sábado, 29 de marzo de 2025

El monte de las furias. Fernanda Trías

 


Llevaba ya un tiempo con ganas de leer a la uruguaya Fernanda Trías (Montevideo, 1976), cuya obra anterior Mugre rosa se me extravío entre otras lecturas. Al principio de su obra más reciente que lleva el sugestivo título de El monte de las furias hay una frase que yo creo resume la novela. La narradora cuyo verdadero nombre ignoramos escribe en la última hoja de sus cuadernos que “darte, la vida no te da nada, pero una se obstina en seguir viviendo”. Naturalmente que cuando eso ocurre, cuando la vida no te da nada, y nada le ha dado a la protagonista, pues no hay más alternativa que poblar de misterio la realidad.

Una brutalidad ancestral apegada a la naturaleza animal recorre la novela. Los personajes femeninos (la madre, la abuela, las mujeres de los testigos de Jehová) conforman un espacio emocional terrible. “Mi madre y yo permanecíamos amarradas por el cordón del odio, y yo quería soltar ese amarre. Vivía con ella, pero era como si viviera en un ataúd abierto en la sala”. El doble vínculo que la madre practica con su hija a la que da mensajes contradictorios de cariño y rechazo hace que el camino hacia la locura sea el único posible. Es allí, en la montaña, un destino que otros eligen para ella, donde el veneno que le corre por las venas tiene la posibilidad de ahogarse en la locura de la soledad.

La brutalidad de los personajes masculinos (el Celador, el hombre de la montaña, los que la expulsan de su casa) es incluso más destructiva porque está hecha de humillación, de olvido, de atropellado desprecio.

Y, sin embargo, uno no puede sino admirar la capacidad que tiene la narradora de los cuadernos de sobreponerse al veneno que la vida le ha insuflado en las venas. Asume un papel de cuidadora del que brota la milagrosa presencia de la vida suficiente. Cuida de la montaña, de su casa, del jardín, de la alambrada, del portón, de su vecino el Celador, de su madre cuando aparece con la apariencia de la abuela, de las mujeres de Jehová, de los cuerpos que van apareciendo…

Una de las mujeres de Jehová le dice a la protagonista: “Vos que fuiste abandonada por todos, que ni la luna te mira, ¿por qué no saltás a los brazos del Señor?”. Cualquier lo hubiera hecho, habría empaqueta sus cosas y se hubiera ido con ellas, pero la montañera ya ha dado el salto a un mundo propio no exento de lucidez. Confiesa que a ella nunca le enamoró la tristeza, pero tampoco aspiró a la felicidad. Prefiere la soledad tranquila del pajonal detrás de la escuela, allí donde aprendió que “la vida es un regalo difícil” que precisa de constante reinvención. “Yo pensé: si me cortan una mano, ¿de quién es la mano? ¿Y por qué, si me cortan una mano, mi yo se queda en el cuerpo y no se va con la mano? ¿La mano no soy yo? ¿O yo sigo siendo sin mi mano? Y si mi mano no soy yo, ¿dónde se aloja realmente la persona?”.

¿Podemos hablar de un cierto extravío? Tal vez, pero estamos ante una de esas obras que dejan poso en la memoria del lector y eso ya es mucho.  En el tercer cuaderno, el que comienza a hablar de los cuerpos, la escritora anota: “Los árboles pueden vivir añares con el troco completamente hueco. El que sabe de árboles no ignora que el tronco es casi todo madera muerta. Solo la parte exterior, por donde circula la savia, tiene vida. Así, el árbol está vivo y muerto al mismo tiempo”. Viva y muerta al mismo tiempo también está ella en un mundo propio de soledad extrema. Fernanda Trías nos mete ahí tanto tiempo como la literatura lo hace posible. Y lo hace consciente del riesgo que se corre cuando se trata de dar significación a un personaje insignificante. 


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