A punto de cumplirse los 25 años
de la publicación de este magnífico libro, sigue sorprendiendo que estemos ante
un libro de encargo. Ciertamente, escribir es un acto irreflexivo,
probablemente el más irreflexivo de todos, porque sumerge al escritor en la meticulosa
búsqueda de una conciencia única. Muñoz Molina se aferra con la avaricia del
historiador que ve en cada sombra un relámpago del pasado, al clavo del que
cuelga la memoria de las cosas. Es en las fachadas blancas manchadas por los
balcones cubiertos de macetas donde el sol de Córdoba saca músculo. Este sol
milenario que hoy frecuenta los gimnasios, paseó sus pies infantiles por el
pavimento de la mezquita. Se hace acompañar Muñoz Molina por Walter Benjamín y
Jorge Luis Borges, tal vez para asegurarse de que la historia y la religión
sigan perteneciendo al paraíso de la literatura. A nosotros, sin embargo, nos
parece que comparte más elementos con Javier Reverte: buscadores de perlas en
los mares de la historia.
El rumbo lo traza Muñoz Molina
desde esa especie de sarpullido que es la plaza de la Corredera, cuadrilátero
en el que los contendientes pocas veces salen de sus rincones. Los cristianos
pintaron la pérdida de Córdoba como un cataclismo que los amables términos de
la capitulación firmada entre el visigodo Teodomiro y el árabe Abd al-Aziz, no
corroboran. Para los árabes parecía ser más cosa de sueño, el del gobernador
del norte de África, Musa ibn Nusayr, que envío al general beréber Tariq ibn
Ziyad al imposible de conquistar Hispania.
Cuatro décadas después, tras un
viaje que duró cinco años desde Damasco a Córdoba Abd al-Rahman Ibn Muawiya
llegó a España huyendo de la masacre de los abasíes. Había estos arrebatado el
poder del califato a los omeya, instaurado la capital en Bagdad y mudado el
paño blanco por el negro. Abd al-Rahman era el último de los Omeyas y su muerte
no podía estar más cargada de sentido para los usurpadores. El espléndido
relato que hace Muñoz Molina de la historia de Abd al-Rahman tiene como fuente
de inspiración la crónica árabe manuscrita conocida como Ajbar Machmua, a buen
seguro que en la traducción que de Emilio Lafuente publicó Sánchez-Albornoz en
su España Musulmana. En su huida
desesperada llega el príncipe omeya a Ifriqiya, en el norte de África, y allí
entre las tribus bereberes de su madre, encuentra al fin un poco de descanso y
seguridad.
En al-Andalus eran los árabes qaisíes los que se habían hecho con el poder, pero los Omeyas conservaban un gran número de guerreros vinculados a su familia por relaciones de clientela. El emir o valí, que aquí hay cierta confusión sobre el tiempo que tardaron los Banú al-Abbas en confirmar el cargo, en al-Andalus cuando en agosto del año 755 llegó a las playas de Almuñecar Abd al-Rahman, era Yusuf al-Fihrí. Volvía Yusuf de la campaña contra los vascones con malos resultados y su afán no era otro que pasar el otoño y el invierno en su alcázar de Córdoba. Pretensión que compartí con Abd al-Rahman que decidió aguardar en el castillo de Torrox, pues ambos sabían que las batallas eran cosa del buen tiempo y que disponían de muchos meses para tantear sus mutuas intenciones. Yusuf ofreció tierras y riquezas, incluso la mano de su hija, pero Abd al-Rahman lo quería todo. En mayo entra victorioso en Córdoba y su primera orden es prohibir el saqueo. Los yemeníes que lo acompañan se rebelan y el nuevo emir reacciona con dureza. Da la impresión, bien transmitida por Molina, que el príncipe omeya se ahogó en la soledad y extrañeza de un lugar que no era el suyo. Hizo construir el palacio de al-Rusafa y lo rodeó de palmeras y granados, pero Córdoba no se convirtió en Damasco. Abd al-Rhaman había perdido parte de su corazón en el camino.
Sobre los terrenos que ocupara la
basílica de San Vicente levantó el nuevo emir la primera de las, según Ibn Hayyan,
mil seiscientas mezquitas que hubo en Córdoba. Parece claro que es una
exageración, pero lo que los arqueólogos dicen es que la Córdoba de los Omeya
era más grande que la actual. Judíos y cristianos pagaban tributo por la
libertad de abrazar otra religión. Algunos, los muladíes, deciden convertirse
al Islam.
En ambas riberas del Guadalquivir, escondidas entre los árboles frutales y las huertas, surgieron infinidad de almunias a donde los ricos habitantes de Córdoba se retiraban en los meses de calor. En el margen izquierdo un gran cementerio musulmán, lugar de recreo y paseo, de visita frecuente y fervor religioso, ocupaba el lugar del arrabal de la Saqunda que en tiempo de al-Hakam I fue arrasado por la rebelión de los muladíes.
La historia de cómo el bagdadí
Ziryab, el mirlo, acabó en la corte
de Abd al-Rahman II, el bisnieto de su homónimo, comienza como las Mil y una noches en la Bagdad del abasí
Harún al-Rashid. Ziryab orientalizó a los cordobeses: les enseñó a vestir y a
la arreglarse, cómo debían comerse y qué, fundó una escuela de música y un
instituto de belleza. En la misma época en torno al año 850, surgió entre los
cristianos un grupo cuyo único deseo parecía ser el de morir como los antiguos
mártires. Así comenzaron a blasfemar en público, a veces ante el mismo cadí o
en el interior de la mezquita, contra Mahoma. Tal fue la epidemia de
martirología que hasta de Carmona venían para que les cortaran la cabeza y
otros, como Eulogio, empleó nueve años de su vida en lanzar injurias para
verse, al fin, premiado con el sacrificio de su martirio. Para entonces Abd
al-Rahman II ya había muerto.
La mezquita es un lugar para buscar el centro del universo y, por eso, ha de estar vacía de imágenes. Serán las palabras y la memoria quienes hagan posible que pasado y espíritu se fundan en la búsqueda de Dios. La mezquita de Córdoba es uno de esos tesoros que solo la trascendencia encerrada en el interior del hombre hace posibles. Cuando uno penetra en su interior si va bien provisto de los significados conservados por el Islam, religión veneradora de la palabra y la memoria, único capital posible del nomadismo humano, enseguida reconocerá en la orientación de la qibla un completo orden del mundo.
Abd al-Rahman al Nasir, el vencedor, más conocido como Abd al-Rahman III, se autoconstituyó en califa de occidente y príncipe de los fieles. Con él, Córdoba alcanza su máximo esplendor. Manda construir para su concubina Azahar, el palacio de Madinat al-Zahra. Dicen que tenía mil quinientas puertas y más de cuatro mil columnas y que los mármoles llegaban continuamente del norte de África, de Tarragona, de Málaga… Cuenta al-Maqqari las maravillas del palacio: dos magníficas fuentes traídas de Siria y Constantinopla, la una de mármol verde y la otra de bronce dorado; el tejado de oro del salón de los califas, cuyas paredes estaban hechas con sillares de mármol de distintos colores que dejaban pasar la luz; los estanques de peces que rodeaban el palacio consumían diariamente doce mil hogazas y eran más de trece mil los servidores del palacio. Pero igual que manda construir palacios, y probablemente con la misma indiferencia, el califa hace saltar la espada sobre el cuello de quienes le contradicen o violentan sus deseos. No debió reparar en estos inconvenientes el médico de Abd al-Rahman III o, si lo hizo, no los dio importancia. Se trata del famoso médico judío Hasday ibn Shaprut que retomó el estudio de la pócima llamada triada, una especie de curalotodo, hasta dar con su composición. Pero si por algo es conocido ibn Shaprut es por haber curado la gordura al primo del califa, el rey de León Sancho I.
En la Córdoba del siglo X el libro ocupa un lugar fundamental. El libro es un objeto de lujo como lo es el conocimiento. El cadí Ibn Futais poseía una gran biblioteca particular cuya evocación provoca una inmensa envidia. “Ocupaba un edificio entero, y sus pasillos, escalinatas y anaqueles estaban trazados de manera que había un punto central desde el que se dominaban todas las estanterías”. Desde allí al cadí le sería posible comprobar qué grado de excentricidad le separaba, en su caso, del centro del mundo. Diariamente cientos de copitas trabajaban en los arrabales poniendo todo el esmero en la caligrafía de sus manuscritos. La lentitud con la que el calígrafo maneja el cálamo, lo impregna de tinta, lo mueve con habilidad sobre el pergamino o el papel, es la dicha de saber que cada libro es un milagro. Solo así el copista puede seguir adelante con su trabajo. No se le pide que comprenda lo que transcribe, sino solo que lo haga con respeto y exactitud. Los libros eran tan valiosos y preciados como la gran perla al-Jatima que adornaba la sala del trono del califa en la Madinat. En este ambiente sacralizado por la palabra, Ibn Shaprut y Apolodoro de Salónica tradujeron al árabe el manuscrito de la Materia médica de Dioscórides. De Qayrawan en el norte de África, llegó el erudito al-Jushaní para que hoy podamos leer la historia de los jueces de Córdoba. Desde Bagdad, El Cairo, Constantinopla, Damasco llegaban constantemente libros para la biblioteca del califa al-Hakam, el hijo de al Nasir, el más culto de los Omeyas andalusíes. Los cálamos para escribir se enviaban a Córdoba desde el curso del Tigris y el papel se fabricaba en Samarcanda. Ninguna de estas dos grandes bibliotecas, la del califa y la del cadí, duraron mucho, pero podemos seguir imaginándolas.
En una prodigiosa combinación de ambición y azar Muhammad ibn Abi Amir, luego conocido por al-Mansur, en poco más de ocho años pasó de escribir documentos en un portal de escribano a administrar los bienes del hijo de al-Hakam y heredero al trono, Hisham, por decisión de la rubia Subh, aurora, concubina del califa. Muhammad parecía saberlo todo y cómo actuar en cada caso. Le bastaba una mirada o un rápido análisis para conocer el precio de cada uno: la palabra para unos y la bolsa de oro para otros. Pero la astucia y la inteligencia puestas al servicio de una excluyente ambición de poder, suelen ir acompañadas de la vileza en el camino y de la traición en la llegada. Hubo así Muhammad de sufrir la propia sublevación de su hijo Abd Allah que se refugió entre las tropas y los castillos del conde García Fernández.
Al Mansur, el vencedor o el
victorioso, porque regresó triunfador de cincuenta y dos campañas contra los
cristianos. Dicen que llevaba siempre consigo un pequeño Corán que el mismo
había copiado y que en una arqueta recogía el polvo de sus vestidos antes de
retirarse a descansar para que le sirviera de sudario en su día. Vencer es
transformar, porque solo cambiando la estrategia es posible sorprender. Y el
primero de los cambios lo sufrió la misma Córdoba cuyas calles acabaron
inundada de bereberes atraídos por las ventajas de servir en el ejército de
Muhammad. Almanzor, que es como le llamaron los cristianos, murió sin haber
sido derrotado. Y sin embargo, sabía de lo efímero de su triunfo, intuía la
guerra civil que seguiría a su desaparición.
A lo largo de los años siguientes, entre 1010 y 1013, Córdoba fue una y otra vez saqueada por los bereberes, los castellanos y los catalanes. La peste precedió a las inundaciones, el hambre al frío y la muerte acompañó a la devastación. De la Madinat al-Zahira de al-Mansur no quedó ni rastro y de la Madinat al-Zahra de al-Nasir solo unas ruinas que se utilizaron como cantera durante siglos.
Muñoz Molina traza en este asombroso libro de encargo un espléndido recorrido por las treinta generaciones de Omeyas que poblaron Córdoba. Con un estilo expositivo claro y en ocasiones embaucador, conduce al lector hacia conclusiones insospechadas al inicio de la lectura. Acabamos convencidos de un legado de profunda huella, de la pervivencia nostálgica adherida a las columnas de mármol de la mezquita, de la extraordinaria fecundidad de un espíritu moldeador de palacios y bibliotecas, de la fragilidad de lo humano y de la insuficiencia de la belleza para atraer al bien. Hay libros que abren caminos y este sin duda lo es. Lo fue para Muñoz Molina, él mismo lo ha reconocido, y debería de serlo para resucitar una generación de editores ya desaparecidos, simplemente porque los necesitamos. Para los lectores lo mejor: entrar en uno de esos callejones sin salida de la historia con las manos en los bolsillos y salir con las manos en la cabeza.
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