domingo, 20 de diciembre de 2015

Deuteronomio


En las llanuras de Moab, frente a la tierra prometida, Moisés antes de morir transmite al pueblo un resumen de lo acontecido en varios discursos en los que es difícil saber si la voz es la del profeta, la de Dios o la del autor del texto. “Estas son las palabras que dirigió Moisés a todo Israel…” en el primer día del mes decimoprimero en el año cuadragésimo desde la salida de Egipto. Ni siquiera Moisés entrará en la tierra prometida, la irritación de Dios con los hijos de Israel por su desobediencia solo admite dos excepciones: Khaleb, hijo de Iefonné y el Iesoús, hijo de Naué. Recuerda Moisés el paso por las tierras de Esaú. Primero fue Seón, rey de los amorreos, el que vive en Hesebón. Después Dios entregó a Og, el rey de Basán, con todo su pueblo. Hizo contemplar desde el monte Pisgá la tierra prometida a Moisés, porque este no cruzará el Jordán.


Este pueblo que hace “imagen tallada de cualquier cosa” a pesar de la prohibición divina revelada en el monte Khoreb, será dispersado entre todas las naciones y en su aflicción hallará al Señor. “El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras estarán en tu corazón y en tu espíritu, y se las enseñarás a tus hijos hablando sobre ellas cuando estés sentado en casa, cuando vayas por un camino, cuando estés acostado y estés levantado. Y las atarás a tu mano como señal, y serán inquebrantables ante tus ojos. Y escribidlas en las jambas de vuestras casa y de vuestras puertas.” El Shemá que es recordado. Porque no solo de pan vive el hombre, sino que tan necesario como este le es la palabra “que salga de la boca de Dios”. Pueblo de cerviz dura y flaco de memoria con el que Dios ha de emplearse a fondo.



Moisés tiene ciento veinte años y no va a cruzar el Jordán, será Iesoús quien encabece la marcha del pueblo. Y en el monte Nabaú en la tierra de Moab frente a Jericó, Moisés murió. Y no hubo más un profeta en Israel como Moisés.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Números



«Que te bendiga el Señor y te proteja, que te muestre el Señor su cara y se  apiade de ti, que levante el Señor su cara sobre ti y te dé paz»

Un censo con los que salen de Egipto y otro con los que están a punto de entrar en la tierra prometida. Números y desierto. Tal vez por eso el texto hebreo titule el libro Bemidbar, en el desierto, porque lo que se narra es la travesía del pueblo de Dios hasta alcanzar la tierra prometida.

Dios manda a Moisés, dos años después de la salida de Egipto, que forme el censo por familias designando a un representante por cada una de las doce tribus de Israel. Los descendientes de Rubén (46 500), los de Simeón (59 300), Judá (74 600), Isácar (54 400), Zabulón (57 400), los de José son la suma de los descendientes de sus dos hijos, Efraim (40 500) y Manassé (30 200), Benjamín (35 400), Gad (45 650), Dan (62 700), Aser (41 500), Neftalí (53 400). Pero a los levitas, a los hijos de Leví, no se les pasa revista al mismo tiempo que a los demás, porque ellos son los que encargados de la tienda del testimonio. Veintidós mil fue el recuento de los levitas. Es evidente: el libro nada más empezar está lleno de números.


El pueblo anda harto de maná y echa de menos la comida de Egipto. Moisés pide un alivio de su carga. Dios decide conceder aquello que se le pide y da carne al pueblo durante un mes seguido hasta el hastío. La ira del Señor cae luego sobre Mariam y Aarón por murmurar contra Moisés y solo la intercesión de este logra calmar la cólera divina. Llega así el pueblo hasta el desierto de Farán, próximo a la tierra de los khananeos y los espías enviados por Moisés describen una tierra rica que “mana leche y miel” habitada por los hijos de Enak (los gigantes). El pueblo acogió la noticia con inmensa desesperación y fueron muchos los que pidieron regresar a Egipto. Naturalmente que Dios torna a irritarse con gente tan falta de fe y el castigo es conocido: cuarenta años de vagar por el desierto, lo que asegura un cambio generacional. Pero la rebelión continúa. Kore, un levita, la encabeza. Dios abre las entrañas de la tierra y extermina a catorce mil seiscientos. A fin de convencer a su pueblo obra Dios el  milagro de hacer brotar la vara de Aarón como representante de la casa de Leví que, en razón de los diezmos de los hijos de Israel que Dios asigna a los levitas, no tomarán parte en la herencia.



Tras la muerte de Aarón se inician los primero combates por desalojar de la tierra prometida a sus actuales ocupantes y como el pueblo continua murmurando y quejándose, el Señor manda el castigo de las serpientes asesinas, cuyo punto y final viene con la construcción de algo así como un ídolo. Retornada la confianza pueblo-Dios, Israel conquista las ciudades de los amorreos y se sitúa frente a Moab, cuyo rey, Balak, manda a buscar al gran mago y adivino de la época, Balaam, para que le ayude a expulsar a los invasores. Dios le niega el permiso, para concedérselo después y arrepentirse a continuación. Un Dios contradictorio que envía a un ángel para que confunda al pobre Balaam que termina hablando con la burra que monta. Poco después, cuando el díscolo pueblo de Israel, se entregó a la lujuria con las moabitas (se cita a Beelfegor, un demonio que toma a la lujuria, la pereza y la discordia como sus más fieles acompañantes), de nuevo el castigo divino cae como el rayo y se lleva a veinticuatro mil. No es de extrañar que Dios, después de tantas muertes, pidiera un nuevo censo. Entre los seiscientos un mil setecientos treinta resultantes (mil ochocientos veinte menos que los que salieron de Egipto), excluidos los levitas, se repartirá por lotes la tierra prometida. Solo dos vivieron los dos recuentos además de Moisés, uno de ellos, Iesoús (Josué), fue bendecido por Dios y Moisés le invistió del sacerdocio. Los límites de la tierra prometida son confusos para nosotros, pero parecen estar a ambos lados del Jordán. 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Levítico


Aunque el contenido del libro es fundamentalmente normativo hay junto a la autoridad propia de quien impone las leyes, una cierta naturalidad que rebasa la mera obediencia y se interna en la puesta en común de unas bases mínimas sobre las que asentar la convivencia.

La impureza alcanza a los animales y las prescripciones se cuelan en la cocina. Pero el texto ni es obsoleto ni está pasado de moda, es el reflejo cabal de la cultura de un pueblo antiguo.

Para ser quemado, el macho sin defecto.

Para ser degolladas, tórtolas o palomas.

La levadura y la miel prohibidas, si la ofrenda es de flor de harina.

Si el asunto concierne al prójimo, además de al Señor, a la restitución hay que sumarle un quinto y al Señor un carnero sin defecto. Ofrenda esta de perjuicio, distinta de las de salvación y pecado.

Solo los puros pueden comer del sacrificio de salvación.

Las prohibiciones comienzan por las grasas (las del abdomen fundamentalmente) y la sangre.

La paletilla derecha es para el sacerdote.


Moisés consagró a Aarón y los hijos de Aarón tocando con la sangre del segundo carnero las puntas de sus orejas, manos y pies derechos. Los hizo esperar a la puerta de la tienda del testimonio durante siete días. El octavo, Aarón y sus hijos cubrieron el altar del Señor de sacrificios y holocaustos y el Señor lo devoró todo bajo el fuego. El pueblo quedó en éxtasis por haberse manifestado el Señor. Los hijos de Aarón, Nadab y Abioud también fueron devorados por el fuego divino por poner en el incensario un fuego extraño, no ordenado por el Señor. A los hijos que quedaron vivos, Eleazar e Ithamar, Moisés les prohibió que pasaran de la puerta de la tienda del testimonio.


Y las leyes continúan: la de la lepra y la tiña, la del vestido y la casa, la impureza del espermatorreico paralela en cierto sentido a la de la menstruación, el día del a expiación y del perdón (el Yom Kipur judío). Hay normas para casi todo: la recolección, el extranjero, el fruto de los árboles, los pelos de cabezas y barbas, los juicios de pesas y medias, los salarios, el prójimo, los ganados, las telas, las criadas… porque Yo soy el Señor Dios vuestro: un dios que trata de convencer, que conoce los recovecos del miedo humano y por eso sus advertencias no suenan a amenazas.

viernes, 30 de octubre de 2015

El retrato de una dama. Henry James.


Todo americano sabe de esa pequeña eternidad inglesa que se extiende entre la hora del té y las ocho de la tarde y también que su respeto hacia semejante tradición se medirá por el escrupuloso cepillado de su traje negro. La señora Touchett regresa a Inglaterra acompañada de una desconocida sobrina lo que da motivo de conversación a su marido, que añade el título de banquero a su condición americana, al hijo de ambos, Ralph, y a Lord Warburton, caballero inglés de unos treinta y cinco años, propietario de la hermosa Lockleigh. Los americanos confunden el sigilo inglés con el rigor formalista y para desembarazarse de las reverencias de verja irrumpen en los jardines sin tan siquiera presentarse. Más o menos así fue la entrada de Isabel Archer (apellido que significa arquera que puede guardar relación con Atalanta y el feminismo) en Gardencourt, la mansión del señor Daniel Tracy Touchett, su tío. No se trata de un jardín cualquiera, pues su extensión, singularidad y situación, el Támesis lo cruza ceñido por cenicientos juncos, le convierte en uno de esos espacios donde todo se vuelve pequeño.

Aunque a Isabel le gustan los sitios donde han pasado cosas, la promesa de un viaje a Florencia neutraliza con presteza todo apego. Estamos aproximadamente en los primeros años de la década de los 70 del siglo XIX y es muy posible que al lector le sorprendiera la presencia de algo así como una corresponsal literaria de un periódico de Nueva York, la señoria Henrietta Stackpole, amiga de Isabel.

Es difícil definir a Isabel. Henry James lo emborrona todo de tal manera que resulta poco menos que incompresible. Podemos aventurarnos a decir que es algo así como una adolescente de nuestros días que regresara a casa después de una noche de botellón con el delantal lleno de rosas. Es decir, algo completamente desconcertante. Poco a poco esta imagen irá tomando un aspecto más familiar, hasta el punto de censurar el comportamiento, poco respetuoso, de su amiga Stackpole, la reportera americana con faldas, durante su visita a Gardencourt.


Isabel se ve atrapada entre dos propuestas de matrimonio, entre dos grandes fortunas, la aristocrática de lord Warburton y la industrial del pretendiente americano, Caspar Goodwood. Para rechazar al noble, no se le ocurre otra cosa a nuestro Henry James que trastornar a su personaje y mandarlo a Londres en compañía de la repelente señorita Stackpole. Ciertamente a James es más fácil leerlo entre líneas que siguiendo el texto, aun a riesgo de perder cierta finura en los matices que acompañan a los convulsos dilemas interiores de sus personajes femeninos.


Es Ralph quien centra el pensamiento del lector cuando se frota las manos ante la idea de sentarse a contemplar qué hará su prima con su vida después de haberse permitido el lujazo de rechazar a uno de los peces gordos de Inglaterra. En la época victoriana el pretendiente tenía derecho a convertirse en pesado y hasta de decidirse por el acoso, en cuyo caso la única habilidad posible de la mujer estaba en diferir el pago, es decir, en postergar la rendición de la plaza y esperar un golpe de fortuna en el ínterin. También tía Lydia contribuye a la educación sentimental de su sobrina invitando a Madame Merle, una de las mujeres más brillantes de Europa, a pasar unos días en Gardencourt. La socialmente experimentada Madame Merle, viaja hasta Florencia para visitar a su amiga, la ya viuda Touchett, pero antes se entrevista con el señor Gilbert Osmond a quien propone que contraiga matrimonio con Isabel. La ambiciosa anguila que, estamos seguros, se esconde en el interior de Madame Merle se cuaja aquí de una inquietante trama. Cabía esperar que Lydia Touchett después de que su sobrina rechazara a un par inglés, no considerara a un viudo de medio pelo partido apto para Isabel, pero mantenía cierta reserva, conocedora de que una mujer puede casarse con un hombre por la simple hermosura de sus opiniones. Y justamente eso es lo que sucedió: Isabel se casa con Osmod primero porque aquella es ya rica gracias a la muerte de su tío, segundo porque su marido es un astutísimo inútil y tercero porque ninguno de los dos ha ganado nunca un ochavo en su vida. Es decir, dos perfectos idiotas.


Las exquisitas buenas formas de un antiguo conocido de Isabel, el joven Ned Rosier, nos permiten comprobar algo más que las iniciales incompatibilidades caracteriológicas de los cónyuges y conocer por referencias sus, a lo que parece, ya abiertas desavenencias. Han transcurrido tres años desde la celebración del matrimonio y todos los jueves los Osmod reciben en los salones del romano Palazzo Roccanera. Allí Rosier se cruzará con un inglés de poblada barba clara que no es otro que el propietario de Lockleigh. La sorpresa corre a nuestro encuentro cuando conocemos del interés de lord Warburton por Pansy, la hija del señor Osmod. ¿Está realmente interesado lord Warburton por Pansy o se trata simplemente de un desesperado intento de permanecer cerca de Isabel?

La novela avanza despacio de la mano de unos personajes que parecen quedar atrapados en la órbita descrita por la infeliz relación del matrimonio Osmod. Ninguno de ellos sabe muy bien cuál es la razón que les fuerza a aproximarse a Isabel. Tampoco es muy aceptable el empeño de Isabel en sacrificarse por un credo de discutible importancia. Quizás lo más llamativo de todo sea el asombroso poder del señor Osmod, el esposo de Isabel, que sin pestañear hunde el hierro de la tortura psicológica en el derretido cerebro de su esposa.


En fin, una novela soberanamente aburrida.Y tal vez por eso de imprescindible lectura.

viernes, 9 de octubre de 2015

Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.


 Donde mi artificialidad, flor absurda, florezca en retirada belleza.


Fue hacia 1914 cuando los tres grandes heterónimos de Pessoa comparecieron: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Por aquel entonces el Libro del desasosiego permanecía entre la obra pendiente de asignación creativa. El reconocimiento es el juego supremo del fingimiento. Así, tenemos en la sucesión de fragmentos que compone el Libro del desasosiego la más íntima aproximación al yo menos desfigurado del poeta portugués.

Acometer la lectura en una de las dos versiones de las que disponemos los castellanohablantes, a saber, la de Ángel Crespo y la de Perfecto Cuadrado (Seix Barral y el Acantilado), no parece importante, porque de lo que se trata es de que cada lector construya su propio Libro del desasosiego. Naturalmente que esto no soluciona el problema porque como dice Crespo es necesario afrontar una “estrategia para una lectura que se quería literaria”. La postura de Do Prado Coelho, artífice de la edición portuguesa, fue la de organizar los fragmentos de forma tematizada buscando una cierta homogeneidad, lo que respeta Crespo con alguna variante. El otro texto, el publicado por el Acantilado –por cierto sin prólogo ni notas ¡qué feo!-, sigue el texto fijado por el erudito Richard Zenith, especialista en la obra pessoana. Por nostalgia y devoción preferimos la versión de Ángel Crespo.


La presentación de Bernardo Soares la hace el mismo Pessoa lo que sugiere que más que ante un heterónimo estemos frente a un personaje muy cercano al alter ego del escritor. Si renuncia se alinea con contemplación y modo con destino no cabe duda de que el mundo en el que estamos a punto de penetrar es un manicomio, porque, al fin y al cabo, “el derecho a vivir y triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que reconquista el internamiento en un manicomio”.

Escribir unas confesiones para decir lo mismo que expresan las cartas en un solitario: nada, apenas nada. Si algo diferencia a Soares de la modistilla es “saber escribir”, que sus almas son iguales, más iguales en el sueño. El contable ayudante de la oficina del patrón Vasques en la calle de los Doradores se queja visionariamente de la propia vida y de la vida propia. Cree tener condiciones de palacio, pero trabaja en la misma calle en que vive. Se asombra de no reconocerse en los escritos diez o más años antes, cuando lo llamativo sería lo contrario: que la sombra coincidiera con exactitud milimétrica. Al final debe bastar con un “reconocimiento sinfónico”.

Cruzar el pensamiento con las emociones, ¿pero no es así siempre, incluso para el reponedor de latas de betún? ¡Qué anchurosa es la mentira! El paisaje y la estación anual acaso sean la misma cosa. Escribir distraídamente en un café sobre el papel blanco que el camarero mismo proporciona no puede ser ajeno a un sentimentalismo de fado. Las diferencias que nos alejan de la estupidez. He ahí algo importante. A veces, basta con el blanco de las ropas tendidas en los balcones y el amarillo de los plátanos en el interior de las cestas camino de la oficina. Escribir o vivir. Entre la oficina y el río, B. Soares vive a escondidas. Quiere comprar plátanos, pero no acierta a preguntar el precio. Quiere vivir, pero sin renunciar al “trapo blanco de las reminiscencias”, esas cosas platónicas que se nos quedaron prendidas del cordón umbilical.  

Las ventajas de monotonizar la existencia son infinitas: cada mínima alteración se convierte en una aventura, el patrón Vasques vale más que los Reyes del Ensueño y la calle de los Doradores por un millón de avenidas imposibles. La mosca que distrae, la hora de cerrar, el día de fiesta. La vida y la muerte para B. Soares son muy sencillas de expresar: un transeúnte más y un transeúnte menos.


Sabedor de que Moreira, el jefe, es un hombre de verdad, Soares desenmascara con relativa facilidad a los “inferiores de la gloria pública”. Pero no se le escapa que no hay más que dos alternativas: explotados o explotadores. En semejante encrucijada tener alguna posibilidad de elegir al explotador es la opción más sabia. No sabe Soares/Pessoa qué hacer con su síndrome de hormiga encerrada en un tubo de cristal taponado por el insomnio. No se le ocurre otra cosa que irse al campo y es allí donde se da cuenta de que lo mejor del Tajo es que tiene una ciudad pegada y que el cielo fue creado para ser contemplado desde un cuarto piso en la calle de los Doradores. La dudosa fraternidad de quien nos asegura que tenemos mala cara, los buques que se cruzan en ancho río de la doble contable, el recuerdo feliz de ir a misa agarrado de la mano de mamá. A veces Soares se apoya sobre un único pie, para dejar descansar a Pessoa, otras veces es al revés. Así, alternativamente, avanzamos sin estar nunca muy seguros de si el brazo que se balancea tiene algo que ver con el que sujeta el Libro de Caja, justamente aquel que “todos los que sueñan […] tienen […] delante de sí”. Regresa la gran mancha del insomnio, la vida “al final, es, en sí misma, un gran insomnio, y hay un aletargamiento lúcido en todo cuanto penamos y hacemos”.
Domingos encerrados en cajas de cerillas vacías.

Alberto Caeiro, el primer heterónimo, era del tamaño de lo que veía y B. Soares no ve a la gente, a los demás, sino como “paisaje invisible de calle conocida”. Aunque no lo sepan son las camisas para las sombras, los claros de lunas para las lisboas y el sueño para el pensamiento. ¿Qué tendrán el primer tranvía y el primer transeúnte de la mañana que alivian la amargura del despertar? Del caos a la nada. Si yo fuera otro y fuera perfectamente consciente de que lo soy, entonces, probablemente, sería feliz: con el pijama del sueño puesto y prendidas de los pies las zapatillas de la añoranza. Parece una cosa tonta, las muchas estrellas en que se divide el insomnio. Niebla hasta las diez de la mañana. Hay una expectativa, una promesa, de ver Lisboa emerger… del insomnio. Sin duda es verdad que el alma esté cansada de la vida, pero de vivir, de vivir no.


El contable Soares imagina los hilos del vestido de la mujer que tiene frente a sí en el interior del tranvía, los trabajos de la vida social que se esconden tras el torzal del cuello. Sería preciso, señor Soares, comenzar a contar las estrellas y dejarse de filosofías propias de moscas de oficina. No es mal inicio ese de olvidarse de quién es uno mismo, de no recordarse, de irse de vacaciones dejando el tostón del yo colgado de la percha. La lluvia alegre, sin oscuridad ni tempestad, que moja entre risas. Y eso después de haber deseado que la mañana no raye. Tampoco los días de fiesta dudosos, justamente aquellos en los que el sosiego es mayor, son más propicios para el contable Soares de lo que resultan para los trapos viejos puestos a secar al sol en uno de esos días de fiesta “legal y que no es observada”.

¿Cómo es que no sabe usted aún, señor Soares, que es precisamente la rutina la que traza la ruta hasta la Indias de la vida interior? Parece mentira señor Soares, pero entiendo que a veces uno se olvida de las cosas, lo mismo del “paraguas que de la dignidad del alma”. La más alta de las esperanzas es la que viaja por los caminos del cielo a bordo de la nube alta, tan alta que Soares confía en que pase sin alcanzarla. Reconoce Soares al paisajismo como vía de escape de un conocimiento lastrado por lo emotivo. Hay un profundo rechazo hacia algo que no acaba de estar definido, quizás porque el acto mismo de escribir impide que cuaje en forma reconocible. No se puede pedir lo impensable: un pensamiento al sol que no haga sombras.


La tercera cosa entre los escenarios, tal y como la nombra Soares, aquella que está situada entre la sensibilidad y la inteligencia, entre el sentir y el pensar, no puede ser más que la consciencia, “dueña del mundo en mí”. A veces Soares llega a conclusiones un tanto extrañas. Resulta que siendo probable que la inteligencia se conforme antes que el sentimiento y el sentimiento antes que el cuerpo, este se comporta como un gallo con dos aseladeros: “Canta himnos a la libertad”. Y uno se pregunta: ¿quién sino la inteligencia y el sentimiento le han proporcionado los dos palos para dormir? Y a renglón pasado: ¿acaso no somos plenamente conscientes de que la obra ha de ser por humana necesariamente “imperfecta y fracasada”? 

La existencia para Soares/Pessoa es algo tan traumático que solo puede ser aceptado carcelariamente. Así, el orden correcto sería: sentir, pensar, vivir o vivir, pensar, sentir, según subamos o bajemos en el recorrido pessoano. El destino es algo así como un dial que se mueve entre la finitud de lo mortal y la superficial debilidad de la mirada. El amor en décor que practica Soares/Pessoa reclama de una libertad de contemplación que no resulta compatible con el conocimiento.


Nos detenemos en el episodio en el que Soares/Pessoa estuvo más cerca del enamoramiento. Fue un suceso nacido de una deseo flaco, propiciado más por “la malicia de la oportunidad” que por una verdadera voluntad. La margarita soaresana posee la forma de tratado de psicoanálisis que se desliza desde la confusión o el aturdimiento hasta la humillación con un breve respiro que toma la forma de “ligero envanecimiento”. Huérfano de jurisprudencia amatoria, las emociones quedan reducidas a un cruce de curiosidades temporales.


¿El estar del lugar, el reino que nos ha sido dado, no determina el qué del ser?  Dejar sueltos los gatos del sentir en el corredor del sentimiento lleva a las confidencias: las que se escuchan y las que se dicen en sus diferencias e indiferencias. La imaginación, el andador de la confusión, se convierte en un trasto inútil cuando de lo que se trata es de fingir. Por eso tiene uno la sensación de apretadas capas de sentires y sentimentalismo de invernadero, floración forzada en una sola vara.

miércoles, 29 de julio de 2015

Bajo cielos inmensos. A. B. Guthrie, Jr.



“Un caballo pifió oculto en la oscuridad y, a más distancia, subido a alguna colina, un lobo aulló. Boone tembló bajó su camisa de cazador, sintiéndose solo y a gusto en la oscuridad que se cerraba a su alrededor, con aquel punto de fuego que la mantenía a raya y el viento susurrando tristemente entre los árboles”


La frontera no es una delgada línea de separación. No lo era para los griegos que se empeñaron en convertir una realidad única en dos magnitudes diferentes: Occidente y Oriente. Y tampoco lo era, como atinadamente afirma Alfredo Lara, para los mountain men americanos, empeñados en hacer de de su experiencia individual frontera colectiva.

Boone se marcha después de haber reñido a palos con su padre. El río Kentucky es su primer obstáculo, una vaca en un establo su primera compañía, aparece después el hambre, el frío, el cansancio… Pero Louisville está cerca y Boone recuerda en perfecta sucesión los lugares que ha de atravesar para llegar a San Luis y al Mississippi: se lo ha oído contar muchas veces a su tío Zeb. El encuentro con Jim Deakins, un joven que transporta un cadáver, puede calificarse de afortunado a primera vista. Pero lo que más le preocupa a Boone es atravesar el río Ohio, salir del estado y quedar definitivamente a salvo de su padre y de otros problemas con ley. Pero el Ohio no es el Kentucky. A punto está de ahogarse por salva a Viejo Tiro Seguro, el rifle, que desaparecerá poco después a manos de un tipo astuto llamado Bedwell.


A bordo de la barcaza Mandan donde viajan Boone y Jim no van muy bien las cosas. El río es el Missouri y el estado el de Indiana. Aunque todo le parece a Boone extranjero y extraño, muy pronto descubre que las gallinas son igual de tontas en todas partes. Las páginas en el Mandan recuerdan mucho a Conrad al que con bastante probabilidad Guthrie había leído. Río arriba, el Missouri, ha de conducirlos hasta las tierras de los pies negros.

Cerca ya de la desembocadura del río Platte en el Missouri, al sur de Omaha, en la frontera entre Iowa y Nebrasca, Jim y Boone se preparan, saben de la tradición de rapar a los novatos mientras se franquea el Platte. Pero los sioux no le ponen reparos al desnudo cuero cabelludo de Boone que en su primera partida de caza se topa con un grupo de indios. La orilla izquierda le parece a Jourdonnais, el propietario del Mandan, más segura para lo sucesivo. De piel de búfalo del alto Missouri hacen los sioux sus barcas. Buscan venganza por la derrota sufrida a manos de Boone y de Summers, el cazador que acompaña a la expedición, quien descubre la emboscada de los indios justo a tiempo. Las cabelleras de los sioux son un trofeo que solo saben apreciar los arakara y los pies negros.


Muy arriba ya del río, más allá de la desembocadura del Cheyenne, Summers y Boone se entrevistan con el jefe de los arakara, Dos Alces, y le regalan las cabelleras de los sioux. Una desembocadura más allá, la del rio Yellostowne, en la frontera entre otros dos Estados, Dakota del Norte y Montana, asistimos sorprendidos a un intento de sabotaje: mister Mckenzie, muy vinculado a la Compañía Peletera Americana, no tienen ningún interés en que nuestros protagonistas continúen su ascenso por el río. Ni siquiera el encuentro con Zeb, el tío de Boone, que les ofrece unas pesimistas perspectivas, es suficiente para detener a nuestros aventureros. Por fin Summers da orden de construir el fuerte, pero el ataque de los indios lo desbarata todo. Solo Boone, Jim y Summers logran salvar la cabellera.
Siete años después siguen juntos. A Boone le basta con una hoguera y un búfalo que cazar, a Summers los huesos le duelen por las noches y a Jim le gustan los tugurios  de San Luis o Taos y no la maldita soledad de un trampero de castores. Un indio loco de los pies negros, Pobrediablo, se ha unido a ellos a orillas del río Wind. Boone aprende la lengua de los pies negros. Un pies negros entre cuchillos largos no puede dejar de plantear problemas.

Pobrediablo maldice los espíritus que habitan la zona conocida como el infierno de Colter, próxima al río Stinkingwater, donde las fumarolas hacen el aire irrespirables y un caballo puede ser tragado con su jinete en un abrir y cerrar de ojos. Marchan en dirección noroeste, hacia Three Forks, donde la confluencia de tres ríos da lugar al nacimiento del Missouri y donde, dicen, que hay más pies negros que mosquitos. Boone, después de que Summers haya abandonado al grupo, tiene una razón para internarse en un territorio tan peligroso.


Una piel de puma, un soberbio alazán y una cabellera crow son los principales regalos que Boone lleva para el jefe Gran Nutria de los pies negros. Sin embargo, la viruela del hombre blanco había llegado antes hasta el valle de Three Forks, lugar de nacimiento del Missouri, y los cadáveres de los indios se contaban por centenares. Pero Boone tiene suerte y encuentra lo que estaba buscando: Ojos de Cerceta, la hija del jefe indio, cruza las muñecas y las lleva luego al corazón.

Boone y Jim viven con un puñado de pies negros a su alrededor. Ojos de Cerceta lleva ya cinco estaciones unida a Boone, pero aún no ha concebido. Pero los años de tranquilidad están terminando. El Way West ya se ha iniciado. El doctor Elijah White ha llegado ya acompañado de colonos hasta Oregón. Ya no se necesitan pieles de castores, sino guías para atravesar un territorio salvaje y llegar a la costa oeste.


El bello valle del Teton, mitad prado y mitad árboles, es el hogar de Bonne y de Ojos de Cerceta y de Jim entre los piegan, una de las tribus de los pies negros. Pero un hombre blanco aunque sea hermano de un indio, nunca deja de poseer la dosis de estupidez suficiente para ser conducido hasta el barranco de la tragedia y perecer en su fondo. Boone regresa sobre sus pasos para confirmar que la verdad que le bullía en la cabeza era tan cierta como que los castores escaseaban, que los indios estaban siendo domesticados y que una riada de novatos hambrientos inundaba las tierras del oeste. Las mismas tierras que un día Boone convirtió en frontera y en hogar y que otro día había manchado de sangre amiga e injusto olvido.


La novela fue publicada en 1947 por un escritor ya formado que llevaba más de veinte años escribiendo. Posee páginas realmente buenas que transmiten con mucho realismo no solo paisajes y lugares, sino la profunda identificación de hombre y espacio natural. La edición es magnífica, el prólogo bueno y necesario y la traducción aceptable aunque manifiestamente mejorable. Un buen entretenimiento para las tardes de calor.

domingo, 19 de julio de 2015

El primo Basilio. José María Eça de Queiroz.


El ingenio se despide despacio de las cosas que llenan su sala. Sabe que las echara de menos mientras recorra los campos del Alentejo, lo mismo que a su atractiva esposa, Luísa, que frente a él en una mañana calurosa de julio pasaba las hojas de un diario. Zizi, como la llama Jorge, su marido, es una viborilla con unos magníficos ojos castaños y unos pequeños pies blancos atravesados por venas azules. Cualquiera puede leerlo en el Diário de Noticias: Basilio regresa a Lisboa. Luisa recuerda bien a su primo Basilio con el que años antes tuvo un escarceo amoroso más platónico que real. Leopoldina, la mujer más desgraciada y peor casada del mundo, se alegra de la partida de Jorge, así, piensa, tendrá a Luísa para ella sola y la odiosa Juliana no podrá irle con el cuento de su visita a Jorge que tan poco estima a la amiga de su mujer. Cree el ingeniero que no es buena influencia para Zizi, siempre hablando de sus amantes e injuriando a su marido.    


Los domingos por la noche había tertulia en el salón de Jorge. Julião Zuzarte, pariente lejano del anfitrión, cirujano, pobre, falto de chance y sobrado de resentimiento. Doña Felicidade de Noronha, amiga íntima de la madre de Luísa, sufría de gases, de cierta devoción a la Encarnação y de un húmedo interés por el consejero Acácio. Este, lisboeta por lo cuatro costados, fue amigo del padre de Jorge, Gerardo, con quien interpretaba obras para violín y flauta. Tan previsor y circunspecto es el consejero que ya ha hecho reserva de tumba en un discreto rincón del Alto São João. El penúltimo en llegar es el pequeño Ernestinho, primo de Jorge, pequeño y linfático, acaudalado y escritor de teatro. Desde las clases de latín cuenta el ingenio con un amigo inseparable, el gran Sebastião, Sebastiarrão. Llega este a la tertulia directamente desde el Price con la sonrisa aún en los labios después de ver el número del tonel que hacen los payasos. Tiene aspecto de eclesiástico y tal vez por eso Jorge le encarga la vigilancia de Luísa durante su ausencia. En la calle se oía una guitarra y las palmas de un corro de mujeres. En el salón de Luísa, Sebatião tocaba al piano la Malagueña de Lecuona.

Basilio, el único pariente que le queda a Luísa, gira visita de tanteo a su prima, tan lleno de mundo como de malas intenciones. Los merecimientos que exhibe Luísa: las formas redondeadas y la pequeñez de los pies, le deciden al asedio.

Fea y mala, Juliana Cruceiro, la doncella de Luísa, maldecía cada día su vida y procuraba amargar la de los demás. Su debilidad eran los botines y vino y su máxima aspiración una mercería. Durante más de un año había cuidado a la tía de Jorge sin haber recibido a la muerte de la tía Virginia la recompensa que creía merecer. Lejos de perdonar, Juliana acechaba una oportunidad para vengarse. A Justina, la criada de la amiga de Luísa, Leopoldina, es a la única que Juliana parece estimar.


Jorge se quejaba del calor en Portel, su amigo Sebastião acaricia a su perro Trajano restándole importancia a la continua presencia del primo Basilio en el salón de Luísa y esta lamentaba sus pequeños desfallecimientos ante las insistencias cariñosas del primo. Ni estar aburrido ni ser familia eran justificaciones suficientes. Y la calle comenzó a murmurar sobre las idas y venidas del primo a la casa del ingeniero ausente. Sebastião posterga la advertencia que la vecindad demanda, el tiempo justo para que anide en el pecho de Luísa la certeza de que no puede prescindir del efecto adulador de Basilio. A las visitas le siguieron las misivas, después vinieron las citas en el tercer piso de una casa vieja donde se llama con los nudillos a la puerta que oculta una cama vestida con ajadas sábanas. Ahora era Luisinha la que salía todos los días a las dos de la tarde para regresar tres horas después. Y el murmullo de las comadres creció. Consiguió Sebastião colocar en el pedestal de la piedad a la ingeniera frente a sus convecinos, pero también descubrió que no había forma de salvar las apariencias. Las mismas que paulatinamente fueron desapareciendo de la galantería de Basilio quien acabó recibiendo a su flor, tumbado en la cama y con el puro en la boca.


Cinco semanas después él se había cansado y ella miró con sorpresa el vacío frasco de  su corazón. Sin embargo, no tardaron mucho en recobrarse, justo a tiempo de que el consejero Acacio enhebrase la aguja de los contratiempos con la que la pérfida Juliana cosió la boca de su ama. Un conto (un millón) de reis piensa la criada pedir a cambio de las cartas y misivas que conserva en su poder. Luísa propone una barbaridad: echarlo todo a rodar, huir. Para Basilio la idea es buena, siempre y cuando se ejecute en solitario y fingiendo tener asuntos graves y urgentes que atender, abandona a su suerte a la prima.    

A primeros de octubre regresó Jorge y Juliana fijó los términos de su silencio. Vestidos, esteras, cómodas, baúles… Todo le fue entregado y como si de pronto un rayo de bonanza atravesara la casa del ingeniero, hasta el gato engordaba feliz. Luísa era la única que todos los días se retorcía las manos esperando que el aneurisma acabara con el chantaje de Juliana. Toda la pasión que había puesto antes en los amores con su primo, la volcó, ahora, en Jorge, tal vez porque necesitaba imperiosamente verse compensada por todas y cada una de las humillaciones de que la hacía objeto la criada. Las exigencias de esta llegaron a tal nivel que acabaron por afectar al régimen mismo de la posición en la casa y la señora se convirtió en criada de la criada. 


Margarita y Fausto se abrazan ante la mirada maléfica de Mefistófeles, pero el lector sabe que el drama no está en el São Carlos donde Luísa asiste a la representación de Fausto. Hay, sin embargo, en el palco una esperanza parecida: doña Felicidade confía en la bruja que clava agujas en un corazón de cera y doña Luísa en la incursión victoriosa de don Sebastião en el baúl de Juliana. Andaba por aquella hora el bueno de Sebastião pidiendo a un primo suyo, comisario acatarrado, un policía para impresionar.

La novela se aproxima a su final. Y es entonces cuando la elegancia de Eça de Queiros vierte sobre la razón moderna la sospecha del engaño. La pregunta por lo que ella tenía es tan inoportuna como la insolencia en la respuesta.



domingo, 28 de junio de 2015

La Celestina II



¿En quién hallaré yo fe? ¿Adónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿Adónde no moran falsarios? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición? (Calisto a Melibea) 

Auto X

Pena de tal forma Melibea por un repentino amor hacia Calisto, que solo se explica por hechizo. Así dice Melibea que “me comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo” y recordemos que Celestina le dejó un ovillo impregnado con el conjuro hecho con aceite serpentino. A Celestina, Melibea pide remedio: que fue aquella causante de la desazón al venir pidiendo oración para aquel caballero que tenía dolor de muelas. El mal de Melibea es “amor dulce…, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte”. Melibea se desmaya cuando Celestina pronuncia su nombre: ¡Calisto! Todo está hecho sólo le falta a Celestina concertar la primera entrevista: esta noche a las doce.



Auto XI

Celestina da cuenta a Calisto de la cita concertada y regresa a casa con una  cadena de oro que Calisto le entrega por sus servicios.


Auto XII

Se aproxima la medianoche con algunas dudas en el número de las campanadas y armados los tres, Calisto, Pármeno y Sempronio, van hasta la casa de Melibea. Quedan los dos criados en la calle, dando muestras en su conversación de una cobardía manifiesta. Calisto se aproxima a la puerta. Melibea finge rechazarlo para probar la certeza del amor que Calisto le confiesa. Dos horas dura la conversación con la puerta de por medio y cita para mañana. La cobardía de los dos criados de Calisto les hace estar tan presto para la huida que basta el ruido de la ronda del alguacil para que den las primeras carreras, mal van estos a defender a su amo si fuera necesario.  Y mientras esto acontece oímos a Calisto presumiendo de los muy “escogidos” suyos ante Melibea. Se va Calisto y los padres de Melibea con el alboroto de la calle se despiertan. Creen oír ruido en la habitación de su hija y la llaman. Calisto con sus criados regresa a casa, el amo se acuesta y los criados van a buscar a Celestina para cobrar su parte. La puta vieja, como la llama Pármeno, se niega, hay discusión, amenazas y finalmente los criados le dan muerte huyendo por la ventana.

Sorprende de Celestina que no sepa entrever con su astuto e intelectual ojo, las pretensiones que traen Sempronio y Pármeno en la visita postrera. El diablo que tantas veces estuvo “aparejándole oportunidades”, esta vez cambió de bando y acabó “arreciando el mal a la otra”. Es difícil expresar qué hace a este personaje tan especial. Hay probablemente una destreza locuaz que le permite inhalar el veneno de su trampa dialéctica en las víctimas sin que estas adviertan nada. Pero sobre todo una ambivalencia nunca disfrazada que sabe combinar el interés ajeno con el propio.




Auto XIII

Sosia, el mozo de espuelas de Calisto, regresa con la noticia del ajusticiamiento de Sempronio y Pármeno por el homicidio, la noche anterior, de Celestina. Se siente morir Calisto tras enterarse de la muerte de sus tres secretarios (guardadores de sus secretos) y de que de boca en boca corre por la calle la causa de la muerte: una cadena de oro que la vieja no quiso partir con ellos y que había recibido de Calisto. Resuelve este dos cosas: una, fingir que durante los hechos no estaba en la ciudad y dos, llevar escalas esta noche para franquear los muros del huerto donde la espera su amada Melibea.


Auto XIV

Calisto se retrasa y Melibea se muestra preocupada. Sosias y Tristán, el más joven de los sirvientes de Calisto, arriman la escalera a la pared del huerto. Escala Calisto y ya dentro del huerto abraza a Melibea quien le reprocha su desmesura. Fuera quedan Sosias y Tristán que se lamentan de lo poco que a su amo le ha durado el dolor por la muerte de Sempronio y Pármeno. Poco después oyen el lamento de Melibea por haber perdido la virginidad a manos de Calisto. Apasionada aquella le despide, seco este manda poner la escala a sus criados que esperan del otro lado. Ya solo, Calisto desgrana un largo monólogo. Se muestra el amante cobarde, pues decide recluirse en su gabinete hasta que la noche llegue para no tener que dar la cara por lo sucedido con Sempronio y Pármeno, y egoísta porque todos sus pensamientos se concretan en el placer disfrutado y en el por disfrutar.



Auto XV

Aparece Centurio, un soldado bellaco y truhán, que vive a expensas de Areúsa y esta le cubre de reproches. Llega Elicia cubierta con manto negro y le da noticia de las muertes acaecidas. Elicia explica a Areúsa que Celestina se negó a compartir la pulsera o cadena de oro que le había dado Calisto y que como Sempronio y Pármeno venían cansados de haber estado toda la noche acompañando a Calisto, se enojaron de verla tan codiciosa y la acuchillaron. Poco se lamenta Areúsa por la pérdida de Pármeno y mucho Elicia por la desaparición de Celestina culpando de lo sucedido a los amores de Calisto y Melibea. Areúsa propone que sea Centurión quien tome venganza de la muerte de los tres y Elicia se desentiende por no perder la casa de Celestina.


Auto XVI

Pleberio y Alisa, por lo que se deduce padres viejos de hija única, se muestran preocupados por el futuro de Melibea a quien quieren casar. Nada, ni siquiera un matrimonio dispuesto por sus padres, hará que Melibea se separe de Calisto. Alisa, la madre, se muestra ciertamente ingenua y hasta necia al pensar que su hija es tal inocente que apenas sabe nada de lo que es un hombre. Mala cosa es, además, que tras la muerte de Celestina “no hay quien reponga virgos”.



Auto XVII

Elicia necesita consuelo pues con el luto la casa es poco visitada y no entra ni blanca (dinero), ni presente (regalo) y decide traer materia (sacar enseñanza) de lo que Areúsa le dijo: que llorara poco, “que los muertos abren los ojos de los que viven, a unos con haciendas, a otros con libertad, como a ti”. Llega Sosia estando las dos primas juntas y Areúsa se propone sonsacarle cuanta información tenga sobre los dos amantes y manda esconderse a Elicia. Así se enteran ambas que la próxima cita entre los amantes está prevista para esa misma noche por la parte de la calle del Vicario gordo, en las traseras de la huerta.


Auto XVIII

Elicia y Areúsa van hasta la casa del bravucón Centurio y le piden que vengue la muerte de Sempronio y los otros. Centurio se muestra fanfarrón hasta lo cómico y dice ya saber todo cuanto Areúsa le ha sonsacado a Sosia, dando así a entender que eran ya de dominio público las citas entre Calisto y Melibea. Areúsa encarga a Centurio la muerte de Calisto que aquel acepta, pero todo parece como de chiste porque Centurio no es más que un valentón, él mismo se pinta como manco de la mano derecha a pesar de lo cual dice poseer un repertorio de más de setecientas y setenta especies de muertes. Areúsa se inclina por una que no sea de mucho bullicio y el matón cavila enseguida cómo excusarse de lo prometido.



Auto XIX

Sosia ya de camino al huerto de Pleberio comenta a Tristán los favores que dice haber recibido de Areúsa. Tristán le advierte que esta es “marcada ramera” y sólo engaño puede esperar. Melibea canta y al otro lado del muro Calisto escucha en silencio, tiende después la escala y pasa al interior del huerto, donde tiene lugar el encuentro de los amantes. Tendidos sobre la capa de Calisto, siente este las voces de su criado Sosia. Tristán avisa tarde porque Calisto se precipita contra el suelo pidiendo confesión, pero muere sin ella. La única vez que Calisto se olvida de sí mismo y corre en socorro de otro, sucumbe. Son los criados los que en plena tragedia toman la decisión para preservar el único bien que a los amantes queda: la honra. Así como Tristán y Sosia se llevan el cadáver de Calisto, Lucrecia introduce a Melibea en la casa.



Auto XX

Lucrecia avisa con urgencia a Pleberio, teme por la vida de Melibea. Sin embargo esta logra desembarazarse de todos y quedarse a solas en lo alto de la azotea de su casa, lugar desde el que se arrojará al vacío para reunirse con su amado.


Auto XXI

Pleberio entra en la casa llorando y Alisa le pregunta la causa de su desesperación. La respuesta de Pleberio es un lamento fúnebre, conocido como planto o lamento fúnebre.

domingo, 10 de mayo de 2015

La Celestina I


  “…que el fin de su razón fue muy bueno”.

Aunque no sabemos el nombre de la ciudad (Toledo y Salamanca han sido siempre las dos principales candidatas) conocemos muy bien a sus habitantes: Calisto, Sempronio, Pármeno, Areúsa, Celestina, Melibea, Pleberio, y su historia, pero es sobre todo el seminal lenguaje de los autores lo que nos sigue asombrando. La Celestina ofrece una realidad dura y testaruda atravesada por el cálamo de una autoría discutida. De cómo Fernando de Roja cuenta que encontró unos papeles y decidió continuarlos: “…nocibles lenguas más aparejadas a reprehender que a saber inventar.”

El primer auto, escrito por el autor anónimo y que Fernando de Rojas respeta en su integridad, comienza con un encuentro entre Calisto y Melibea en lugar que no puede identificarse, aunque en el resumen que le precede, obra también del autor anónimo, se refiere a una huerta que muchos autores identifican con jardín. Sin duda muy medieval suena que el encuentro entre ambos tenga como fondo la búsqueda de un ave de presa perdida transformando la partida en caza de amores. Habla después Calisto con su criado Sempronio que sale de la sala porque “abatiose el girifalte y vínele a enderezar en el alcándara”. Es inevitable recordar los versos del Mío Cid: “alcándaras vazías”.
Calisto con profundo mal de amores pide el laúd, Sempronio opina sobre su destemplanza y le promete remedio para su melancolía amorosa. Sempronio, criado filósofo y misógino, encarna la postura corriente en el medievo de la superioridad del hombre sobre la mujer y trata a su amo, Calisto, de pusilánime.

“Huye de sus engaños… Cosa que es difícil entenderlas. No tienen modo (moderación, templanza), no razón, no intención. Por rigores comienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros, denuestan en la calle; convidan, despiden; llaman, niega; señalan amor, pronuncian enemiga (enemistad, odio): ensáñanse (enfurecen) presto, apacíguanse luego; quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh qué plaga, oh qué enojo, oh qué hastío es conferir (hablar) con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!”. Es recitación de Sempronio a quien parécele bien un jubón con brocados de amo en pago por la intercesión de la hechicera Celestina que hasta “a las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere”. Y de peña en piedra, que con ella concluye la “sinfonía de la puta vieja” de la que habla la crítica para el parlamento de Pármeno referido a la fama de Celestina. Da cuenta seguidamente el criado a su señor de los seis oficios de Celestina. Pármeno conoce bien a la vieja Celestina por haber servido en su casa cuando era niño.

Auto II

Calisto le ha dado mil monedas de oro (una cantidad muy elevada) a Celestina. Calisto pregunta. Sempronio aprueba. Y Pármeno reprueba. Calisto no escucha más que a su corazón dolorido y desoye las advertencias de Pármeno.



Auto III

Sempronio expone a Celestina las apreturas de su amo y pregunta por las advertencias que Pármeno ha hecho a Calisto. Celestina cuenta la historia de la madre de Pármeno, Claudina, comadre de Celestina. Sempronio se muestra cauto acerca de las posibilidades que tiene Celestina de convencer a Melibea para que acceda a las pretensiones de Calisto. Aparece Elicia que acaba de despachar a un cliente y Celestina le encarga que vaya a buscar el bote del aceite serpentino y todos los ungüentos necesarios para los hechizos. La vieja Celestina prepara un unto con el que empapa la madeja de hilado que luego dejará en casa de Melibea para que esta quede prendada de amor hacia Calisto. El pobre diablo no solo queda sujeto a la voluntad de Celestina, sino también encerrado entre los hilos de una madeja, cual presa de araña. Debe tratarse de un demonio chico.


Auto IV

Celestina camino de la casa de Melibea manosea las monedas de oro que ha recibido y se anima a perseverar en su propósito. La recibe Lucrecia, la criada de Melibea, que es prima de Elicia. Alisa, la madre de Melibea, acepta recibir a la vieja alcahueta a pesar de conocer sus ocupaciones e inmediatamente Alisa deja a Celestina a solas con Melibea, circunstancia que aprovecha aquella para rogar a esta por el doliente Calisto. Como la furia es la reacción de Melibea, la vieja Celestina maniobra con habilidad y le dice a la airada Melibea que sólo una oración para Calisto había venido a pedir por un dolor de muelas. Qué hábil la vieja que ante la respuesta de Melibea le dice: pero hija, si yo no buscaba más que un poco de misericordia. Melibea se ablanda (el jurista Rojas se lo hace decir en términos del foro: “…tener la sentencia en peso, y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación”) y rápida como una centella la vieja puta comienza a desgranar elogios hacia Calisto y hasta se finge partera del mismo. Melibea acaba por entregarle su cordón para que se lo dé a Calisto. Y como no hay tiempo para más, queda Celestina en regresar para que Melibea le dé, por escrito, la oración que cura el dolor de muelas (mal de amores). Celestina se despide.



Auto V

Se felicita Celestina por su astucia que le ha permitido responder a Melibea y orientar “con el tiempo las velas de la petición”. Celestina se encuentra en la calle a Sempronio, el cual dice estar esperándola y juntos caminan hacia la casa de Calisto. Celestina le dice a Sempronio que le dará una parte pequeña del negocio (del dinero que saquen) y eso no le gusta a Sempronio.


Auto VI

La vieja alcahueta le anuncia que son buenas las noticias que trae y el loco de Calisto quiere oírla de rodillas como si frente a la mismísima Virgen se encontrara (al fin y al cabo mediadora entre Dios y los hombres). Mantón y saya de contray saca la vieja por el favor. Celestina le entrega el cordón y le promete a su ama. Calisto se pone a hablar con el cordón y hasta quiere salir a pasearlo por las calles. De nada sirve que la propia Celestina le advierta que la prenda le fue entregada por amor de Dios y no de los hombres.


Auto VII

Celestina reprocha a Pármeno que hable mal de ella, en especial porque aquella le toma como hijo adoptivo. Celestina insinúa a Pármeno que si cambia de actitud, Areúsa será suya. Pármeno asiente y le dice que él callará mientras la vieja hace de las suyas. Celestina recuerda a Claudina, la madre de Pármeno, que fue condenada por brujería, lleva a Pármeno a la casa de Areúsa y le pide que espere en la escalera. Celestina convence a Areúsa para que reciba a Pármeno. El juego de los primeros y segundos sentidos de toda la conversación entre los tres, revela una riqueza casi inagotable: una prostituta que se acuesta a la hora de las gallinas, una alcahueta que quiere debutar de mirona, un galán que da el mismo pago que Celestina le ofrece… Celestina vuelve a casa y Elicia le da cuenta de una mujer que ha estado esperándola para que le remiende el virgo.


Auto VIII

La mañana sorprende a Pármeno en la cama de Areúsa. Es tarde y teme que Calisto le eche de menos. A la puerta de la casa le espera Sempronio y con él se concierta en favorecer a Celestina, lo que significa que Pármeno conquistado el placer de Areúsa cambia su actitud hacia Celestina y si antes la criticaba, ahora la apoyará en sus tratos. Amigos ya, Pármeno y Sempronio suben a ver qué hace Calisto. Trova “razones metrificadas” por don Diego de Quiñones: muerte, deseo, esperanza. La noche ha pasado en blanco, sigue loco de amor. Se levanta y se va solo a misa dejando a sus dos criados en la casa por si hay noticias de Celestina que ha de traerle la oración hecha por Melibea.


Auto IX


Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina a comer, hablan entre ellos reconociéndose las malas artes de Celestina, pero también que han de tomar parte de lo que la vieja obtenga en sus tratos con Calisto. En la casa de Celestina están Elicia, la enamorada de Sempronio, y Areúsa, la de Pármeno. Los cinco comen y beben. Después Sempronio y Elicia discuten. Aparece Lucrecia, la criada de Melibea, para pedirle a Celestina que acuda a visitar a su señora, la cual quiere el cordón y que la vieja le asista por sentirse muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón. 

domingo, 19 de abril de 2015

La esquina (y II).


Para inaugurar la primavera Gary y Tony hacen una escapada a un apartamento de la avenida Fulton. Por el precio de una dosis compran al vecino que los sorprende, saben que les basta con llegar a la  calle, que una vez allí son invisibles. Ningún poli se molestará en preguntarles por la nevera que arrastran sobre un carrito. Los adictos hacen cola frente a la balanza de la United Iron en la avenida Wilkens. El pago es en metálico y nadie pregunta nada. Si alguien es capaz de derribar una farola y llevarla hasta la balanza, la United Iron le pagará ochenta o noventa dólares aunque todos, absolutamente todos, saben que una farola de aluminio le cuesta a la ciudad unos cuantos miles. Eso a nadie le importa.     


El Oldsmobile Cutlass de Ella gira a la izquierda de la calle Baltimore para evitar el deprimente paso por Monroe y Fayette. Lleva puesta su ropa de iglesia, pero aún así un captador le ofrece su producto. La llegada de la primavera y la cocaína transforma a Curt en un saltamontes. Salta por una de las ventanas del picadero de Blue y se rompe un tobillo. El aspecto de Curt en la esquina con las muletas y una constante mueca de esfuerzo y dolor, llama la atención de dos inspectores de la central que estudian el escenario de un tiroteo y le hacen objeto de burlas y mofas. El Gordo Curt se transforma en Popeye y el flash de la cámara policial lo inmortaliza.


Tyreeka está embarazada. No tiene más que trece años y se imagina que ese es un buen recurso para retener a DeAndre. Pero sabe perfectamente, porque lo ha visto desde que nació, que ninguna pareja dura mucho en la esquina. “Revelar lo más íntimo de cada uno a otro ser humano es desnudar lo vulnerable y lo frágil que hay en nosotros, y hacer algo así en la calle Fayette es violar todas y cada una de las reglas de la esquina”.

Solo hay una cosa que obligue al maltrecho cuerpo de un yonqui a madrugar: una citación judicial. “Cuesta un horror decir la verdad cuando la muy jodida está envuelta en un puñado de mentiras”.  Y esa es la pura verdad, sobre todo cuando se trata de mentiras con vida propia y en el orgullo de sentirse americano llevas marcada la prohibición de cometer perjurio.

Después de la muerte de su hermano David a manos de dos agentes de la policía, R.C. solo recobraba vida jugando al baloncesto; el resto del tiempo era simplemente algo que se transformaba en problemático. La policía no se molestó en hacer la más mínima pesquisa cuando el padre de R.C. apareció con la sudadera por encima de los brazos y molido a golpes. Ahora R.C. no tiene más elemento socializador que el básquet.


En el instituto Francis M. Woods ocurre lo imposible: DeAndre voluntariamente pronuncia el famoso discurso de Martin Luther King Jr., Tengo un sueño, ante la asamblea de alumnos y profesores en el gimnasio. Increíblemente un instante después la esquina se los ha tragado a todos.

Organizar el campamento de verano es una tarea muy exigente para Ella Thompson. Los chicos estarán moviéndose continuamente a lo largo del inmenso mercado de la droga que constituyen las calles Fayette y Mount. Sorprendentemente la esquina regurgita a sus habitantes y Ella obtiene de ellos la garantía de que mientras los pequeños transiten por la zona no habrá trapicheo. Ergo, piensa, aún hay esperanza.

El Gordo Curt pasa un par de semanas en el hospital y Kathy, la trabajadora social, le anima a desintoxicarse. El tobillo es ya un desastre irremediable y todo lo que le queda de hígado cuelga de un hilo. Por alguna razón que ni el mismo Curt conoce asiste diariamente a las reuniones del grupo de toxicómanos de la casa Tuerk. También Fran lo intenta a la espera de una cama libre en el CBD.


Durante el verano los chicos de la HMC se trasladan al sur, a la calle McHenry y trapichean durante unas dos horas, lo suficiente para sacarse unos cientos. Por las mañanas ven dibujos animados y antes de salir dudan si coger la pipa o dejarla bajo el colchón. La subcontrata en la venta de drogas no funciona y DeAndre, que no quería tocar el producto, anduvo tieso de pasta hasta que a finales de agosto su primo Dinky compartió una remesa. 

DeAndre y R.C. van a ser padres, aunque en realidad ninguno de los dos tiene ni idea de los que sus chicas, Tyreeka y Treece, respectivamente, piensan hacer con los niños. Gary abandona las calles y se pone a trabajar en el Seapride, un restaurante de cangrejos. La gente hace cola una día tras otro para comer cangrejos y Gary es el mejor seleccionando y separando los machos de las hembras. Trabaja hasta diecisiete horas seguidas. Curt ha cambiado la esquina por la sala de espera de los servicios sociales, lleva dos semanas limpio, pero a la casa de su hermana, con la que convive, no llegan más que facturas. No le queda más remedio que retomar el único trabajo que sabe y puede hacer: el de captador. También Blue lo intenta: ha abandonado el Palacio de las agujas con destino desconocido y ha cambiado los pinceles por las agujas. Fran lleva seis días ingresada en el centro de desintoxicación sin haber recibido una sola llamada de sus hijos.


En el equipo de baloncesto del centro cívico MLK no quedan más que Tae, Dewayne y R.C. La llegada de un nuevo entrenador, las diez derrotas consecutivas y la incorporación de nuevos chicos ha revolucionado lo que empezó siendo una distracción vespertina para los muchachos. La fragmentación del MLK termina por afectar también a la HMC. Los chicos abandonan la zona de Fayette y se trasladan un poco más hacia el oeste, concretamente a la calle, ironías de la vida, Boyd entre Catherine y Franklintown.

Fran mete en casa a un yonqui, Marvin Parker, y todo comienza a derrumbarse. Gary va de chanchullo en chanchullo después de que el restaurante de cangrejos bajara su actividad tras el verano. Y una caída llega consigo otra: la de Marín precipita la de Fran y esta arrastra a su hijo DeAndre. Pero es el nacimiento del pequeño DeAnte Tyree McCullough lo que de verdad llena de terror a los dos adolescentes. La familia Boyd trincha un ave de siete kilos, por supuesto que es el día de Acción de Gracias. A veces, la vida gasta estas bromas. Las primeras semanas todo parece ir bien, incluso excesivamente bien: Tyreeka se comporta como una madre madura y DeAndre como un padre responsable.¿Acaso un trabajo por turnos a cambio de un puñado de dólares es compatible con DeAndre? No, claro que no. Por Navidad, ya está en la esquina de Gilmor con McHenry. Por un tiempo, se dice, es algo temporal. ¿Qué otra cosa puede hacer Tyreeka, sino cerrar los ojos y aceptar el dinero? Las necesidades de un bebé van más allá de los vales sociales.  

Curt, el Gordo Curt, en enero ingresa en el Seton Manor, un lugar destinado a aquellos habitantes de la esquina que no aciertan a morir en la esquina, un sitio donde la gente se muere antes de que te aprendas su nombre, tal y como dice el Gordo Curt.  Gary, el pasmao Gary McCullough, se propone alcanzar su chute haciendo pasar yeso por cocaína en la esquina de Pennsylvania con Bloom, bastante al noroeste de Fayette. DeAndre se asombra de su destreza para rellenas ampollas de cocaína. Marvin vacía la nevera y la alacena, se lo lleva todo y DeAndre se pregunta qué puede sacar un negro en la calle Fayette a cambio de una caja de Krispies. Fran da un portazo y retoma la rutina de ir tres veces al día a la esquina. 


Sin duda habrá otras, pero estas son las leyes fundamentales de la esquina:
1.- El chute es lo primero.
2.- Nunca digas nunca jamás.
3.- La esquina, pese todo, es un hogar.
4.- Toda esquina es una intersección, pero toda intersección no es una esquina.
5.- La cultura de la esquina es la adicción.
6.- La esquina es inmutable.


Lo que realmente impacta es saber que estas reglas son continuamente acatadas y cumplidas no por gente abstracta, sino por cada uno de los personajes del libro que se corresponden milimétricamente con individuos reales y concretos que tuvieron una vida antes del libro y que han continuado viviendo después de él. Algunos murieron tal y como lo cuentan Burns y Simon, otros se marcharon después como sucedió con DeAndre, pero todos cambiaron la vida de los autores y estos, por su parte, le cambiaron el ritmo de la vida al a esquina. Ahora ya nadie puede encogerse de hombros cuando atraviesa ese mercado de la droga llamado la esquina.

martes, 31 de marzo de 2015

La esquina ( I )



Todo el mundo sabe que el Gordo Curt es el mejor captador en la esquina de Fayette con Monroe. Hay ruidos lejanos, pero persistentes, de disparos a los que nadie hace caso, ni siquiera los coche patrulla que pasan en silencio. Eggy Daddy, Hungry, Bryan, Bread y Dennis (el hermano de Curt) se hacinan en la casa de Blue esperando a que llegue Rita, la médica de la esquina, que es capaz de encontrar venas todavía palpitantes en cuerpos moribundos. Estamos en Baltimore oeste y allí se recibe al año nuevo  con una salva de balazos. Curtis Davis, Curt, lleva veinticinco años en la esquina entre Fayette y Monroe y lo sabe bien.


Gary McCullough y Tony Boice (alias Mo) son compañeros de picos. El 1717 oeste de Fayette es un buen sitio para chutarse: una vieja casa victoriana, mil veces esquilmada y que apesta a orines. Hasta no hacía mucho Gary era un empresario que conducía un Mercedes y leía el Daily Investor. Ahora todo queda reducido a los treinta centímetros cúbicos de la jeringuilla que contiene la heroína diluida. La moral de Gary sigue siendo la de un constructor y, en consecuencia, sabe distinguir perfectamente entre una escapada y un delito. La escapada provoca la alegría de obtener algo a cambio de nada; el delito, la desolación del daño causado. DeAndre, el hijo de Gary, vende ya heroína en la calle Gilmor, tiene quince años y a veces se cruza con su padre sin que se dirijan la palabra: hay mucha vergüenza acumulada. Desde la ventana del 1717 oeste, Gary contempla cómo varios policías de paisano registran y desnudas a los dos únicos chicos de toda la manzana que no llevan encima droga. Gary ve subir por Fayette a Ronnie, la prima de Tony, y trata de escabullirse.


El chico McCullough, DeAndre, junto con los Tae, R.C (Richard Carter), Boo, Manny Man, Dinky, Brian, Dorian, Brooks y otros se hacen llamar los HMC (Hermanos de la Mafia de Crenshaw) y dominan el callejón de Fairmount, entre Fayette y Baltimore. DeAndre vive junto con su madre, Fran, su hermano DeRodd, y sus tres tíos maternos, los Boyd en dos pisos del 1625 de la Fayette. A la casa, DeAndre le ha puesto el sobrenombre de Dew Drop por asimilación con un picadero distante unas pocas manzanas. La mierda de DeAndre es de buena calidad y aunque la mayoría de las ganancias son para Bugsy, una buena noche puede dejarle al chico hasta 800 dólares. En su esquina, DeAndre es legal: no corta la droga, no ensucia el producto y no es avaricioso. También da muestras de una inteligencia no despreciable: sabe mantener un pie en cada uno de los campos de batalla: la esquina y el colegio. La apariencia dura es una parte esencial de Denise Francine Boyd, Fran, la madre de DeAndre y DeRodd. Esa fachada es una necesidad que la vida le impone a un espíritu en el que todavía quedan vestigios de moralidad. 




Ella Thompson vive en el 1806 de la calle Fayette, a pocos metros de la calle Fulton, para ella que cree en el trabajo, el respeto, el amor, la responsabilidad, la escuela y el deber, la esquina no tiene sentido. Por eso hay cierto orgullo en el funeral de hoy, el de un muchacho que no ha muerto en las calles de Baltimore de un tiro o con una aguja enganchada en la vena. Ella trabaja en el centro cívico Martin Luther King Jr., un viejo edificio entre las calles Fayette, Mount y Vincent. Sabe que apenas tiene sentido lo que hace, su preocupación porque todo esté bien ordenado y limpio se deshace en cuanto pisa la calle.


La teoría general de la esquina es sencilla, todo está en dejar que los absolutamente prescindibles, aquellos que no cuentan para nada ni para nadie, puedan formar parte de algo, aunque sea por poco tiempo, con eso basta, porque la esquina les hace saber cada día que allí hay una posición y un prestigio que espera ser ocupado.  Para una sociedad de sucesivos y audaces avances tecnológicos, los esquineros son “incomprensiblemente inútiles”. Sin embargo, hay cierto orden. El puesto de corredor o correo es el más prometedor. Si el chico es capaz de respetar la mercancía muy pronto el puesto de lugarteniente estará a su alcance. En caso contrario, es decir, cuando acaba por consumir aquello que transporta su degradación a captador es inevitable. El captador es un temporero que cobra en droga. Pero el más expuesto al bate de aluminio del empleador es el vigilante. El simple descuido puede resultar fatal. Sin embargo, hay, también, bastante anarquía. Aquella que provoca el asaltador de alijos, el estafador que intenta hacer pasar por cocaína una bola de detergente, los dueños de los picaderos que venden un trozo de suelo, una ristra de tapones y una jeringuilla por dos o tres dólares, el cazador de arterias… En realidad, todos tienen una oportunidad en la esquina, lo mismo el que pretende hacer pasar orégano por marihuana, que el rastreador de alijos; aquel que alquila un trozo de suelo tranquilo para el chute, que el que vende hipodérmicas; todos pasan por la esquina porque esa es la realidad del barrio.
  

La esquina de Fayette con Monroe es un hormiguero. El Gordo Curt que duerme en la vieja casona de Blue junto con Pimp, y Hurgry y Eggy Daddy y Bread y Bryan y Dennys, el hermano de Curt, y Smitty, todos esperando la llegado de los traficantes, de Gee, de Shamrock, de Dred, de Nitty, de Tiny. Hoy a Curt le toca ser captador de Dred. Pero antes está el chute. “Los que son capaces de pincharse solos se buscan un rincón y […] el resto esperan su turno en la mesa de Rita”, la médica de picadero. Todas las historias se parecen bastante: la de Rita, como la de Curt y la de este, como la de Gary. Todas terminan en el mismo sitio y, también, arrancan de lugares parecidos. En el centro de cada una de ellas está la ola perfecta y algo de suerte para no quedar rematado por el camino.


La furia, la santa y justa furia de un hombre bueno y honesto. William Mccullough, el padre de otros catorce hijos, Gary entre ellos. Ha trabajado todos los días de los últimos cincuenta años porque cree en el trabajo duro y en la necesidad de ser fiel a sí mismo. Y por primera vez en su vida, después de tanto esfuerzo y sacrificio, se tiene que enfrentar a la furia que le devora por dentro. Mira como sus hijos y sus nietos vagabundean de un callejón a otro con la droga dentro del bolsillo o de las venas. Este hombre que nunca le ha pedido un centavo al Estado, que tras toda la vida trabajando recibe la miserable pensión de 37 dólares al mes, se ve obligado a conducir un taxi durante 7 días a la semana y fingir que no pasa nada, que “América sigue siendo la tierra de las oportunidad, la última esperanza de todas las razas y religiones, un país en el que un hombre que es fiel a sí mismo y trabaja duro puede y debe tener éxito en la vida”.


Gary está en cárcel del condado por culpa de la serpiente que lleva dentro. Solo la fe ciega de una madre puede pagar la fianza y a continuación entregarle a su hijo un billete de diez dólares con el encargo de que traiga alguna cosa de la tienda. Es un pequeña victoria, nada definitivo. También a DeAndre le llega el turno por culpa del piloto automático con el que desde hace tiempo actúa: la droga en un bolsillo y los billetes en el otro. Los cargos son por posesión con ánimo de tráfico. Los padres no aparecen y el chico acaba en el reformatorio del condado, muy lejos de las calles que conoce. Fran, la madre de DeAndre, fuerza su salida de la Ciudad de los Muchachos en libertad vigilada condicional, sujeta a dos obligaciones inviolables: asistir al colegio y permanecer después en casa.

El tesón con el que Ella cierra los ojos le hace conseguir cosas increíbles en el centro cívico. Se ha gastado doscientos pavos de su bolsillo para uniformar a los muchachos del equipo de baloncesto MLK y por primera vez los muchachos han sentido lo que es luchar y enfadarse por la consecución de algo común. Además ha logrado convencer a Blue para que dirija un taller de pintura orientado hacia los más pequeños. Un baile para San Valentín es su próxima idea.



Para desgracia de los MacCullough, el picadero de Blue se ha traslado a la casa de Annie y dada la proximidad con la de los MacCullough estos se ven forzados a soportar las idas y venidas, los peligros y la inseguridad de vivir al lado de un picadero. Pero un mejor diagnóstico obligaría a afirmar que la desgracia es el barrio mismo que se ha convertido en un enorme mercado de droga al aire libre. Solo quedan algunos ciudadanos en la plaza Franklin capaces de ceder su ventana para que policías de inquebrante fe, como Bob Brown, vigilen desde ellas las entregas. Si una ampolla de cocaína mata a un viejo adicto, todos corren a la esquina donde la compró sin que a nadie le importe el funeral.