domingo, 23 de noviembre de 2014

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.


Atormentado por la memoria, el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour había puesto punto y final a su vida. Los detalles se solapan con ánimo encubridor: el olor de los amores contrariados, la guerra, las fotografías de niños, el magnesio para los relámpagos, el ajedrez, el cianuro, el catre de campaña, las muletas, el gran danés, la alcoba-laboratorio, los resquicios amordazados, los frascos, las revistas, el polvo ausente… Su viejo amigo, el doctor Juvenal Urbino, se hace cargo de las primeras diligencias y de las últimas voluntades. La noche anterior, la víspera de Pentecostés, Jeremiah había ido al cine de don Galileo Daconte. Este era el plazo irrebasable: el día de Pentecostés siguiente a cumplir sesenta años. Así lo había fijado el mismo Jeremiah. El suceso había ocurrido en una ciudad caribeña y costera donde en invierno las letrinas rebosaban y en verano los vientos se llevaban a los niños por el aire. Allí, los más viejos portaban aún en el pecho la marca real de los esclavos. Es gustoso situar la acción en los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Tal vez por los tres mil libros “idénticos empastados con piel de becerro y con sus iniciales [las del doctor Urbino] doradas en el lomo”. O quizás por el silencioso desplante histórico que el loro del doctor Urbino protagonizó durante la visita del presidente de la República de Colombia, don Marco Fidel Suárez.


El mismo día que Jeremiah falleció, el loro real de Paramaribo que doña Fermina Daza había regalado a su marido el doctor Urbino, se escapó. Pero aquel día era especial para el viejo médico porque además de la muerte de su amigo, el doctor Lácides Olivilla, su más amado discípulo, celebraba las bodas de plata. De manera que por un día bien podía Juvenal Urbino olvidar las muchas encrucijadas de incomprensión a las que la vida lo había sometido. Pero eso se convirtió en un descuido imperdonable porque después de la sagrada siesta, en un momento de pausa en la lectura y mientras se balanceaba ligeramente en el mecedor, el doctor lo vio: el sirvergüenza del loro en la rama más baja del mango, casi a la altura de la mano. Eran poco más de las cuatro de la tarde del día de Pentecostés, cuando el doctor se dio cuenta de que la vida se le iba tras la escalera a la que se había encaramado, sin más tiempo que para despedirse de su esposa: “Solo Dios sabe cuánto te quise”.


En medio de las urgencias que una muerte de tanta significación trae consigo, una figura ignorada hasta entonces, Florentino Ariza, puso algunos remedios y fue uno de los pocos que aguantó bajo la lluvia hasta que el cuerpo del doctor Urbino reposó en el mausoleo familiar. Despedido el velatorio post-inhumatorio, Florentino Ariza no se anda por las ramas, se presenta ante la viuda del doctor y renueva allí mismo unos votos de amor que ya habían cumplido sus bodas de oro. Naturalmente que doña Fermina Daza lo despide con cajas destempladas. Cincuenta y pico años antes del entierro del doctor Urbino, el telegrafista Lotario Thugut había mandado a Florentino a casa de Fermina para entregar un telegrama y para dar inicio a un intercambio de misivas que terminaron en compromiso de noviazgo. Pero el tratante de mulas y padre de Fermina, Lorenzo Daza, puso a su hija fuera del alcance del pretendiente, transportándola a lomos de una mula, como si fuera pescado en salazón, por las veredas de la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta llegar a una pequeña población, Valledupar, repleta de gallos, acordeones, jinetes, cohetes y campanas. La prima Hildebranda Sánchez recibió a la desamparada Fermina y poco a poco le hizo ver que es posible ser feliz contra el amor. Y año y medio después de la separación, al girar la cabeza en un revuelo de mercado, Fermina se da cuenta del desencanto brusco que el rostro de Florentino causa en su corazón. Percibe en un solo instante sus “aires de perro apaleado [y] su atuendo de rabino en desgracia”.


Cuando a los veintiocho años el doctor Juvenal Urbino regresó de París tras completar sus estudios, una epidemia de cólera morbo había convertido al pueblo en algo remoto y ajeno. Ocupó el consultorio del padre fallecido y lucho contra letrinas y basuras. También el trabajo le llevó al doctor Urbino hasta Fermina por sospecha de apestamiento, pero le costó mucho más que una borrachera de anisado y una serenata con piano y pianista llegar hasta el corazón de la hija de Lorenzo Daza. La llegada de la prima Hildebranda resultó capital. Cierto día que ambas salían de ser retratadas, el landó de los caballos de oro del doctor Urbino las rescató de en medio de la turba que había comenzado a burlarse de su aspecto. Y entonces el interés de la prima por dueño de la casa del Marqués de Casalduero, despertó en Fermina las “chispas de azufre… de los años que le faltaban por vivir” y no quiso hacerlo sola.


Si algo podía poner remedio a la noticia de la boda de Fermina era iniciar los preparativos del exilio del desamor. Y un domingo de julio a las siete de la mañana Florentino tomó el navío de la Compañía Fluvial del Caribe que llevaba el nombre de su padre: Pío Quinto Loayza. En un viaje de ida y vuelta buscó Forentino el olvido en las aguas del río Magdalena y el consuelo en los brazos de Rosalba. Y más tarde, bajo las bombas del general rebelde Ricardo Gaitán, en los de la viuda de Nazaret, “una mujer de recursos pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto”. Los amores terceros lo fueron en cueros con Ausencia Santander que desnudaba a los hombres como si fueran un pescado vivo. Los clandestinos de la succionadora Sara Noriega. Los mensajeros de la malograda Olimpia Zuleta. Vinieron después algunos cientos más hasta completar más de una veintena de cuadernos, todas rendidas ante este menesteroso del amor. Amores de esposo infiel sin traición.


En parecidos términos teóricos podía decirse que el doctor Urbino y Fermina se habían casado más por desafío que por amor, pero en su viaje no había caimanes en los playones, ni gallinazos, ni niños dormidos dentro de jaulas. El lujo de atravesar el Atlántico predispone el espíritu para el amor y, sin duda, de París se vuelve con un baúl lleno de objetos y, también, de recuerdos. Fermina regresó embarazada y la capacidad intacta de resumir dos años de viajes y matrimonio en cuatro palabras: “Más es la bulla”. Por las referencias que la novela proporciona debemos estar en la última década del siglo XIX porque Victor Hugo ya estaba muerto, pero aún vivía Oscar Wilde.  

Cuando Florentino vio a Fermina embarazada tomó dos decisiones: ganar fortuna y nombre y esperar la muerte del marido. Con esta determinación Florentino fue a visitar a su tío León XII, el magnate de la navegación fluvial presidente de la Compañía Fluvial del Caribe. Y sin poner más carne en el asador que el cuerpo mismo de Fermina, Florentino llegó a Presidente y Director General.


Regresada del dilatado viaje de bodas, Fermina se dio cuenta de que estaba a punto de iniciarse su cautiverio. Seis años vividos entre el color venoso de las berenjenas de doña Blanca, la suegra, y la imbecilidad de las dos cuñadas. El espanto no es eterno y muerta doña Blanca, Fermina regresó por segunda vez de París embarazada. El noble y odiado palacio del Marqués de Casalduero fue vendido para dar inicio a las obras de la quinta de La Manga, donde a las berenjenas se les eliminó el veneno convirtiéndolas en puré. La crisis, la única crisis, del matrimonio coincidió con el torneo de ajedrez en el que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó a cuarenta y dos adversarios. La desgracia tuvo que ver con el afán husmeador de Fermina y la reconciliación con cierta mediación del arzobispo de Riohacha.

Cuando Florentino oyó las campanas de la catedral doblar por la muerte del doctor Urbino, las trampas de compasión de Florentino Ariza habían terminado de girar. Al fin “la muerte había intercedido en favor suyo” y es entonces cuando comprendemos cómo cincuenta años de tregua pueden desembocar en una noche de torpeza. Después vinieron las cartas que en realidad no eran más que hojas sueltas del libro de la vida, y las visitas, todos los martes a las cinco, que muy pronto reivindicaron un lugar familiar junto a la baraja, los almuerzos y las flores. Sin embargo, las escaleras se encargaron de trastocar dos meses de felicidad y retrotraer el intercambio epistolar a la estéril ñoñería de los versos melancólicos. Del resto, mejor olvidar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario