Advierte AB al inicio que “la libertad más absoluta es el
privilegio, la condición y el destino de toda escritura literaria”. No viene mal recordarlo en momentos como el
actual.
En la plenitud que el ejercicio de esa libertad
proporciona, Baricco llena de libros su mesa de trabajo y se pone a escribir
una novela del oeste, un western cuyo protagonista es el sheriff Abel Crow, un
auténtico pistolero. La madre de los Crow abandonó a sus seis hijos: Abel, el
pistolero; Joshua, el loco; David, el Predicador; Samuel, el rico que explota
minas; Isaac que murió joven y de la única mujer, la última en nacer, Lilith.
Muchos años después la madre tiene un incidente en Yuba con unos caballos. La
pobre mujer no ha hecha nada que lo merezca, esa es la verdad: un hurto de uso
de un semental. Pura atipicidad. A pesar de eso, la colgarán porque en Yuba
padecen la enfermedad mental de la perversión de la propiedad, algo bastante
extendido en el Oeste. Esa circunstancia hace que los Crow se unan para
liberarla.
Esa circunstancia le llega a Abel en un momento difícil de
su vida, justamente cuando ha decidido dejar de disparar y aceptar el mismo
destino que tiene una gota de lluvia cuando se desliza por el cristal de la
ventana hacia el sur. Abel es un pistolero cargado de metafísica, aquella que
en buena parte le proporcionó el Maestro, cuyo destino tiene mucho que ver con
cierto barco pirata que se adentro hasta Magdalena acosado por una fragata
francesa. El Maestro quedó ciego y durante muchos años un asistente le leía un
libro detrás de otro. Así llegó hasta Hume cuya posición entre las causas y los
efectos puede servir para que un pistolero se haga preguntas en el momento
menos oportuno y acabe con una bala en el pecho.
El diez por ciento de la mente
de Abel está continuamente ocupado por Hallelujah, allí no cabe ninguna otra cosa, solo ella.
Pero Hallelujah tiene su propia historia y un pistolero no encaja más
que como experiencia repetida. Durante un tiempo, Abel acompaña al juez Macauley
al que se le daba bien separar a los culpables de los inocentes y aunque a
veces colgaba a los criminales, otras veces les condenaba a aprender francés.
Un pistolero sabe que el que
dispara acaba siendo disparado. Sabe que su trabajo es sobrevivir y se envuelve
en una forma de poético heroísmo que es la epopeya de los pistoleros gilipollas
que no necesitan más que una leve vibración para disparar. Pero, ay, la vida
fluye para todos “como la sangre bajo la piel”.
Cuántas historias dejamos
dentro en esas novelas del oeste que manoseadas intercambiábamos en los quioscos, y cuántas de esas historias siguen caminando junto a nosotros. Baricco (Turín,
1958) sabe que los pistoleros no envejecen.
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