«Hubo otras voces que pensaron que Jesús no era un salvador, sino un farsante y un hechicero malévolo. En Occidente triunfó un tipo concreto de cristianismo que luego aplastó y erradicó a sus rivales. Solo una forma de cristianismo tuvo suerte y esa suerte la llamó “destino”. Pero no es así; las cosas habrían podido ser distintas con suma facilidad. Si miramos atentamente y escuchamos con cuidado, todavía hoy podemos oír murmullos que hablan de ellos. Están ahí, en la poesía de Milton y entre los condenados de Dante; están ahí, en las pinturas de Giotto, y están ahí, en las imágenes de la Navidad que sigue celebrándose en Occidente».
La obra que nos ofrece la
escritora británica Catherine Nixey plasma el creciente interés de los últimos
años por el cristianismo primitivo. Hay en el texto una enorme cantidad de
historias que la autora recoge de textos que de forma milagrosa han logrado
resistir al paso del tiempo y vencer el interés de la iglesia católica por
alejarlos del canon cristiano. Aparecen personajes tan extraordinarios como
Apolonio de Tiana, cuya vida nos ha llegado a través de la obra de Filóstrato.
Es el Jesús pagano o el “anticristo” como fue conocido, mago o embaucador, cuya
vida guarda un estrecho parecido con el de Jesucristo.
La curiosidad nos mueve a
conocer qué otras formas de cristianismo hubo tras la muerte de Cristo. Y su
riqueza nos sorprende. La imagen de la cueva y la compañía de la mula y el buey
no está en los Evangelios canónicos o modernos, aparece en uno de los múltiples
evangelios apócrifos que durante muchos años fueron leídos por los primeros
cristianos. Hay un curiosísimo texto sagrado del cristianismo etíope que se lee
el Jueves Santo conocido como el Libro del Gallo en el que Jesucristo resucita
al gallo que fue servido durante la última cena y le manda que espíe a Judas
para saber qué trama. No menos relevante es la descripción del infierno
cristiano que ha dado lugar a tantísimas representaciones pictóricas o
literaria que no está recogido en ninguno de los textos que forman las biblias
modernas, sino que aparece en el Apocalipsis de Pedro. Hay notables ejemplos
durante los primeros años en los que Cristo no es la figura bondadosa y que pone
la otra mejilla cuando sufría una afrenta, alguno de los cuales pasaron a los
textos canónico. Es el caso del episodio de la higuera que cuenta el Evangelio
de Marcos. Jesús siente hambre y al ver una higuera, se dirige a ella para
comer algunos higos, pero se da cuenta de que no tiene ninguno. Jesús se enfada
y maldice el árbol: ‘Qué nunca jamás coma ya nadie fruto de ti’, le dice, y la
higuera se seca. Esa no es una reacción muy propia del Jesús que ha pasado al
cristianismo moderno.
La segunda parte de la obra
tiene un objetivo distinto. Y queda reducida a un esbozo que parece anunciar un
posterior estudio más minucioso y comprensivo de las circunstancias que
hicieron que el cristianismo vencedor se lanzara con verdadera saña sobre las
otras alternativas después de que el emperador Constantino abrazara el credo
cristiano. Uno de los más implacables perseguidores de las otras formas de
cristianismo fue Juan Crisóstomo (347-407) para quien “el verdadero cristiano
no necesitaba para nada la curiosidad”. Donde hay fe, decía, no hace falta
examinar ni investigar nada. Agustín de Hipona, contemporáneo de Juan, se
reprendía a sí mismo por haber perdido el tiempo contemplando el trabajo de una
araña “…distraer al hombre del único verdadero objeto digno de contemplación,
Dios”.
El historiador Philip Jenkins
(La historia olvidada del cristianismo) ofrece un dato que resulta
revelador. Cuando Cristo pidió a sus seguidores que extendieran la palabra
hasta los confines de la tierra, lo hizo en un rincón del oeste de Asia y lo
expresó en arameo. Así las cosas, dice el historiador resulta que si nos
dirigimos hasta el este desde Jerusalén tendremos que recorrer poco menos de
mil kilómetros para llegar a Bagdad, poco más de mil seiscientos para Teherán y
menos de dos mil hasta Samarcanda. París y Londres están, en cambio, a más de
tres mil kilómetros de distancia. De manera que es fácil sacar la conclusión de
que el primer cristianismo se extendió hacia oriente, no hacia occidente.
En fin, un texto sugestivo y lleno de interesantes propuestas. La enorme bibliografía que proporciona, son casi cien hojas, nos invita a seguir por nosotros mismos un proceso de investigación que enriquece nuestro legado cristiano.
Catherine Nixey es autora de otro libro titulado La edad de la penumbra donde nos relata cómo el cristianismo fue destruyendo gran parte de la cultura clásica, y lo hace no desde el reproche sino desde la necesidad de reflexionar que es la tarea primordial del ser humano.
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