Atormentado por la memoria, el
refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour había puesto punto y final a su
vida. Los detalles se solapan con ánimo encubridor: el olor de los amores
contrariados, la guerra, las fotografías de niños, el magnesio para los relámpagos,
el ajedrez, el cianuro, el catre de campaña, las muletas, el gran danés, la
alcoba-laboratorio, los resquicios amordazados, los frascos, las revistas, el
polvo ausente… Su viejo amigo, el doctor Juvenal Urbino, se hace cargo de las
primeras diligencias y de las últimas voluntades. La noche anterior, la víspera
de Pentecostés, Jeremiah había ido al cine de don Galileo Daconte. Este era el
plazo irrebasable: el día de Pentecostés siguiente a cumplir sesenta años. Así
lo había fijado el mismo Jeremiah. El suceso había ocurrido en una ciudad
caribeña y costera donde en invierno las letrinas rebosaban y en verano los
vientos se llevaban a los niños por el aire. Allí, los más viejos portaban aún
en el pecho la marca real de los esclavos. Es gustoso situar la acción en los
años treinta o cuarenta del siglo pasado. Tal vez por los tres mil libros
“idénticos empastados con piel de becerro y con sus iniciales [las del doctor
Urbino] doradas en el lomo”. O quizás por el silencioso desplante histórico que
el loro del doctor Urbino protagonizó durante la visita del presidente de la
República de Colombia, don Marco Fidel Suárez.
El mismo día que Jeremiah
falleció, el loro real de Paramaribo que doña Fermina Daza había regalado a su
marido el doctor Urbino, se escapó. Pero aquel día era especial para el viejo
médico porque además de la muerte de su amigo, el doctor Lácides Olivilla, su
más amado discípulo, celebraba las bodas de plata. De manera que por un día
bien podía Juvenal Urbino olvidar las muchas encrucijadas de incomprensión a
las que la vida lo había sometido. Pero eso se convirtió en un descuido
imperdonable porque después de la sagrada siesta, en un momento de pausa en la
lectura y mientras se balanceaba ligeramente en el mecedor, el doctor lo vio: el
sirvergüenza del loro en la rama más baja del mango, casi a la altura de la
mano. Eran poco más de las cuatro de la tarde del día de Pentecostés, cuando el
doctor se dio cuenta de que la vida se le iba tras la escalera a la que se
había encaramado, sin más tiempo que para despedirse de su esposa: “Solo Dios
sabe cuánto te quise”.
En medio de las urgencias que una
muerte de tanta significación trae consigo, una figura ignorada hasta entonces,
Florentino Ariza, puso algunos remedios y fue uno de los pocos que aguantó bajo
la lluvia hasta que el cuerpo del doctor Urbino reposó en el mausoleo familiar.
Despedido el velatorio post-inhumatorio, Florentino Ariza no se anda por las
ramas, se presenta ante la viuda del doctor y renueva allí mismo unos votos de
amor que ya habían cumplido sus bodas de oro. Naturalmente que doña Fermina
Daza lo despide con cajas destempladas. Cincuenta y pico años antes del
entierro del doctor Urbino, el telegrafista Lotario Thugut había mandado a
Florentino a casa de Fermina para entregar un telegrama y para dar inicio a un
intercambio de misivas que terminaron en compromiso de noviazgo. Pero el
tratante de mulas y padre de Fermina, Lorenzo Daza, puso a su hija fuera del
alcance del pretendiente, transportándola a lomos de una mula, como si fuera
pescado en salazón, por las veredas de la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta llegar a una pequeña población,
Valledupar, repleta de gallos, acordeones, jinetes, cohetes y campanas. La
prima Hildebranda Sánchez recibió a la desamparada Fermina y poco a poco le
hizo ver que es posible ser feliz contra el amor. Y año y medio después de la
separación, al girar la cabeza en un revuelo de mercado, Fermina se da cuenta
del desencanto brusco que el rostro de Florentino causa en su corazón. Percibe
en un solo instante sus “aires de perro apaleado [y] su atuendo de rabino en
desgracia”.
Cuando a los veintiocho años el
doctor Juvenal Urbino regresó de París tras completar sus estudios, una
epidemia de cólera morbo había convertido al pueblo en algo remoto y ajeno.
Ocupó el consultorio del padre fallecido y lucho contra letrinas y basuras. También
el trabajo le llevó al doctor Urbino hasta Fermina por sospecha de
apestamiento, pero le costó mucho más que una borrachera de anisado y una serenata
con piano y pianista llegar hasta el corazón de la hija de Lorenzo Daza. La
llegada de la prima Hildebranda resultó capital. Cierto día que ambas salían de
ser retratadas, el landó de los caballos de oro del doctor Urbino las rescató
de en medio de la turba que había comenzado a burlarse de su aspecto. Y
entonces el interés de la prima por dueño de la casa del Marqués de Casalduero,
despertó en Fermina las “chispas de azufre… de los años que le faltaban por
vivir” y no quiso hacerlo sola.
Si algo podía poner remedio a la
noticia de la boda de Fermina era iniciar los preparativos del exilio del
desamor. Y un domingo de julio a las siete de la mañana Florentino tomó el
navío de la Compañía Fluvial del Caribe que llevaba el nombre de su padre: Pío
Quinto Loayza. En un viaje de ida y vuelta buscó Forentino el olvido en las
aguas del río Magdalena y el consuelo en los brazos de Rosalba. Y más tarde,
bajo las bombas del general rebelde Ricardo Gaitán, en los de la viuda de
Nazaret, “una mujer de recursos pueriles, que además no paraba de hablar en la
cama de su congoja por el esposo muerto”. Los amores terceros lo fueron en
cueros con Ausencia Santander que desnudaba a los hombres como si fueran un
pescado vivo. Los clandestinos de la succionadora Sara Noriega. Los mensajeros
de la malograda Olimpia Zuleta. Vinieron después algunos cientos más hasta
completar más de una veintena de cuadernos, todas rendidas ante este
menesteroso del amor. Amores de esposo infiel sin traición.
En parecidos términos teóricos
podía decirse que el doctor Urbino y Fermina se habían casado más por desafío
que por amor, pero en su viaje no había caimanes en los playones, ni gallinazos,
ni niños dormidos dentro de jaulas. El lujo de atravesar el Atlántico
predispone el espíritu para el amor y, sin duda, de París se vuelve con un baúl
lleno de objetos y, también, de recuerdos. Fermina regresó embarazada y la
capacidad intacta de resumir dos años de viajes y matrimonio en cuatro
palabras: “Más es la bulla”. Por las referencias que la novela proporciona debemos
estar en la última década del siglo XIX porque Victor Hugo ya estaba muerto,
pero aún vivía Oscar Wilde.
Cuando Florentino vio a Fermina
embarazada tomó dos decisiones: ganar fortuna y nombre y esperar la muerte del
marido. Con esta determinación Florentino fue a visitar a su tío León XII, el
magnate de la navegación fluvial presidente de la Compañía Fluvial del Caribe.
Y sin poner más carne en el asador que el cuerpo mismo de Fermina, Florentino
llegó a Presidente y Director General.
Regresada del dilatado viaje de
bodas, Fermina se dio cuenta de que estaba a punto de iniciarse su cautiverio.
Seis años vividos entre el color venoso de las berenjenas de doña Blanca, la
suegra, y la imbecilidad de las dos cuñadas. El espanto no es eterno y muerta
doña Blanca, Fermina regresó por segunda vez de París embarazada. El noble y
odiado palacio del Marqués de Casalduero fue vendido para dar inicio a las
obras de la quinta de La Manga, donde a las berenjenas se les eliminó el veneno
convirtiéndolas en puré. La crisis, la única crisis, del matrimonio coincidió
con el torneo de ajedrez en el que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó a
cuarenta y dos adversarios. La desgracia tuvo que ver con el afán husmeador de
Fermina y la reconciliación con cierta mediación del arzobispo de Riohacha.
Cuando Florentino oyó las
campanas de la catedral doblar por la muerte del doctor Urbino, las trampas de
compasión de Florentino Ariza habían terminado de girar. Al fin “la muerte
había intercedido en favor suyo” y es entonces cuando comprendemos cómo cincuenta
años de tregua pueden desembocar en una noche de torpeza. Después vinieron las
cartas que en realidad no eran más que hojas sueltas del libro de la vida, y
las visitas, todos los martes a las cinco, que muy pronto reivindicaron un
lugar familiar junto a la baraja, los almuerzos y las flores. Sin embargo, las
escaleras se encargaron de trastocar dos meses de felicidad y retrotraer el
intercambio epistolar a la estéril ñoñería de los versos melancólicos. Del
resto, mejor olvidar.
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