sábado, 12 de abril de 2025

Abel. Alessandro Baricco



Advierte AB al inicio que “la libertad más absoluta es el privilegio, la condición y el destino de toda escritura literaria”.  No viene mal recordarlo en momentos como el actual.

En la plenitud que el ejercicio de esa libertad proporciona, Baricco llena de libros su mesa de trabajo y se pone a escribir una novela del oeste, un western cuyo protagonista es el sheriff Abel Crow, un auténtico pistolero. La madre de los Crow abandonó a sus seis hijos: Abel, el pistolero; Joshua, el loco; David, el Predicador; Samuel, el rico que explota minas; Isaac que murió joven y de la única mujer, la última en nacer, Lilith. Muchos años después la madre tiene un incidente en Yuba con unos caballos. La pobre mujer no ha hecha nada que lo merezca, esa es la verdad: un hurto de uso de un semental. Pura atipicidad. A pesar de eso, la colgarán porque en Yuba padecen la enfermedad mental de la perversión de la propiedad, algo bastante extendido en el Oeste. Esa circunstancia hace que los Crow se unan para liberarla.

Esa circunstancia le llega a Abel en un momento difícil de su vida, justamente cuando ha decidido dejar de disparar y aceptar el mismo destino que tiene una gota de lluvia cuando se desliza por el cristal de la ventana hacia el sur. Abel es un pistolero cargado de metafísica, aquella que en buena parte le proporcionó el Maestro, cuyo destino tiene mucho que ver con cierto barco pirata que se adentro hasta Magdalena acosado por una fragata francesa. El Maestro quedó ciego y durante muchos años un asistente le leía un libro detrás de otro. Así llegó hasta Hume cuya posición entre las causas y los efectos puede servir para que un pistolero se haga preguntas en el momento menos oportuno y acabe con una bala en el pecho.

El diez por ciento de la mente de Abel está continuamente ocupado por Hallelujah, allí no cabe ninguna otra cosa, solo ella. Pero Hallelujah tiene su propia historia y un pistolero no encaja más que como experiencia repetida. Durante un tiempo, Abel acompaña al juez Macauley al que se le daba bien separar a los culpables de los inocentes y aunque a veces colgaba a los criminales, otras veces les condenaba a aprender francés.

Un pistolero sabe que el que dispara acaba siendo disparado. Sabe que su trabajo es sobrevivir y se envuelve en una forma de poético heroísmo que es la epopeya de los pistoleros gilipollas que no necesitan más que una leve vibración para disparar. Pero, ay, la vida fluye para todos “como la sangre bajo la piel”.

Cuántas historias dejamos dentro en esas novelas del oeste que manoseadas intercambiábamos en los quioscos, y cuántas de esas historias siguen caminando junto a nosotros. Baricco (Turín, 1958) sabe que los pistoleros no envejecen.   


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