miércoles, 27 de febrero de 2013

El hombre invisible. H.G. Wells.






Blamblehurst, estación de ferrocarril, febrero, viento y nieve. La posada de la señora Hall. Un desconocido que oculta su aspecto por completo y sólo deja ver la punta de su nariz. Servilletas, vendas, pañuelos, sombreros, todo le sirve al desconocido para tapar su cara. Teddy Henfrey, el relojero, desconfía de quien dice ser un investigador en busca de aislamiento. En seguida los habitantes de Iping, distrito de Chichester y condado de Sussex Occidental, convirtieron al desconocido en el centro de sus conversaciones. Uno de los rumores, quizás el mejor fundado, afirmaba que el desconocido se oculta tras ropas y prendas porque es de “colores” y se avergüenza de ello, como es natural. Por Pentecostés, Cuss, el boticario, descubre el brazo “vacío” del desconocido y corre a contárselo al señor Bunting, el vicario, a quien esa misma noche le robaron delante de sus narices la totalidad de sus ahorros.  




Los muebles de Jenny, la señora Hall, han sido embrujados por el desconocido y, como es natural para tales casos, se llama al herrero, el señor Wadgers, quien recomendó un par de herraduras.
Conviene tomar nota de que el secreto del forastero se descubrió por una cuenta pendiente de pago, la momentánea falta de liquidez que coloca a cada uno en su sitio, sólo que en este caso, dadas sus peculiaridades, desalojó a unos, los videntes, y realojó a otros, los invidentes. Pero todos  recibieron con alivio el lenitivo de la ley que en situaciones tan difíciles no debe permanecer de brazos cruzados. La orden de arresto deja al desconocido al “desnudo” y en tan ventajosa situación huye hacia Adderdean, según relato del naturalista Gibbins que oyó pasar en esa dirección una mezcla de toses y maldiciones. Un proscrito, Thomas Marvel, que filosofa ante dos pares de botas, se ofrece a ayudarle. No hay que olvidar que nuestro hombre anda desnudo por la vida y como científico necesita de libros y apuntes. Tiene, por tanto, que volver a Iping. Pero Marvel harto de una voz que no es la suya, decide huir y el hombre invisible es tiroteado en una taberna de Burdock. Si alguien aventuró una respuesta negativa, se equivoca: el hombre invisible tiene sangre roja.

Griffin, que así es como se llama el hombre invisible, se refugia en casa de otro científico, el doctor Kemp, compañero de estudios y al que dará cuenta del drama que está debajo de su descubrimiento.
La invisibilidad sitúa a Griffin a medio camino entre la transparencia del aire y la terrosidad del plantígrado. Cualquier acto lo delata: comer, dormir, vertirse…, y ha de vigilarlo todo y a todos. Cruzar una calle se convierte en una acción peligrosísima, Griffin ha de esquivar a los coches y a los peatones: ha de vigilar a la persona que le precede y a quien viene por detrás, mirar a ambos lados y al frente al mismo tiempo... La invisibilidad ha apretado los barrotes del cuerpo sobre el alma del pobre Griffin que se siente más atrapado y más solo. En presencia de los demás debe cosificarse para pasar inadvertido. Dolido ante la falta de comprensión, Griffin decide imponer el terror. ¿Qué hace mister Kemp? ¿Ayudarle? No. Lo traiciona. Hasta ese momento el hombre invisible no ha matado a nadie, es cierto que ha causado algunos heridos, pero también hay que reconocer que su situación es verdaderamente excepcional. Sin embargo, a partir de la traición de Kemp, Wells transforma a su personaje de una forma hasta cierto punto incomprensible. Lo convierte en pieza de caza y le declara abyecto. Si el poder de la ciencia devoró el cuerpo de Griffin hasta confundirlo con la transparencia del aire, fueron todos los hombres quienes armados con la goma de la sospecha le borraron el alma. Invisible el alma de Griffin, invisible su cuerpo ¿quién es realmente Griffin? Es curioso que siendo la sociedad actual la de la imagen, haya a nuestro alrededor tanta gente que no vemos: los invisibles.

jueves, 21 de febrero de 2013

Epístolas morales a Lucilio (5). Séneca.



Vigésima nona.-
El sabio, como el arquero, “debe apuntar a un blanco seguro y […] apartarse de aquellos que no le han merecido confianza”. Nada parece más lejano entre sí que el favor popular y la virtud, pues para conseguir aquel han de seguirse “viles procedimientos”. Y aún dicen que Séneca es cosa del pasado.

Trigésima.-
Séneca ensalza la serenidad de Aufidio Baso ante su próxima muerte, “ya que los acontecimientos seguros se esperan; son los dudosos los que se temen”.

Trigésima primera.-
Carta oscura y, a veces, contradictoria. Lucilio, como todos hombres, debe culminar los propósitos internos, para ello lo primero es cerrar los oídos al canto de sirenas de la gente, incluso “muéstrate sordo a tus seres más queridos”. La prosperidad de la que ellos te hablarán, “los bienes que estima la gente”, no es un bien. Si “el único bien […] consiste en confiar en sí mismo”, debes antes elegir lo que pretendes, aquello “que deseas que te suceda”.  A través del trabajo el alma adquirirá la paciencia necesaria para alcanzar el conocimiento de la realidad, el cual deberá equilibrarse con el saber de lo divino. El hombre dispone del camino que le proporciona la naturaleza.


Trigésima segunda.-
Séneca se felicita por la conducta saludable de Lucilio: “la de no frecuentar las personas diferentes a nosotros, que aspiran a ideales distintos”. Esa es precisamente una diferencia cualitativa y con entidad suficiente para ser tomada en consideración. Como estoico, Séneca es partidario de la igualdad y aboga por el cosmopolitismo, pero teme, ya lo hemos comentado en otras cartas, la gran influencia que el vulgo causa sobre el espíritu. “No temo que te cambien, temo que te estorben”, aclara seguidamente Séneca, lo que supone una serio obstáculo por obligarnos a comenzar a vivir “sin cesar una y otra vez”, impidiéndonos “consumar la vida antes de la muerte”. Este bellísimo pensamiento solo fructifica cuando tienes “el dominio de ti mismo”, porque tu espíritu se mantiene firme y seguro, como sólo puede estarlo cuando “encuentra satisfacción en sí mismo”. He aquí la recompensa: “Aquel que vive después de haber consumado su vida, ha superado por fin las necesidades, y se halla exonerado y libre.” Una vida consumada, ¿qué mejor legado puede dejarse al morir?

Trigésima tercera.-
Lucilio pide a Séneca máximas “de nuestros eminentes maestros”. Séneca dicta una de sus lecciones magistrales. Afirma que las chrías, las frases notables, están bien para que los niños aprendan, pero no para el hombre ya adulto para el cual debe resultar “indecoroso obtener sus reconocimientos apoyándose en un libro de memorias”. El hombre después de aprender ha de ser capaz de “ejercer […] el mando”, de legar a la posteridad alguna idea, algo nuevo que no dependa ni de la memoria ni del maestro, porque “no es lo mismo recordar que saber”. Si no se abandona lo aprendido, si no “media alguna distancia entre ti y el libro”, permaneceríamos siempre en el mismo lugar, no habría avance, “nunca se harían hallazgos si nos contentáramos con los ya realizados”. Me pregunto por la fórmula que fuera capaz de meter esta idea, en la cabeza de todos los profesores del mundo. Y aún dicen que Séneca es cosa del pasado.

Trigésima cuarta.-
Séneca, educador de almas, se muestra orgulloso del progreso de su pupilo Lucilio. “La obra […] depende del alma” y el alma está guiada por la bondad de la acción que ni la violencia ni la necesidad pueden transformar. Ese es el recto camino del alma, aquella cuyas acciones concuerdan.

Trigésima quinta.-
La amistad, forma perfecta de amor, “resulta siempre provechosa”. El amor, por sí solo, sin el aditamento de la amistad “a veces hasta es perjudicial”. Vigila que tus deseos de hoy sean los mismos que ayer, pues “el cambio de voluntad indica que el alma fluctúa”.

jueves, 14 de febrero de 2013

Los hermanos Oppermann. Lion Feuchtwanger.

"Se nos ha encargado trabajar en la obra,
pero no nos ha sido dado culminarla."
Talmud.

Personajes a modo de guía. Y de cómo, de pronto, todo cambia.
A Gustav Oppermann, doctor de cincuenta años, orgulloso de su casa en la Max Reger Strasse, al pie del Grunewald, el gran espacio verde en el oeste de la ciudad de Berlín, le va bien. Es formalmente director general de una empresa de muebles, coleccionista y entendido de libros antiguos y posee una suculenta cuenta corriente. Su criado Schlüter y la cocinera Bertha son los primeros en felicitarle por su quincuagésimo cumpleaños. Cabalgada, baño, desayuno y las cincuenta cartas que yacen sobre la mesa de su, estamos seguro de ello y no podemos evitar una punzada de envidia, espléndida biblioteca. Sybil Rauch es su última compañera, veinte años más joven que él. La anterior Anna, es dictatorial y enjuiciadora. Martin Oppermann es dos años mayor que Gustav pero aparenta diez más que este. Los Oppermann, judíos oriundos de Alsacia, residían desde tiempos inmemoriales en Alemania.
La técnica de la presentación de los personajes es exquisita: el cumpleaños, el correo, un cuadro, una visita...
Salir del círculo de Gustav es entrar en el de Martin, que es quien lleva el peso del negocio, ya sabemos, los muebles Oppermann. Hoy tiene una entrevista con Heinrich Wels que se anuncia desagradable. Son tiempos difíciles: el antisemitismo crece. Hay entre los judíos Oppermann y los arios Wels una contraposición que va más allá de la simple competencia comercial: el partido nacionalsocialista y los populares de las camisas pardas andan por en medio. Pero los Oppermann aún piensan que su posición no está comprometida.
Las medidas a tomar en el negocio permiten que conozcamos a Jacques Lavendel, el marido de Klara Oppermann y coleccionista de objetos antiguos de los ritos judíos; a Liselotte y Berthold, la esposa e hijo de Martin; ella, Liselotte, procede de una severa familia cristiana de Prusia; el cuñado, Jacques, es un judío oriental astuto, clarividente y lleno de fuerza  vital. Se lo puede permitir, pues posee la nacionalidad estadounidense. No sería mala idea convertir el negocio de muebles Oppermann en una empresa americana transfiriéndoselo a Jacques.
Arthur Mühlheim, uno de los mejores juristas de Berlín, y el novelista Fiedrich Wilhelm Gutwetter, amigos de Gustav, le traen como reglado de cumpleaños el sí de la editorial Minerva a la publicación de su biografía de Lessing. No es una elección al azar esta de Lessing, se trata del sajón Gotthold Ephraim Lessing, el autor de uno de los textos más famosos sobre la tolerancia religiosa, Nathan el Sabio. Conviene señalar que la versión que de esta pequeña joya hizo Juan Mayorga, se estrenó en lectura dramatizada el 12 de mayo de 2003 en el Real Monasterio de Santo Tomnás de Ávila. La fiesta de cumpleaños no puede tener un mejor inicio. Los chistes sobre el Führer están hechos por judíos alemanes tan integrados que creen poder bromear sobre el antisemitismo. Quizás por eso les sorprende más el sionismo de Ruth, la sobrina de Gustav e hija del gran cirujano Edgar Oppermann, que se burla de las tesis raciales.
Bernd Vogelsang es el nuevo catedrático del instituto Königin Luise, el colegio de Berthold, que viene avalado por el temor que genera su fama de nacionalista y que refrenda el sable que porta y la cicatriz que luce en la mejilla. El alumno Berthold utiliza el racionalismo para analizar el mito de Hermann el alemán, también conocido como Arminio el querusco (ya saben ustedes el germano que derrotó a los romanos en el bosque de Teutoburgo en el año 9 d.C.), y, naturalmente, nada puede ofender más a un nacionalista como Volgelsang que siente alrededor de su cuello la opresión del tratado de Versalles.
El señor Markus Wolfsohn, vendedor de Muebles Oppermann, y el difícil sillón barroco modelo 483, cuya venta le proporciona a Markus unos marcos suplementarios de comisión. Markus tiene una esposa y dos hijos, y un cuñado sionista que está decidido a marcharse a Palestina. Markus bromea y si no fuera por su vecino nazi y por la mancha de humedad en la pared, sería completamente feliz en Berlín.
El doctor Edgar Oppermann tiene problemas con “el asqueroso asunto de la naturaleza humana”, su mejor discípulo Jacoby no solo es judío sino que además tiene un inequívoco aspecto de judío. Cierto sector de la prensa viene acusando al doctor Oppermann de derramar “a raudales” sangre cristiana en sus intervenciones quirúrgicas.
Navidades de 1932. Dos judíos discuten: uno prefiere quedarse en Alemania, el otro emigrar a Palestina. Curiosamente las luces del Hanuká y las del árbol de navidad brillan al mismo tiempo. Gustav piensa que si su patrimonio permanece en Alemania es seguro que será empleado para la injusticia, pero el desorden de llevarlo fuera de su patria le causa mayor sufrimiento. “Las actas de los sabios de Sión” y el insondable mar de la estupidez humana le son suficientes al ideólogo nazi Alfred Rosenberg para construir un nuevo “mito del siglo XX”.
Gustav, con Hitler ya en el poder, llena sus pupilas de literatura y filosofía, ciego de historia no sabe que en los momentos difíciles la aproximación a los hechos ha de hacerse con los pasos cortos del hortelano que vigila su huerto, y no con los anchurosos del intelectual en medio de su biblioteca. Gustav debería haber acumulado la suficiente experiencia como para conocer que en el pensamiento de la calle el éxito siempre demuestra algo y el de Hitler tiene algo de acontecimiento. Tres sillas acabarán por convencer a Gustav.
A pocos días de las elecciones de marzo de 1933, Martin es un hombre abatido. Poco a poco la humillación se convierte en el primer sentimiento del judío, y los Oppermann sentados alrededor de una mesa, Gustav, Martin, Edgar y Jacques Lavendel, contemplan como su mundo, el “de la fuerza y la inteligencias del individuo”, nada puede contra el más elemental de los acontecimiento: la necedad humana. El único que aparentemente resiste es Berthold, el muchacho que se atrevió a clavar el asta de la razón en el ojo de Polifemo. Para este chico de diecisiete años, el problema es algo más complejo: se ve intimidado a retractarse de algo que no ha terminado de decir y el cerco se estrecha aún más cuando comprende que en realidad a un judío le está vedado expresarse sobre el mito del querusco. De pronto, el 27 de febrero, el Reichstag está ardiendo, Gustav tiene que dejar Alemania, Berthold no encuentra la salida y el humilde judío vendedor de muebles, Markus Wolfsoh, es detenido por su participación en el hecho.
El 1 de abril de 1933 se inicia el primer boicot a nivel nacional promovido por los camisas pardas con la aquiescencia del partido nazi contra los negocios y profesionales judíos. Mientras Martin es “sotaneado”, Gustav atraviesa el lago de Lugano. Muy pronto tendrá noticias de los pogromos. El hombre no puede remontar dos veces la misma ola, pero sí puede detenerla, congelar la imagen con la palabra, con la voz, con la piedra, con el pincel… El arte generador de conciencia.
Los judíos celebran en Pesah, el 14 de abril es la noche del Seder y se lee el libro del Éxodo donde se narra la liberación del pueblo judío de la esclavitud del faraón. Dios eligió a su pueblo y este tiene que tener algo que celebrar y también algo que hacer. “Este es el pan de al miseria que nuestros padres comieron en Egipto. El que esté hambriento que venga a comer de él. El que esté necesitado que venga y celebre con nosotros la fiesta del Pesah. Este año aquí, el año que viene en Jerusalén. Este año siervos, el año que viene hombres libres.” Los Oppermann están en Lugano y cuando acabe la celebración cada uno saldrá con un destino distinto. Porque ya la Alemania de hoy no es la de ayer, aunque en el fondo sigan pensando que “la vida sigue, como siempre”.
Gustav vuelve, traspone la esquina suiza para mirar de frente la nueva identidad de Alemania. Lo hace embozado, pero no tarda en ser conducido a un campo de concentración, el de Moosach, un subcampo de Dachau, definido por los alemanes como de reeducación. Gustav quiere ser testigo, quiere dar testimonio. Feuchtwanger, también.