camina llano y reposado”, por los aires y es conocido como
Clavileño que no se gobierna con freno ni jáquima sino con clavija, de ahí el
nombre. En este caballo de madera han de montar don Quijote y Sancho para
viajar hasta el reino de Candaya. Sancho se niega a acompañar a su señor y no
es mala la queja, que la fama queda para los caballeros y los trabajos para los
escuderos.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO PRIMERO.-
Cuatro
salvajes traen a Calvileño. El duque interviene para convencer a Sancho quien
acaba por acceder a acompañar a su amo, pero pregunta si mientras viaje a lomos
de Clavileño podrá encomendarse a Dios, pues siendo, como parece, todo cosa de encantamientos,
teme que la invocación divina neutralice los poderes que hacen volar a
Clavileño. La respuesta no puede ser más cargada de burla encubierta, pues
Malambruno aunque encantador, es cristiano “y hace sus encantamentos con mucho
tiento, sin meterse con nadie”. Don Quijote recuerda el Paladión de Troya y
quiere ver “lo que Clavileño trae en el estómago” y la Dolorida tiene que salir
fiadora de su encantador. Aventura de barbero a la postre que el fin no es otro
que rapar las barbas de las dueñas para dejarlas en “su primera lisura”. Los
ojos vendados, los fuelles ventosos, las estopas ardientes, los cohetes que le
estallan a Clavileño en el interior antes de volver al lugar que nunca se
abandonó. Y sin embargo…, con cuánta razón don Quijote le dice a Sancho aquello
de si vos queréis que yo os crea, yo quiero que vos me creáis. “Y no os digo
más”.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO.-
Que
no es cosa de merecimientos, es la primera advertencia que don Quijote hace a
Sancho, sino de mercedes. Y no es destemplanza sino simple y certero
recordatorio hecho a quien se ajustó a salario. Se recogen después los primeros
consejos dados a Sancho por su amo para el buen gobierno de la ínsula. Si todo
gobierno ha de respetar los tres principios del temor de Dios, conócete a ti
mismo y sé virtuoso, don Quijote desciende a la arena de los aconteceres
diarios y exhorta a Sancho para que actúe respetando verdad, justicia y
compasión, y procure que estas tres gracias se den la mano.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO TERCERO.-
Que
sea limpio y ceñido, que coma poco, que sepa dar librea a sus criados, el andar
despacioso y el hablar reposado, que abandone refranes y disputas de linajes,
que madrugue y vista calza entera mejor que greguescos. La separación está a
punto de ultimarse.
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Ídem. |
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO CUARTO.-
El
gran parecido que el mayordomo del duque tiene con la condesa Trifaldi es el
tema de la última conversación entre Sancho y don Quijote. Queda este,
melancólico, en casa de los duques y Cervantes utiliza el incidente de los
puntos saltados en la media de don Quijote para llevar este sentimiento hasta
el desamparo. Ni la sugerencia que la duquesa hace a don Quijote de ser servido
por cuatro doncellas, ni el ofrecimiento amoroso de Altisidora, menguan la
fidelidad de don Quijote por su Dulcinea, si acaso una cierta desesperanza, el
pesar que la “corta ventura” de su dama provoca en el ánimo del “desdichado
andante”.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO QUINTO.-
Comienza
en este la alternancia de capítulos entre don Quijote y Sancho. Tres pleitos le
plantean los de Barataria a Sancho. El primero, el del sastre y el labrador,
posee resonancias salomónicas, razón por la cual cabe aceptar que a la
sabiduría popular como la fuente de la que bebe Sancho. Los otros dos, sin
embargo, el cuento de la cañaheja y el del labrador y la meretriz, revelan más
el ingenio de Cervantes que la aplicación de Sancho.
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Este es Sancho con el de Miguel Turra. |
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEXTO.-
Retornamos
a don Quijote y tras una noche de pulgas, lo encontramos concentrado en el
detalle de su vestimenta: mantón escarlata, montera de terciopelo, pasamanería
de plata y hasta versos y músicas compuso. ¿Es este un caballero andante o más
bien uno cortesano? La broma pesada de
los duques de los cencerros y los gatos acentúa la melancolía de don Quijote,
pues de vilipendio ha de juzgar un caballero andante quedar con la cara cruzada
de arañazos por muy encantando que esté el gato.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO.-
El
médico, con una barba de ballena en la mano a modo de puntero, apenas si deja
que Sancho pruebe bocado. El duque sabedor de la reacción de Sancho urde
apretarle la clavijas y manda un correo en el que además de dar aviso de
“asalto furioso” contra Barataria por enemigos ducales, apercibe al gobernador
del peligro que su vida corre por cuatro disfrazados que quitarle la vida
quieren. Se resigna Sancho a no comer más que un pedazo de pan y unas uvas “que
en ellas no podrá venir veneno”. Pero todo puede ir a peor: que si el médico no
deja comer, el labrador de Miguel Turra no dejar descansar.
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José Juan Camarón y Meliá la dibujó. Sancha. Madrid 1797-1798. |
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO OCTAVO.-
Por
las descritas “desdichas anejas a la andante caballería”, dice en un prodigioso
juego de letras Cervantes, don Quijote seis días estuvo encerrado en su
habitación. La reclusión le hace temer por su honestidad que en la casa de los
duques se ha convertido en codiciada pieza de caza: doña Rodríguez, dueña de
repulgadas tocas, entra de noche en su habitación. Después de confusos
pensamientos, apagones de vela, entradas y salidas, doña Rodríguez expone su agravio
a don Quijote. Pero esta no es mofa ducal, sino credulidad ingenua. Tanto por
el reproche que al duque dirige la dueña, como por la revelación del secreto de
las fuentes de la duquesa, no cabe duda alguna que no hay aquí burla, sino que
realmente doña Rodríguez cree en el poder de nuestro caballero andante. La
irrupción feroz y brusca de un grupo de ánimas que azotan a la dueña y
atormentan la caballeril carne, hacen cierta la sospecha de que las paredes
oyen.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO NONO.-
Cena
por fin Sancho con licencia del señor doctor y sale después de ronda por su
ínsula. Tropieza primero con alboroto de cuchilladas debidas al juego y Sancho
piensa en cerrar sus casas. Un chocarrero mozo que del brazo de un corchete
llega, interrumpiendo los aherrojados pensamientos. Este trenzador de hierros
de lanzas que huye de la preguntona justicia, porfía con Sancho hasta lograr
que se premie su ingenio. El encuentro
de la ronda con una joven y hermosa doncella disfrazada de hombre, hace
presagiar algún jugoso cuento por tratarse de joven de familia principal. Y sin
embargo, nada cuenta, no hay aventura ni lance amoroso, sino una simple
travesura.
CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO.-
Fue
el descubrimiento del secreto de la duquesa, el “Aranjuez de sus fuentes” por
parte de doña Rodríguez, lo que precipitó la irrupción de aquella y de
Altisidora en la habitación de don Quijote. La duquesa despacha luego un paje
con una carta para Teresa Panza, la mujer de Sancho. El paje no es un
cualquiera, sino precisamente quien hizo el papel de Dulcinea en la burla que
concluyó con la promesa de los azotes. Esta idea de trasladar la burla desde la
casa de los duques a la aldea de Sancho es indudablemente cervantina y parece
obedecer a un deseo de examen de las novedades surgidas en la casa de los
duques. Y así a la vista de corales, cartas y pajes, Sansón Carrasco y el cura
dudan de la verdad del gobierno de Sancho y de la existencia misma de la
duquesa. Es curioso que le corresponda al paje –trasunto de Dulcinea-, dar
testimonio sobre la veracidad de su embajada y ofrecer certeza del gobierno
escuderil, porque aún sabiendo que todo es tal y como lo dice el paje, solo la
burla lo sostiene.
CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO PRIMERO.-
Hay
en Sancho signos de hastío. Los cuatro tragos de agua fría con los que se ve
forzado a desayunarse están acabando con sus deseos de este oficio grave de
gobernador. No obstante, da mesurada respuesta a un dilema difícil que se le
plantea y dicta una muy limpia carta en contestación a otra que don Quijote le
remitió. Poco tiempo le queda a Sancho después de castigar a placeras, escoger
esposo para su hija, atender pleitos, sufrir hambre, hacer constituciones e
imponer severísimas penas a los aguadores de vino, para atender a quejas de
gateamiento.
CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO SEGUNDO.-
Torna
doña Rodríguez, la segunda dueña Dolorida, a pedir favor a don Quijote por la
falta del labrador rico con su hija. Esta vez se hace en presencia de los
duques y se formaliza el desafío. El duque se las promete felices al suplantar
al ofensor, vasallo suyo, por un lacayo. Mas todo queda interrumpido con la
carta que Teresa Panza le envía a duquesa en respuesta a la suya, junto con
otra para que la haga llegar a Sancho. Acusa
recibo la señora Panza de la misiva ducal y aunque todos duden, ella cree, más
por verse ya en la corte que por el recibo de los corales, pasando por alto la
burla de la solicitud de un pago en bellotas. La desmedida curiosidad de los
duques les lleva a abrir la carta dirigida a Sancho. Cervantes muestra entonces
cómo el pueblo llano, con un ojo puesto en la cosecha de aceitunas y el otro en
el caño de la fuente, resuelve las tachas de ellas, que volverán al pueblo
después de haber salido con una compañía de soldados; las de ellos, pintores de
mala mano; o las de ambos, encinta la una, “ordenado de grados y corona”, el
otro.