En la colección que Tintablanca dedica a las Ciudades Patrimonio de la Humanidad el periodista y poeta Carlos Aganzo ha escrito una bellísima semblanza de Ávila. La conoce muy bien porque no en vano fue durante muchos años director del Diario de Ávila.
Ávila es para los ojos porque “los pintores se han vuelto locos
contemplándola. Los poetas, cantándola…”.
De su pluma nos enteramos de que, a la caída de la tarde, algunos días
aparecen en las piedras de la muralla las inscripciones lapidarias escritas en
latín y hebreo. La voz de los muertos en los lienzos de piedra.
Ávila de los Alfonsos, dice Aganzo con mucha razón: en 1116 el que luego
sería Alfonso VII de León tuvo que refugiarse tras las murallas ante el
acometimiento que contra su persona le dirigía el rey aragonés, Alfonso I el
Batallador; también Alfonso VIII, el famoso de la batalla de Las Navas de
Tolosa encontró amparo en Ávila. Es por eso que la ciudad ostenta los títulos
de Ávila del Rey, Ávila de los Leales y Ávila de los Caballeros.
Obispo de Ávila fue el famoso Prisciliano que provocó el nacimiento del
primer movimiento cismático, el priscilianismo, y que terminó preso y ejecutado
acusado de brujería. Rescata Aganzo de la mano de Menéndez y Pelayo el himno de
Argirio, un bello poema entre cuyos versos está este: “Tú, que ves lo que hago,
calla mis obras”.
Guiomar de Zúñiga es la Julieta y Alvar Dávila, el
Romeo. Al padre de ella, corregidor, no le gustó el tonteo de los jóvenes y
expulsó de la ciudad al joven caballero. El balcón que se ve en la puerta del
Rastro es el de Guiomar. Veinte kilómetros hay desde allí al castillo de
Mironcillo, hogar del joven Alvar, pero aseguran que todos los días hablaban
entre ellos usando banderas u hogueras. Cosas de leyendas.
Justo enfrente del balcón de Guiomar hay un pequeño
jardín con el busto de Rubén Darío en recuerdo de su aventura amorosa con una
joven llamada Francisca de Navalsauz con la que el poeta quiso casarse. Rubén
se la llevó consigo a París, la enseñó a leer y todos se referían a ella como
la princesa Paca. Durante muchos años Francisca guardó en su casa de Navalsauz
manuscritos y cartas del poeta nicaragüense.
Las cuatro monjas muertas de miedo que pasaron la
primera noche en el “palomarcico” del primero de los conventos, el de San José,
que fundaría La Santa. Era la noche del 24 de agosto de 1562 y estos sus
nombres: Antonia del Espíritu Santo, María de la Cruz, Úrsula de los Santos y
María de San José.
No en Ávila, sino en Medina del Campo, coincidieron
Teresa y Juan. “Ella tenía cincuenta y dos años, y andaba ya en su segunda
fundación. El tenía veinticinco, y volvía a casa de su madre después de
terminar sus estudios en Salamanca”. Allí le contó la monja Teresa aquel empeño
suyo de “volver a la descalcez de la regla de san Alberto”. Unos pocos metros
separan a san Juan de la Cruz en la torre de los Guzmanes de santa Teresa de
Ávila, sentada frente a su casa natal.
Saliendo por la puerta del Adaja, las tenerías hebreas,
al lado mismo de la ermita de san Segundo, que dicen constituyen una auténtica
joya arqueológica, y que estuvieron en funcionamiento hasta el siglo XVII. Un
poco más adelante, o río abajo, aparece el molino de la Losa. Uno no sabía,
ignorante, que perteneció al cabildo de la Catedral de Ávila durante cinco
siglos, hasta la de Mendizábal.
El Tostado, Alonso Fernández de Madrigal, el hombre
más sabio de su época, era teólogo, filósofo, erudito y fecundísimo escritor
cuya obra ocupaba quince enormes volúmenes. Fue obispo de Ávila y está
enterrado en la catedral bajo un magnifico sepulcro obra del gran escultor
Vasco de la Zarza. Estamos en el siglo XV y una misma persona puede abrazar la
cátedra de Arte, Filosofía, Poesía, Latín, Griego y Hebreo, además de la
Biblia.
Ávila, ciudad de cine, y Carlos Aganzo hace un buen
repaso a este respecto, deteniéndose en la famosa serie de televisión dirigida
por Josefina Molina y protagonizada por Concha Velasco. Escribe aquí el autor
unas palabras muy certeras: “Lugar donde volver al pasado es tan sencillo como
levantar los ojos y caminar en el presente recreando, imaginando, fantaseando
con otra realidad”.
“Ávila la casa”, dijo Unamuno y “Ávila el altar”, le
respondió Benjamín Palencia. Casa y altar comparten los restos mortales de los
dos presidentes que están enterrados en la catedral del Salvador de Ávila:
Claudio Sánchez Albornoz y Adolfo Suárez González, juntos conforman dos de los
valores que más echamos en falta hoy en día: libertad y concordia.
La duquesa de Valencia, doña Luisa María Narváez
Macías, llamada la duquesa roja, que aseguran fue la única que se atrevió a
abofetear a Franco por faltar a su palabra de restituir la monarquía tras la
derrota de la República. Cedió al Estado el palacio de los Águila cuya apertura
seguimos esperando desde hace más de veinte años.
La edición es de lujo por el papel, la tipografía, los
márgenes, la encuadernación y, en especial, por las magníficas ilustraciones de
Ricardo Sánchez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario