Llevaba ya un tiempo con ganas de leer a la uruguaya
Fernanda Trías (Montevideo, 1976), cuya obra anterior Mugre rosa se me
extravío entre otras lecturas. Al principio de su obra más reciente que lleva
el sugestivo título de El monte de las furias hay una frase que yo creo
resume la novela. La narradora cuyo verdadero nombre ignoramos escribe en la
última hoja de sus cuadernos que “darte, la vida no te da nada, pero una se
obstina en seguir viviendo”. Naturalmente que cuando eso ocurre, cuando la vida
no te da nada, y nada le ha dado a la protagonista, pues no hay más alternativa
que poblar de misterio la realidad.
Una brutalidad ancestral apegada a la naturaleza
animal recorre la novela. Los personajes femeninos (la madre, la abuela, las
mujeres de los testigos de Jehová) conforman un espacio emocional terrible. “Mi
madre y yo permanecíamos amarradas por el cordón del odio, y yo quería soltar
ese amarre. Vivía con ella, pero era como si viviera en un ataúd abierto en la
sala”. El doble vínculo que la madre practica con su hija a la que da mensajes
contradictorios de cariño y rechazo hace que el camino hacia la locura sea el
único posible. Es allí, en la montaña, un destino que otros eligen para ella,
donde el veneno que le corre por las venas tiene la posibilidad de ahogarse en
la locura de la soledad.
La brutalidad de los personajes masculinos (el
Celador, el hombre de la montaña, los que la expulsan de su casa) es incluso
más destructiva porque está hecha de humillación, de olvido, de atropellado
desprecio.
Y, sin embargo, uno no puede sino admirar la capacidad
que tiene la narradora de los cuadernos de sobreponerse al veneno que la vida
le ha insuflado en las venas. Asume un papel de cuidadora del que brota la
milagrosa presencia de la vida suficiente. Cuida de la montaña, de su casa, del
jardín, de la alambrada, del portón, de su vecino el Celador, de su madre
cuando aparece con la apariencia de la abuela, de las mujeres de Jehová, de los
cuerpos que van apareciendo…
Una de las mujeres de Jehová le dice a la
protagonista: “Vos que fuiste abandonada por todos, que ni la luna te mira,
¿por qué no saltás a los brazos del Señor?”. Cualquier lo hubiera hecho, habría
empaqueta sus cosas y se hubiera ido con ellas, pero la montañera ya ha dado el
salto a un mundo propio no exento de lucidez. Confiesa que a ella nunca le
enamoró la tristeza, pero tampoco aspiró a la felicidad. Prefiere la soledad
tranquila del pajonal detrás de la escuela, allí donde aprendió que “la vida es
un regalo difícil” que precisa de constante reinvención. “Yo pensé: si me
cortan una mano, ¿de quién es la mano? ¿Y por qué, si me cortan una mano, mi yo
se queda en el cuerpo y no se va con la mano? ¿La mano no soy yo? ¿O yo sigo
siendo sin mi mano? Y si mi mano no soy yo, ¿dónde se aloja realmente la
persona?”.
¿Podemos hablar de un cierto extravío? Tal vez, pero
estamos ante una de esas obras que dejan poso en la memoria del lector y eso ya
es mucho. En el tercer cuaderno, el que
comienza a hablar de los cuerpos, la escritora anota: “Los árboles pueden vivir
añares con el troco completamente hueco. El que sabe de árboles no ignora que
el tronco es casi todo madera muerta. Solo la parte exterior, por donde circula
la savia, tiene vida. Así, el árbol está vivo y muerto al mismo tiempo”. Viva y
muerta al mismo tiempo también está ella en un mundo propio de soledad extrema.
Fernanda Trías nos mete ahí tanto tiempo como la literatura lo hace posible. Y
lo hace consciente del riesgo que se corre cuando se trata de dar significación
a un personaje insignificante.
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