miércoles, 29 de julio de 2015

Bajo cielos inmensos. A. B. Guthrie, Jr.



“Un caballo pifió oculto en la oscuridad y, a más distancia, subido a alguna colina, un lobo aulló. Boone tembló bajó su camisa de cazador, sintiéndose solo y a gusto en la oscuridad que se cerraba a su alrededor, con aquel punto de fuego que la mantenía a raya y el viento susurrando tristemente entre los árboles”


La frontera no es una delgada línea de separación. No lo era para los griegos que se empeñaron en convertir una realidad única en dos magnitudes diferentes: Occidente y Oriente. Y tampoco lo era, como atinadamente afirma Alfredo Lara, para los mountain men americanos, empeñados en hacer de de su experiencia individual frontera colectiva.

Boone se marcha después de haber reñido a palos con su padre. El río Kentucky es su primer obstáculo, una vaca en un establo su primera compañía, aparece después el hambre, el frío, el cansancio… Pero Louisville está cerca y Boone recuerda en perfecta sucesión los lugares que ha de atravesar para llegar a San Luis y al Mississippi: se lo ha oído contar muchas veces a su tío Zeb. El encuentro con Jim Deakins, un joven que transporta un cadáver, puede calificarse de afortunado a primera vista. Pero lo que más le preocupa a Boone es atravesar el río Ohio, salir del estado y quedar definitivamente a salvo de su padre y de otros problemas con ley. Pero el Ohio no es el Kentucky. A punto está de ahogarse por salva a Viejo Tiro Seguro, el rifle, que desaparecerá poco después a manos de un tipo astuto llamado Bedwell.


A bordo de la barcaza Mandan donde viajan Boone y Jim no van muy bien las cosas. El río es el Missouri y el estado el de Indiana. Aunque todo le parece a Boone extranjero y extraño, muy pronto descubre que las gallinas son igual de tontas en todas partes. Las páginas en el Mandan recuerdan mucho a Conrad al que con bastante probabilidad Guthrie había leído. Río arriba, el Missouri, ha de conducirlos hasta las tierras de los pies negros.

Cerca ya de la desembocadura del río Platte en el Missouri, al sur de Omaha, en la frontera entre Iowa y Nebrasca, Jim y Boone se preparan, saben de la tradición de rapar a los novatos mientras se franquea el Platte. Pero los sioux no le ponen reparos al desnudo cuero cabelludo de Boone que en su primera partida de caza se topa con un grupo de indios. La orilla izquierda le parece a Jourdonnais, el propietario del Mandan, más segura para lo sucesivo. De piel de búfalo del alto Missouri hacen los sioux sus barcas. Buscan venganza por la derrota sufrida a manos de Boone y de Summers, el cazador que acompaña a la expedición, quien descubre la emboscada de los indios justo a tiempo. Las cabelleras de los sioux son un trofeo que solo saben apreciar los arakara y los pies negros.


Muy arriba ya del río, más allá de la desembocadura del Cheyenne, Summers y Boone se entrevistan con el jefe de los arakara, Dos Alces, y le regalan las cabelleras de los sioux. Una desembocadura más allá, la del rio Yellostowne, en la frontera entre otros dos Estados, Dakota del Norte y Montana, asistimos sorprendidos a un intento de sabotaje: mister Mckenzie, muy vinculado a la Compañía Peletera Americana, no tienen ningún interés en que nuestros protagonistas continúen su ascenso por el río. Ni siquiera el encuentro con Zeb, el tío de Boone, que les ofrece unas pesimistas perspectivas, es suficiente para detener a nuestros aventureros. Por fin Summers da orden de construir el fuerte, pero el ataque de los indios lo desbarata todo. Solo Boone, Jim y Summers logran salvar la cabellera.
Siete años después siguen juntos. A Boone le basta con una hoguera y un búfalo que cazar, a Summers los huesos le duelen por las noches y a Jim le gustan los tugurios  de San Luis o Taos y no la maldita soledad de un trampero de castores. Un indio loco de los pies negros, Pobrediablo, se ha unido a ellos a orillas del río Wind. Boone aprende la lengua de los pies negros. Un pies negros entre cuchillos largos no puede dejar de plantear problemas.

Pobrediablo maldice los espíritus que habitan la zona conocida como el infierno de Colter, próxima al río Stinkingwater, donde las fumarolas hacen el aire irrespirables y un caballo puede ser tragado con su jinete en un abrir y cerrar de ojos. Marchan en dirección noroeste, hacia Three Forks, donde la confluencia de tres ríos da lugar al nacimiento del Missouri y donde, dicen, que hay más pies negros que mosquitos. Boone, después de que Summers haya abandonado al grupo, tiene una razón para internarse en un territorio tan peligroso.


Una piel de puma, un soberbio alazán y una cabellera crow son los principales regalos que Boone lleva para el jefe Gran Nutria de los pies negros. Sin embargo, la viruela del hombre blanco había llegado antes hasta el valle de Three Forks, lugar de nacimiento del Missouri, y los cadáveres de los indios se contaban por centenares. Pero Boone tiene suerte y encuentra lo que estaba buscando: Ojos de Cerceta, la hija del jefe indio, cruza las muñecas y las lleva luego al corazón.

Boone y Jim viven con un puñado de pies negros a su alrededor. Ojos de Cerceta lleva ya cinco estaciones unida a Boone, pero aún no ha concebido. Pero los años de tranquilidad están terminando. El Way West ya se ha iniciado. El doctor Elijah White ha llegado ya acompañado de colonos hasta Oregón. Ya no se necesitan pieles de castores, sino guías para atravesar un territorio salvaje y llegar a la costa oeste.


El bello valle del Teton, mitad prado y mitad árboles, es el hogar de Bonne y de Ojos de Cerceta y de Jim entre los piegan, una de las tribus de los pies negros. Pero un hombre blanco aunque sea hermano de un indio, nunca deja de poseer la dosis de estupidez suficiente para ser conducido hasta el barranco de la tragedia y perecer en su fondo. Boone regresa sobre sus pasos para confirmar que la verdad que le bullía en la cabeza era tan cierta como que los castores escaseaban, que los indios estaban siendo domesticados y que una riada de novatos hambrientos inundaba las tierras del oeste. Las mismas tierras que un día Boone convirtió en frontera y en hogar y que otro día había manchado de sangre amiga e injusto olvido.


La novela fue publicada en 1947 por un escritor ya formado que llevaba más de veinte años escribiendo. Posee páginas realmente buenas que transmiten con mucho realismo no solo paisajes y lugares, sino la profunda identificación de hombre y espacio natural. La edición es magnífica, el prólogo bueno y necesario y la traducción aceptable aunque manifiestamente mejorable. Un buen entretenimiento para las tardes de calor.

domingo, 19 de julio de 2015

El primo Basilio. José María Eça de Queiroz.


El ingenio se despide despacio de las cosas que llenan su sala. Sabe que las echara de menos mientras recorra los campos del Alentejo, lo mismo que a su atractiva esposa, Luísa, que frente a él en una mañana calurosa de julio pasaba las hojas de un diario. Zizi, como la llama Jorge, su marido, es una viborilla con unos magníficos ojos castaños y unos pequeños pies blancos atravesados por venas azules. Cualquiera puede leerlo en el Diário de Noticias: Basilio regresa a Lisboa. Luisa recuerda bien a su primo Basilio con el que años antes tuvo un escarceo amoroso más platónico que real. Leopoldina, la mujer más desgraciada y peor casada del mundo, se alegra de la partida de Jorge, así, piensa, tendrá a Luísa para ella sola y la odiosa Juliana no podrá irle con el cuento de su visita a Jorge que tan poco estima a la amiga de su mujer. Cree el ingeniero que no es buena influencia para Zizi, siempre hablando de sus amantes e injuriando a su marido.    


Los domingos por la noche había tertulia en el salón de Jorge. Julião Zuzarte, pariente lejano del anfitrión, cirujano, pobre, falto de chance y sobrado de resentimiento. Doña Felicidade de Noronha, amiga íntima de la madre de Luísa, sufría de gases, de cierta devoción a la Encarnação y de un húmedo interés por el consejero Acácio. Este, lisboeta por lo cuatro costados, fue amigo del padre de Jorge, Gerardo, con quien interpretaba obras para violín y flauta. Tan previsor y circunspecto es el consejero que ya ha hecho reserva de tumba en un discreto rincón del Alto São João. El penúltimo en llegar es el pequeño Ernestinho, primo de Jorge, pequeño y linfático, acaudalado y escritor de teatro. Desde las clases de latín cuenta el ingenio con un amigo inseparable, el gran Sebastião, Sebastiarrão. Llega este a la tertulia directamente desde el Price con la sonrisa aún en los labios después de ver el número del tonel que hacen los payasos. Tiene aspecto de eclesiástico y tal vez por eso Jorge le encarga la vigilancia de Luísa durante su ausencia. En la calle se oía una guitarra y las palmas de un corro de mujeres. En el salón de Luísa, Sebatião tocaba al piano la Malagueña de Lecuona.

Basilio, el único pariente que le queda a Luísa, gira visita de tanteo a su prima, tan lleno de mundo como de malas intenciones. Los merecimientos que exhibe Luísa: las formas redondeadas y la pequeñez de los pies, le deciden al asedio.

Fea y mala, Juliana Cruceiro, la doncella de Luísa, maldecía cada día su vida y procuraba amargar la de los demás. Su debilidad eran los botines y vino y su máxima aspiración una mercería. Durante más de un año había cuidado a la tía de Jorge sin haber recibido a la muerte de la tía Virginia la recompensa que creía merecer. Lejos de perdonar, Juliana acechaba una oportunidad para vengarse. A Justina, la criada de la amiga de Luísa, Leopoldina, es a la única que Juliana parece estimar.


Jorge se quejaba del calor en Portel, su amigo Sebastião acaricia a su perro Trajano restándole importancia a la continua presencia del primo Basilio en el salón de Luísa y esta lamentaba sus pequeños desfallecimientos ante las insistencias cariñosas del primo. Ni estar aburrido ni ser familia eran justificaciones suficientes. Y la calle comenzó a murmurar sobre las idas y venidas del primo a la casa del ingeniero ausente. Sebastião posterga la advertencia que la vecindad demanda, el tiempo justo para que anide en el pecho de Luísa la certeza de que no puede prescindir del efecto adulador de Basilio. A las visitas le siguieron las misivas, después vinieron las citas en el tercer piso de una casa vieja donde se llama con los nudillos a la puerta que oculta una cama vestida con ajadas sábanas. Ahora era Luisinha la que salía todos los días a las dos de la tarde para regresar tres horas después. Y el murmullo de las comadres creció. Consiguió Sebastião colocar en el pedestal de la piedad a la ingeniera frente a sus convecinos, pero también descubrió que no había forma de salvar las apariencias. Las mismas que paulatinamente fueron desapareciendo de la galantería de Basilio quien acabó recibiendo a su flor, tumbado en la cama y con el puro en la boca.


Cinco semanas después él se había cansado y ella miró con sorpresa el vacío frasco de  su corazón. Sin embargo, no tardaron mucho en recobrarse, justo a tiempo de que el consejero Acacio enhebrase la aguja de los contratiempos con la que la pérfida Juliana cosió la boca de su ama. Un conto (un millón) de reis piensa la criada pedir a cambio de las cartas y misivas que conserva en su poder. Luísa propone una barbaridad: echarlo todo a rodar, huir. Para Basilio la idea es buena, siempre y cuando se ejecute en solitario y fingiendo tener asuntos graves y urgentes que atender, abandona a su suerte a la prima.    

A primeros de octubre regresó Jorge y Juliana fijó los términos de su silencio. Vestidos, esteras, cómodas, baúles… Todo le fue entregado y como si de pronto un rayo de bonanza atravesara la casa del ingeniero, hasta el gato engordaba feliz. Luísa era la única que todos los días se retorcía las manos esperando que el aneurisma acabara con el chantaje de Juliana. Toda la pasión que había puesto antes en los amores con su primo, la volcó, ahora, en Jorge, tal vez porque necesitaba imperiosamente verse compensada por todas y cada una de las humillaciones de que la hacía objeto la criada. Las exigencias de esta llegaron a tal nivel que acabaron por afectar al régimen mismo de la posición en la casa y la señora se convirtió en criada de la criada. 


Margarita y Fausto se abrazan ante la mirada maléfica de Mefistófeles, pero el lector sabe que el drama no está en el São Carlos donde Luísa asiste a la representación de Fausto. Hay, sin embargo, en el palco una esperanza parecida: doña Felicidade confía en la bruja que clava agujas en un corazón de cera y doña Luísa en la incursión victoriosa de don Sebastião en el baúl de Juliana. Andaba por aquella hora el bueno de Sebastião pidiendo a un primo suyo, comisario acatarrado, un policía para impresionar.

La novela se aproxima a su final. Y es entonces cuando la elegancia de Eça de Queiros vierte sobre la razón moderna la sospecha del engaño. La pregunta por lo que ella tenía es tan inoportuna como la insolencia en la respuesta.